Higinio Polo. El Viejo Topo
Weimar, la ciudad de Goethe, Schiller y la Bauhaus, donde se gestó la constitución alemana de entreguerras tras la desaparición del imperio, descansa bajo la colina del Ettersberg. Es un lugar singular, provinciano, tranquilo, el más célebre de los burgos de Turingia. Habitada por Goethe, Schiller, Nietzsche (que vivió aquí sus últimos años, enfermo, al cuidado de su hermana Elisabeth), Liszt, Gropius, es una amable y culta ciudad, y su estación de ferrocarril se abre a una plaza sosegada que respira la calma de provincias, aunque el visitante avisado no pueda evitar un estremecido recuerdo: por esas mismas vías llegaban los transportes de prisioneros que la maquinaria nazi enviaba a la muerte, pasaban los trenes repletos de presos tratados como ganado, que se dirigían después al campo de concentración, o que llevaban a miles de víctimas a los campos de exterminio para ser eliminadas. En el punto más alto del Ettersberg, refugio en otro tiempo de la más excelsa poesía alemana, puede verse hoy un grupo escultórico erigido en memoria de la resistencia de Buchenwald, porque el campo de concentración está a escasos kilómetros de Weimar, en esa misma colina donde Goethe paseaba con Eckermann.
En el núcleo de la ciudad vieja, Marktplatz, se encuentra la Neptunbrunnen y el Rathaus, y, al lado, un antiguo hotel de lujo, el Elephant, frecuentado por viajeros adinerados: fue fundado en 1696, y lo visitaron Goethe y Schiller, Johan Sebastian Bach, Wagner y León Tolstói, Thomas Mann y Walter Gropius. En el vestíbulo del hotel puede verse un dibujo del rostro de una mujer. Es de Otto Dix, de 1924, el año en que Hitler cumplió unos meses de cárcel por el putsch de Múnich y que aprovechó para escribir Mein Kampf. El pintor, comunista, no podía saber que Hitler visitaría Weimar por primera vez en 1925 y que se pasearía muchas veces por el mismo vestíbulo donde ahora se encuentra su rostro de mujer. Por las salas y pasillos del Elephant pueden verse imágenes de Alma Mahler y Walter Gropius, fotografías de Günter Grass o de Imre Kertész . También se alojó aquí Jorge Semprún, cuando volvió a Weimar muchos años después de su encierro en Buchenwald. Escrito en una pared, se lee el pasaje donde Thomas Mann cita al Elephant, y a Mager, ese singular y redicho conserje que recibe a los huéspedes en Carlota en Weimar, que publicó antes de la catástrofe, en 1939. Y, un poco más allá, se ve una referencia de Walter Benjamin al hotel, de 1928. Y otra de Thackeray, de 1848. Y fotografías de Angela Merkel, Vladimir Putin, Gerard Schröder, Sting, y otros. El establecimiento tiene también una suite Thomas Mann, a quien muestra en una fotografía sentado en un coche descapotable, aclamado por las muchachas de Weimar, en 1949.
Existe otra suite más inquietante, en el número 100, que hoy se llama suite Lyonel Feininger, en honor de un pintor germano-norteamericano que colaboró con Gropius en la Bauhaus. Hitler estuvo alojado en ella, y no por casualidad. A Hitler le gustaba Weimar: visitó decenas de veces la ciudad, y siempre se hospedaba en el hotel Elephant. De hecho, fue en Turingia donde los nazis consiguieron tener su primer gobierno regional. Se conserva una fotografía donde el dictador nazi aparece en la fachada del Elephant, en 1926, cuando aún era un oscuro agitador fascista, aunque ya conocido por el pueblo alemán, junto a otros nazis de aspecto fiero, bajo una bandera con la svástica dispuesta en la portada del hotel, y otra, tomada el mismo día, con Hitler de pie en un coche descubierto, con el brazo en alto. Entre quienes le rodean, están Rudolf Hess, Hermann Göring y Fritz Sauckel . En otra imagen, tomada en 1932, lo vemos en el interior del Nietzsche-Archiv de la Humboldtstrasse, junto a una ventana, y, aún, ante el Deutschen Nationaltheater frente a las estatuas de Goethe y Schiller, las glorias de la ciudad. También podemos verlo, visitando la casa de Schiller, o la de Goethe.
En marzo de ese año, Hitler lanzó un discurso incendiario en la Marktplatz durante la campaña para las elecciones de 1932, y el 15 de enero de 1933 habló desde el mismo hotel Elephant a una multitud de diez mil personas congregadas en la plaza, cuando estaba a punto de culminar una larga marcha: apenas faltaban unos días para que fuera nombrado, por Hindenburg, canciller alemán. Después, llegarían los días en que la dirección del hotel llenaría la fachada de insignias y banderas nazis. La fotografía de Hitler asomándose a la ventana que daba a la marquesina del hotel ilustra ese momento de gloria para él, recogido también en una pintura de Walter Preiβ, de 1938, con Hitler apoyado en el alféizar y las tropas nazis llenando la plaza, en formación. A unos kilómetros, en la colina del Ettersberg, ya habían construido el campo de concentración de Buchenwald. La marquesina ya no existe, porque realizaron reformas en el hotel: hoy, en el balcón que da a la Marktplatz, la dirección del establecimiento suele poner estatuas de Goethe y Schiller, o de Walter Gropius y Alma Mahler, pero la sombra del dictador nazi parece persistir, por más que el hotel esconda que se instalaba siempre en la suite número cien, y que el balcón que hoy celebra la literatura y el arte es el mismo lugar desde donde Hitler lanzaba discursos incendiarios a la multitud.
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Hablar de Weimar es hablar de Goethe, es decir, de la gran cultura alemana. La fachada de la casa del poeta en Weimar está en el Frauenplan, y el magnífico jardín posterior da al Ackerwand. Casi medio siglo estuvo el escritor entre estas paredes, desde 1782, primero como inquilino, después, como propietario, gracias a la benevolencia del duque Carl August de Sajonia-Weimar-Eisenach, que le regaló la mansión. El duque, hombre aficionado al trato con escritores y artistas, se relacionó en Weimar, además de con Goethe, con Schiller, Herder, Wieland. La casona tiene un patio empedrado en la entrada, encalado de amarillo. Al lado, el curioso se encuentra un carruaje de caballos, con dos faroles en el pescante y el interior acolchado, como era costumbre para los privilegiados en el siglo XIX. Las dieciocho habitaciones acumulan conjuntos de arte, polvo y nostalgia. Además de los muebles del escritor, se guardan sus colecciones, dibujos y pinturas, cerámicas, yesos, monedas y objetos. Dicen los guardianes de la mansión que la mayoría de los objetos expuestos es hoy casi la misma que hace dos siglos. La pasión de Goethe por la antigüedad clásica, que comenzó a cultivar leyendo a Winckelmann, inunda el edificio, que es uno de los centros de la cultura alemana, con el resto de Weimar. Desde aquí, de su relación con Schiller, de la mutua influencia con Jena, surgió la poesía clásica alemana, junto a la obra de Hölderlin, Heinrich von Kleist, Jean Paul, Herder, Caroline von Wolzogen, y esa circunstancia, tan estimada por la moderna Alemania, hace más siniestra, si cabe, la proximidad de los campos de la muerte, de forma que Weimar y Buchenwald son ya inseparables.
Goethe tuvo antes otra casa, en el Park an der Ilm, también financiada por el duque, para quien trabajó durante toda su vida, al principio como asesor y después en una responsabilidad de Estado que hoy llamaríamos primer ministro. El gran jardín posterior de la casa, tapiado y oculto a las miradas de la calle, está cubierto de césped húmedo y fragante, y cuenta con pequeños huertos que, al decir también de los guardas, servían para alimentar a la familia del poeta, y que hacen pensar, aunque no tengan relación, en los huertos que cultivaban los SS en Buchenwald. En un extremo, hay una casita cerrada, la antigua vivienda del huerto de Ackerwand, donde se vislumbran armarios con cajonera para clasificar minerales, porque Goethe la utilizó para guardar su colección de piedras. Goethe era un coleccionista y toda la mansión está llena de objetos y cachivaches. Los suelos son de madera, que cruje a cada paso del visitante, creando una sensación de tiempo despojado, de lamento por los siglos transcurridos.
En la que llaman sala amarilla hay dibujos de frisos clásicos, unas enormes cabezas que Goethe trajo de Italia, copias traídas de su viaje, que inició el 3 de septiembre de 1786 y acabó en abril de 1788. En el pequeño comedor, que después utilizó como “gabinete de grabados”, y que cuenta hoy con un armario clasificador y copias en yeso de obras clásicas, era donde comía la familia. Al lado, una pieza comunica las dos partes de la mansión, y en ella se encuentran los bustos de Herder y Schiller, y placas con más copias. En la antecámara, antes de llegar a las habitaciones familiares, se aprecian retratos de Goethe, de su mujer y su familia, y, junto a ella, el gran salón (que no es tan grande), con más retratos del poeta, de la familia, con dibujos hechos por Goethe. En uno de los esbozos, creo ver el llamado “roble de Goethe”, como quisieron los prisioneros del campo de concentración de Buchenwald, con un personaje durmiendo bajo el árbol.
Junto a él, se encuentra otro salón con objetos de su esposa: un canapé, un armario con figuritas, una mesita con dos butacas, y, contigua, una pequeña estancia con la cocina donde mantenían calientes los platos antes de servirlos, en una estufa vertical con departamentos. El visitante se entretiene con las colecciones de mayólica y husmea en una sala de música, llamada de Junon, que da a la plaza, y que cuenta con un piano (un Streicher, de Viena), un sofá, mesa y sillas, y una sala de recepción donde se encuentra el enorme busto de la Juno Ludovisi, una copia de la existente en la colección del cardenal Ludovico Ludovisi. Desde ella, se entra en la sala de Urbino, con el gran retrato del duque de Urbino, y un pequeño cuadro de Lucas Cranach el joven, que representa al joven Juan Federico II de Sajonia. Aún, otra antecámara, con armarios repletos de minerales y un reloj procedente de la casa familiar del poeta en Frankfurt, antes de llegar a la habitación donde trabajaba, con unos ciento cincuenta libros, objetos de historia natural y muchos souvenirs. La sala mira al jardín, y en ella hay un globo terráqueo, una mesa central y un escritorio. Al lado, Goethe tenía la biblioteca privada; en realidad, algo parecido a un almacén, que permanece cerrada a los visitantes. Hay en ella unos siete mil libros, apilados en estanterías, incluso en medio de la pequeña y alargada estancia, donde se acumulan los libros en más de veinte lenguas, sobre arte, literatura, ciencias naturales. Finalmente, se encuentra la habitación de dormir, que comunica con la oficina de trabajo, que fue utilizada por Goethe durante sus últimos años: en ella murió el 22 de marzo de 1832. Cuenta con una butaca junto a la cama, un antifaz colgado del techo para taparse los ojos, una mesita, que subrayan la melancolía del tiempo que se fue.
En esas salas, Goethe recibía a sus amigos, disfrutaba de su gloria, conspiraba, urdía acuerdos, pensaba en su encuentro con Napoleón, recordaba los días italianos, definía sus actos de gobierno y sus versos de poeta. Cerca, por la colina del Ettersberg, el poeta paseaba con Eckermann, que escribió sus recuerdos de las Conversaciones con Goethe. Los retorcidos caminos de la historia hicieron que León Blum (presidente del gobierno francés y deportado en Buchenwald) escribiese muchos años antes de imaginar que sería prisionero del nazismo, un libro que tituló Nouvelles conversations de Goethe avec Eckermann, y que lo encerrarían en los mismos parajes del bosque donde habían conversado tantas veces los dos poetas.
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Desde la Goetheplatz de Weimar, se llega a Buchenwald pasando por la Ettersburgerstraβe, una tranquila carretera que se dirige al norte y que conduce al infierno: un tramo de la vía fue construido por los presos y recibió el nombre de “camino de sangre”. Cuando se llega, los visitantes contemplan un tranquilo estacionamiento para coches: era la plaza donde los miembros de las SS realizaban ejercicios, y, al lado, ven las oficinas de información para los visitantes del campo, y unos edificios que son utilizados hoy para encuentros de jóvenes: eran los antiguos cuarteles de las SS. Todo parece normal, y, sin embargo, todo es siniestro.
El campo de concentración fue creado en 1937 con el propósito de encarcelar allí a comunistas, socialistas, judíos, y personas antisociales, según la jerga nazi. Seis años después, ya durante la guerra, los presos fueron obligados a trabajar como esclavos en la industria bélica. Hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, pasaron por el campo doscientos cincuenta mil prisioneros, de los que cincuenta mil fueron asesinados. Jedem das Seine (A cada uno lo suyo), es el lema que figura en la puerta, a la entrada del campo. Desde la terminal ferroviaria de Buchenwald hasta la reja, se sucede el camino del carajo (Carachoweg), que parece hoy una anodina carretera, pequeña, en medio de un paisaje tranquilo y silencioso, un bosque de hayas, como indica el nombre alemán del campo. Allí estaban los bloques de la administración, garajes y una gasolinera, que continúa en pie. No parece extraño. Sin embargo, ese camino llevaba al puesto de la comandancia nazi, y, tras bajar de los trenes de la deportación, mientras los prisioneros recorrían el camino hasta el campo, los miembros de las SS les pegaban, les lanzaban los perros feroces, adiestrados para atacar. En ocasiones, los perros despezaron a algunos prisioneros. No es difícil imaginar los gritos desesperados, el miedo en los ojos de los presos, el terror frío y eficiente que atenazaba a los deportados cuando entraban en Buchenwald.
En esa comandancia reinaron asesinos sanguinarios, como Karl Koch, y su mujer, Ilse Koch, apodada la zorra de Buchenwald por su ferocidad: le gustaba seleccionar presos para abusar de ellos y admirar sus tatuajes, cuando los tenían, y cuya piel dibujada les era arrancada, después de asesinarlos, para fabricar con ella pantallas de lámparas y guantes. A diferencia de otros nazis, Karl Koch no tuvo suerte: fue detenido por la Gestapo por corrupción, juzgado, condenado a muerte y fusilado unos días antes de la liberación del campo. Su mujer, la zorra de Buchenwald, consiguió salir indemne del final de la guerra, pero se suicidó en una prisión de Baviera en 1967.
Sustituyó a Koch el coronel de las SS, Hermann Pister, nombrado por Himmler en diciembre de 1941, que fue así el último comandante del campo. Pister era un tipo tan cínico que, en el juicio que se celebró contra él, tuvo la osadía de decir que desconocía la existencia de los campos de exterminio como Auschwitz, y que ni siquiera tenía constancia de muchas de las cosas que pasaban en el campo que dirigía, por ejemplo que ignoraba la utilización de ganchos donde colgaban a los prisioneros en Buchenwald para matarlos. Hoy, puede verse en el campo la cinta métrica fija, vertical, que servía para medir a los presos, dotada de un agujero a la altura de la nuca que comunicaba con una habitación posterior desde donde un miembro de las SS disparaba al prisionero para matarlo. Más de ocho mil soldados soviéticos fueron asesinados allí con un balazo en la nuca por las SS.
El reloj de la comandancia nazi es blanco, y el edificio cuenta con una terraza con balaustrada de madera, como el primer piso. Existen todavía las perreras donde los alemanes guardaban a las bestias, pero todas las barracas donde se hacinaban los presos han desaparecido, cuyas dimensiones están señaladas ahora por rectángulos de gravilla negruzca. Todo el recinto estaba rodeado de una cerca de postes con alambre de espino y de un tendido electrificado. También han desaparecido casi todas las veintidós torres de vigilancia: sólo se conservan dos. Más allá del gran campo donde se hallaban las barracas, y que hoy aparece vacío, silencioso, sombrío, se llega a las otras dependencias. En la gran sala donde están los seis hornos crematorios, construidos por la empresa Topf & Söhne, de Erfurt, era donde convertían en humo y ceniza a los cadáveres de los prisioneros: siempre hay flores depositadas por quienes llegan para recordar a las víctimas. No había cámaras de gas en Buchenwald, porque no era un campo de exterminio como Auschwitz, aunque murieran en él decenas de miles de personas. En el crematorio puede verse una fotografía con decenas de cadáveres apilados: la tomó un norteamericano, el sargento Sutler, de la Compañía fotográfica 167, el 23 de abril de 1945. Al lado del crematorio, están las ventanas bajo las que se amontonaban los cadáveres de la fotografía de Sutler. Estremece mirarlas, y hay algo que impide acercarse a ellas, como si se fuese a profanar un territorio sagrado y atroz. Pero es difícil apartar los ojos de las ventanas.
No lejos, están las cámaras de desinfección, donde los prisioneros debían sumergirse en un líquido corrosivo. En la sección de patología, las SS se encargaban de arrancar los dientes de oro a los cadáveres, y utilizaban su piel y huesos. Allí está la mesa de azulejos blancos donde operaban con los cuerpos de los deportados. En uno de los bloques del campo, reinaba el siniestro cirujano Erwin Ding-Schuler, miembro de las SS, quien, con apenas treinta años, se dedicaba a realizar experimentos médicos con los presos. Reina un silencio opresivo. Jorge Semprún escribió que durante los años de funcionamiento del campo no se escuchaba el gorjeo de los pájaros: habían huido del Ettersberg por el olor a carne humana quemada en los crematorios.
Después, entre los rectángulos de gravilla que dibujan las barracas, se halla el roble de Goethe, indicado por una placa: Goethe Eiche. Otra vez, la gran cultura alemana en medio de la barbarie. Al parecer, los deportados decían que Goethe y Carlota se reunían allí, y otras fuentes afirman que, bajo sus ramas, escribió partes del Fausto. Es improbable, pero no importa mucho. Joseph Roth, cuya familia fue destruida por el nazismo, escribió sobre el roble su último texto, antes de morir en París en 1939, y un prisionero anónimo, el nº 4935, publicó un texto, titulado así “El roble de Goethe”, en un diario de Lublin en noviembre de 1945, que algunos estudiosos han atribuido al biólogo polaco Ludwik Fleck . Mucho se ha hablado sobre él. En un campo de concentración desolado como Buchenwald, donde no había un solo árbol, el roble ardió durante un bombardeo. El único vestigio que se ha conservado surge de la tierra: apenas dos palmos de madera negra.
Algunos lugares han petrificado el horror: además de los crematorios, la fosa de las cenizas; y el bloque 46, donde estaba la sección para realizar experimentos químicos y biológicos con los presos; y la “plaza de llamados”, donde hacían el recuento diario de los prisioneros, a veces, durante horas, y donde torturaban y ejecutaban a deportados; también, en la siniestra cercanía de las caballerizas, donde fusilaban con un tiro en la nuca a los prisioneros de guerra soviéticos, con el barracón donde estaba la banda de música de las SS. Dentro de la exposición que recuerda la vida del campo, instalada en los viejos almacenes, aparecen inmóviles vestigios del horror: unos zapatitos de niño, un pequeño caballo de madera, la fecha del 26 de septiembre de 1944 anotada en una ficha, cuando doscientos niños gitanos fueron enviados a Auschwitz para ser exterminados. Era el reino de la muerte, y había que intentar sobrevivir, acariciar la existencia como si se estuviera viviendo el último aliento. Por eso, en el sótano del almacén central, un comunista checo, Jiri Zak, creó un pequeño grupo de jazz, y el escritor Fritz Löhner y el compositor Hermann Leopoldi, presos por su condición de judíos, crearon el Canto de Buchenwald en diciembre de 1938, mientras estaban en el campo.
Hermann Kempeck, un joven obrero de Altona, un barrio de Hamburgo, fue el primer muerto en Buchenwald, ya en agosto de 1937, cuando nadie podía imaginar entonces el horror de la guerra que se anunciaba cabalgando la racionalidad nazi. Otro obrero, Emil Bargatzky, fue el primer preso ejecutado en un campo de concentración alemán. Aquí y allá restallan nombres, al azar, entre centenares: Max Mayr, un miembro del SPD, que participó en los órganos de la resistencia en Buchenwald; Bruno Apitz, el escritor comunista que pasó ocho años en el campo de concentración, y cuya experiencia le serviría para escribir la estremecedora novela Nackt unter Wölfen (Desnudo entre lobos), que fue llevada al cine en 1963 por Frank Beyer y donde aparece el niño judío de Buchewald, Stefan Jerzy Zweig, a quien consiguieron salvar los presos ; Wilhelm Hammann, un maestro y dirigente comunista prisionero en Buchenwald que, tras la liberación, fue detenido por los norteamericanos en 1945 y acusado de colaborar con las SS, y, aunque consiguió demostrar que la imputación era una calumnia, no pudo evitar cumplir más de un año de cárcel. Y Ernst Thälman, claro, el presidente del Partido Comunista Alemán, quien, tras once años de prisión, fue ejecutado en el crematorio, por orden directa de Hitler, en agosto de 1944, donde hoy se encuentra una placa en su memoria.
En Buchenwald estuvieron León Blum, Édouard Daladier, Paul Reynaud, presidentes del gobierno francés, que llegaron en mayo de 1943. Blum permaneció casi hasta el final, y fue trasladado en ese mismo abril de 1945: el día 7, los nazis organizaron el llamado tren de la muerte, que llegó a Dachau veinte días después. Blum acabó en el Tirol, en el caos del final de la guerra. Aunque parezca extraño, durante su cautiverio en Buchenwald, Blum no sabía dónde estaba, porque fue encerrado fuera del campo, en una zona de casitas vigiladas por las SS; ni siquiera sabía que, al lado de donde estaba, había un campo de concentración. Cuando volvió a Francia, tras la guerra, escribió sus recuerdos. Anotó que empezaron a sospechar dónde estaban, los días que les llegaba un extraño olor “que nos obsesionaba”: procedía de los hornos crematorios. También estuvo Rudolf Breitcheid, un dirigente socialdemócrata a quien Hitler retiró la nacionalidad alemana, por lo que se estableció en Francia, hasta que, en 1941, el gobierno colaboracionista de Vichy lo entregó a la Gestapo; con tan mala fortuna que teniendo casi setenta años fue enviado a Buchenwald, donde murió a causa de un bombardeo aliado. No fue el único, porque, en una cruel ironía del destino, los prisioneros podían morir, además de por el horror nazi, por los bombardeos: el 24 de agosto de 1944, las bombas anglonorteamericanos lanzadas sobre las fábricas de armamento que se encuentran junto a Buchenwald, mataron a casi cuatrocientos prisioneros y causaron dos mil heridos.
Estuvo también en el campo Ernst Heilmann, un diputado socialdemócrata del Reichstag. Y los escritores Jean Améry, Robert Antelme, Imre Kertész, Stéphane Hessel, Ernst Wiechert, incluso la princesa Mafalda de Saboya (hija del rey de Italia Víctor Manuel III), cuyo fin fue dramático: herida durante el bombardeo del 24 de agosto de 1944, le fue amputado un brazo, y murió abandonada en el burdel del campo tres días después. Estuvieron detenidos, además, algunos de los implicados en el atentado contra Hitler de julio de 1944: Dietrich Bonhoeffer, Friedrich von Rabenau y Ludwig Gehre, que fueron ejecutados en Flossenbürg. También Jorge Semprún fue prisionero. Dejó escrito que el peor de los trabajos que tenían que hacer los presos era “el trabajo de la mierda”, que consistía en transportar los excrementos que recogían en el colector del campo hasta el huerto de las SS, de forma que la mierda de los presos fertilizaba las verduras y las frutas de la guarnición de las SS del campo. Guardan en Buchenwald un ejemplar de Mundo obrero, el periódico del Partido Comunista de España, portavoz de los comunistas de Buchenwald, que lleva fecha del 1 de mayo de 1945. El texto revela una enorme fe en la humanidad y en la victoria de la razón sobre el horror y sobre el fascismo, aunque en España el aire de la libertad tardaría mucho en llegar.
Cuando las tropas norteamericanas llegaron a Buchenwald, el 11 de abril de 1945, la resistencia comunista era ya dueña del campo: habían derrotado a los esbirros de las SS, muchos de los cuales consiguieron huir. Quedaban veinte mil prisioneros, y casi un millar de niños y adolescentes. Cinco días después, el 16 de abril, la comandancia norteamericana obligó a mil habitantes de la ciudad de Weimar, los vecinos de Goethe, a visitar las instalaciones y contemplar el horror nazi. La mayoría alegaron desconocimiento de lo que allí pasaba, aunque hasta 1940 (cuando se construyó el crematorio en Buchenwald) los muertos del campo eran incinerados en el crematorio de Weimar, y ya desde febrero de 1942 muchos prisioneros salían del recinto cada día para ir a trabajar a los comandos exteriores; uno de ellos estaba en las fábricas Gustloff de Weimar, y después, iban a trabajar en la fábrica de armamento Gustloff-Werk II. En 1944, los campos externos eran ya veintidós. Pero nadie sabía nada, si hemos de creer las palabras de los vecinos de la culta ciudad de Weimar. Las escenas documentales de la visita que se rodaron entonces nos muestran la mezcla de temor, de repugnancia y vergüenza de los alemanes.
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Unos pocos kilómetros al sureste de Buchenwald se llega otra vez a Weimar, la culta ciudad de Goethe y Schiller, que contempla hoy como la nueva República Federal maneja la historia para intentar equiparar nazismo y comunismo, como si fueran casi lo mismo, para desempeñar así una función equidistante, otorgándose a sí misma el papel de defensora de la libertad y la democracia, de la razón frente a la barbarie, ocultando que integró a la mayoría de los nazis y que es hija también de la barbarie del capitalismo, y ese empeño necesita, si no borrar, al menos difuminar en lo posible la historia de la resistencia comunista y socialista ante el nazismo. Jorge Semprún escribió que pudo sobrevivir porque tomó el papel, el nombre, de otro. Lo mismo ocurrió con Stefan Jerzy Zweig, el niño de Buchewald (que todavía vive), que pudo salvarse de la muerte porque su nombre fue sustituido por el de un muchacho de dieciséis años que había muerto, gracias al riesgo asumido, jugándose literalmente la vida, por los deportados comunistas que controlaban algunas de las tareas burocráticas del campo. Sin embargo, en el Memorial de Buchewald, el nombre del niño judío, Stefan Jerzy Zweig, fue borrado porque, según sus propias palabras, el poder de la nueva Alemania no puede soportar la idea de que había capos rojos (comunistas, socialistas), que salvaron a tantos deportados.
No es el único. Tras la reunificación alemana, en el vértigo de la revancha durante los años noventa, la memoria del dirigente comunista Wilhelm Hammann fue aplastada, y los centros que llevaban su nombre dejaron de hacerlo. Los dirigentes comunistas de la resistencia contra el nazismo fueron condenados al olvido, pese a la oposición de las comunidades judías, y del Yad Vashem israelí, que conocen bien el papel que jugaron los comunistas contra el nazismo. Pero aún quedan huellas. Cerca de la estación de ferrocarril de Weimar, se encuentra una plazoleta con una estatua de Thälman, levantada por la República Democrática Alemana. No se atrevieron a derribarla, y, por eso, Thälman saluda todavía, a apenas unas calles de las vías que llevaban a los deportados a Buchenwald.
Allí, en Weimar, donde se juntaron la cultura y la barbarie, en el patio de otro hotel, en la Brauhausgasse, muy cerca de la casa de Goethe, un grupo de músicos (una chica con un fagot, otra con un clarinete, unos jóvenes con guitarras, y un acordeón), como si quisieran desmentir la historia oficial, tocaban música y canciones de las que hacen llorar, las mismas que cantaban los cíngaros despreciados, los judíos perseguidos, los soldados presos del Ejército Rojo, los partisanos comunistas de la Francia ocupada, los prisioneros de Buchenwald. Mirando el sufrimiento ajeno sin conmoverse, los nazis representaron la racionalidad capitalista en la geografía asustada de la gran cultura alemana. Hoy, en el hotel Elephant, donde se alojaba Hitler en su suite de la Marktplatz, nada lo recuerda. Cuando el dirigente nazi visitaba Weimar y miraba desde la fachada del hotel a las falanges en formación, nunca se escuchaba un verso de Goethe ni una balada de Schiller, pero se adivinaba la mirada de la SS-Aufseherin Elfriede Müller, la bestia de Ravensbrück, o la de la SS-Ausfseherin Ilse Koch, la zorra de Buchenwald, que, a pocos kilómetros, observaba a los prisioneros tras las alambradas del bosque.
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