Higinio Polo.
Librered
Con el triunfo del golpe de
estado en Ucrania, en febrero de 2014, los signos de la derechización
extrema en el país se constataron desde el primer momento: la
incorporación al gobierno de miembros del partido fascista Svoboda,
la activa presencia de los nazis del Pravy Sektor en la policía, en
la Guardia Nacional creada por el gobierno golpista, y en las
unidades del ejército que se enviaron a aplastar las protestas
contra el golpe de Estado, y el control de las calles de las
principales ciudades ucranianas por los batallones paramilitares de
esos grupos fascistas, fueron la señal de por dónde irían las
cosas en esa “nueva Ucrania democrática” nacida con el
golpe de Estado, gracias al apoyo occidental con su diplomacia,
dinero, armas y grupos paramilitares de choque. En Polonia fueron
entrenados los grupos de provocadores que actuaron en los días del
Maidán, y los servicios secretos norteamericanos y polacos, con la
benevolencia de la Unión Europea, activaron los mecanismos que
llevaron al agujero negro en que Ucrania se encuentra hoy.
Las protestas fueron
aplastadas sin piedad: ahí están para el recuerdo del horror las
escenas dantescas del incendio del edificio de los sindicatos de
Odessa, donde los nazis quemaron vivas a muchas personas que
protestaban contra el golpe, y donde la masacre jamás fue
investigada por las autoridades, como tampoco mostraron el menor
interés por investigar la procedencia de aquellos misteriosos
francotiradores que causaron en el Maidán la matanza anterior al
golpe. Solamente en Crimea y en el este del país, consiguieron
resistir los contrarios al golpe de estado, aunque en el Donbass se
vieron atrapados en la guerra civil.
Desde entonces, el gobierno
de Poroshenko y Yatseniuk se lanzó a acabar con la resistencia en
Donestk y Lugansk, en una “operación antiterrorista”,
como la denominaron, que ya ha causado casi diez mil muertos, decenas
de miles de heridos y la destrucción de buena parte de las
infraestructuras y barrios de pueblos y ciudades. Las camisas pardas
y botas negras de los paramilitares fascistas asolaron el país, y no
han descansado desde entonces. Son habituales en Ucrania los desfiles
fascistas en las ciudades, y en los estadios de fútbol se muestran
los símbolos nazis sin recato. La tortura es una práctica común en
los cuarteles y las comisarías, e incluso en los centros de
detención que controla la extrema derecha. Se cuentan por decenas
los comunistas asesinados sin que las autoridades judiciales ni la
policía investigue los delitos.
Uno de los objetivos del
gobierno golpista, con el aval norteamericano, fue la destrucción de
la izquierda ucraniana: los asaltos a sedes del Partido Comunista,
los incendios provocados en locales comunistas y en domicilios
particulares, las palizas y asesinatos cometidos en la mayor
impunidad, y la caza de militantes de izquierda, fueron moneda común
desde el primer día. Los diputados comunistas fueron agredidos en la
propia Rada, el parlamento, como le sucedió al secretario general
Simonenko, y el gobierno intentó desde el primer día ilegalizar al
Partido Comunista.
El proceso impulsado por
Poroshenko y Yakseniuk para conseguirlo llegó a extremos delirantes:
el juez encargado del caso vio cómo sus oficinas eran asaltadas por
sospechosos hombres armados; los expedientes y la documentación,
robados, en un ambiente de amenazas a magistrados independientes que
no podían desdeñarse porque hoy todos saben que los fascistas matan
en Ucrania.
El juez se vio obligado a
abandonar el caso, y tras muchas presiones y amenazas a los
periodistas honestos y críticos que podían informar a la población,
el gobierno golpista consiguió, a finales de diciembre de 2015, que
los tribunales declararan ilegal al Partido Comunista de Ucrania, de
forma que no podrá actuar, y no podrá presentarse a las elecciones
ni organizarse libremente: se ha visto obligado a pasar a la
clandestinidad.
La sensibilidad democrática
de la Unión Europea y de Estados Unidos no ha mostrado la menor
preocupación por la prohibición del Partido Comunista, ni por el
sanguinario regreso del fascismo, otra vez, a Ucrania. Pero que los
centros de poder del capitalismo, Bruselas y Washington, no hayan
hecho la menor objeción entra dentro de la hipócrita “normalidad”
a que nos tienen acostumbrados; sin embargo, es muy preocupante y
revelador que buena parte de la izquierda europea, empezando por la
socialdemocracia, tampoco haya hecho la menor protesta por un
atropello semejante.
Malos tiempos para la
libertad. El propio presidente Poroshenko se ha enriquecido gracias a
la corrupción y a los negocios sucios, al tiempo que su gobierno
imponía nuevos sacrificios a la población, aceptando las
imposiciones del Fondo Monetario Internacional, y abría las
fronteras para que lleguen las unidades de la OTAN. Mientras continúa
la guerra civil en el Este del país, y los ciudadanos ucranianos
soportan una vida cada día más difícil; al tiempo que el país se
ahoga en una corrupción delirante, y los principales responsables
del gobierno roban a manos llenas y se apoderan de los recursos de
Ucrania; cuando las bandas paramilitares fascistas de camisas pardas
y botas negras asolan las ciudades ucranianas, y el Partido Comunista
es prohibido y se ve obligado a pasar a la clandestinidad, empiezan a
echarse en falta en Europa voces que clamen por la libertad.
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