NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG:
Seguramente una
parte de los lectores de esta entrada se estén preguntando acerca de la
naturaleza social así como de la orientación política de “la revuelta de las
horcas” en Italia.
A pesar de que el
mundo nunca ha estado tan intercomunicado como ahora, las sociedades humanas continúan
conociendo infinitamente mejor lo que sucede en sus localidades que lo que
ocurre tan sólo a 1.500 kms. de distancia. Y ello no sólo porque nos interese más
lo propio que lo que creemos ajeno.
Todo medio de
comunicación orienta la realidad en la dirección que a los grupos económicos,
ideológicos y de poder que están detrás de él le interesa. Y de esto no se
salva tampoco cualquier orientación política que haya tras un medio, puesto que
la visión previa que se tenga del mundo y de lo que en él sucede afecta al
propio tratamiento de la información.
Por otro lado, hasta
los medios más alternativos no dejan de recoger una parte de la información que
posteriormente difunden de los medios oficiales y grandes agencias de
comunicación, las cuáles performan la información previamente e intoxican a la
opinión pública y ocultan o destacan una parte de la noticia en función de sus
intereses.
Dicho esto, y si ustedes conocer
mi visión del fenómeno de la “revuelta de las horcas” que lleva ya una semana
extendiéndose y creciendo en Italia, les diré que mi impresión, recogida aquí y
allá, respecto a la orientación ideológica y el componente social de este
movimiento es muy coincidente con el artículo que les presento. Falsas clases
medias (las ideológicas pero asalariadas) y clases medias reales (pequeños y
medianos empresarios,…) que se ven empobrecidos y desean volver a los años
dorados y que, en su protesta, expresan su componente ideológico de clase, el
mismo que aupó al fascismo en los años veinte y treinta del pasado siglo.
Comparto incluso parte del diagnóstico
que Franca Giacopini hace en este artículo en relación con la responsabilidad
de las izquierdas en que ello esté sucediendo por incomparecencia en el
planteamiento de una propuesta propia ante la protesta social. Hace tiempo
escribí sobre lo que denominé como “izquierda sistémica”. No me refería con
esta expresión sólo a las izquierdas cuyo compromiso con el parlamentarismo y
con el respeto a las reglas de juego del orden burgués y capitalista les impedía
convertirse en herramientas emancipadoras y de lucha contra el capitalismo sino
también a aquellas extraparlarlamentarias cuyas orientaciones ideológicas y de
clase les había convertido en elementos del folklore político con una gran carga de
falsa radicalidad.
Y es a partir de este punto
donde difiero radicalmente y de modo antagónico con la señora Franca Giacopini.
Su apuesta por un ciudadanismo
soberanista y nacional es más de la misma basura ideológica que dice combatir y,
en gran medida, estímulo que alimenta a lo que ella llama el populismo de
derechas y los fascismos.
El discurso de las izquierdas
sistémicas es el de integrar en el mismo a todo “el pueblo” (el pueblo no tiene
contenido de clase sino que es equivalente, desde la revolución francesa a la “nación”,
en la que caben todas las clases sociales, explotadores y explotados, por mucho
que los analfabetos políticos y reaccionarios, que creen ser “de izquierdas”,
usen “pueblo” como sinónimo de clases trabajadoras, cuya mención se les
atraganta porque les suena a comunista y ese nombre, lejos de recibirlo como
galardón, les avergüenza).
Cuando se apela a “los
ciudadanos” se apela a todas las clases, se pretende representar los intereses
de todas ellas, algo tan imposible como sorber y soplar al mismo tiempo, porque
entre las clases sociales existen intereses antagónicos y una parte de esas
clases son enemigas de la clase más amplia, la mayoritaria, la clase
trabajadora).
A los ciudadanos apelan los
social-liberales (los PPSS, en Italia el Partido Democrático en el gobierno),
fracción no fascistizada de los monigotes del capital, los socialdemócratas
excomunistas, una parte de las organizaciones supuestamente situadas a la izquierda
de estos últimos y, muy coherentemente, las derechas puras y duras, porque “el
ciudadanismo” es el antídoto ideológico de la conciencia de clase, opone el “todos”
revueltos (ciudadanos) a la gran “mayoría” (clase trabajadora) y niega, como
antigualla, la lucha de clases. Es llamativo el modo en que en España el gobierno
del PP apela a los derechos de los ciudadanos para intentar recortar el derecho
de huelga o los de manifestación, reunión y expresión
Sí, las izquierdas, si no desean
la vuelta del fascismo a Europa, deben impulsar la protesta social y
radicalizarla pero no al servicio del ciudadanismo sino de la clase
trabajadora, ocupada o parada, que es la inmensa mayoría de la población, deben
impulsar el internacionalismo pero no ciudadanista sino de clase y rechazar las
categorías “patria” o “nación” porque ellas son las negadoras de la emancipación
de los oprimidos, al dividirlas y ponerlas al servicio de sus burguesías, y,
principalmente, porque si la crisis capitalista es mundial y, específicamente,
europea, es necesaria una solidaridad internacionalista en un mismo proyecto
político y económico emancipador, el de la inmensa mayoría, la clase
trabajadora. ¿Acaso la señora Giacopini desconoce o no recuerda a dónde nos
llevaron los nacionalismos en Europa en dos momentos distintos del siglo XX?
En España, ahora hay quien dice
que para arrebatarle a la derecha conceptos de los que se ha apropiado como la “seguridad”
hay que dar una alternativa a la misma desde la izquierda. Pero es que, el
concepto de “seguridad” siempre se ha esgrimido como opuesto, y ya está más que
contaminado, al de libertad, cuando se juega en campo ajeno, con reglas y
conceptos ajenos, se hace el juego sucio desde “las izquierdas” primero a la
derecha y luego al fascismo. Lo que hoy está en peligro en las sociedades
europeas no es la “seguridad” sino los derechos sociales de la clase
trabajadora, sus conquistas históricas y las libertades, medios necesarios para
defender los primeros.
Pero a la vez, para conectar con
los oprimidos y para lograr la hegemonía en la protesta social es necesario
oponer al populismo y al fascismo subyacente en los enunciados de una parte de
ese magma “indignado” una movilización ajena y alternativa, capaz de expresar y
proyectar la visión de un horizonte deseable radicalmente opuesto no sólo a ese
populismo prefascista sino al capital y ese horizonte no puede ser otro que el
socialista, no un socialismo evolutivo, respetuoso con el orden social y con
los poderes del sistema sino irredento, con rabia y corazón, con esperanza y
con todo el potencial de la ira social de los oprimidos. El resto, programas
políticos de monjas y caridad tipo “salario social” o “toma y calla”.
Hay un mundo que ganar y ese no
se gana desde la colaboración de clase del sindicalismo amaestrado y
colaboracionista como mono en el circo y desde el “civismo” amable de unas “izquierdas”
desnortadas como vaca sin cencerro.
El fascismo hoy conecta no sólo
con las desclasadas pseudoclases medias y con las reales (empresariado pequeño
y medio de capa caída) sino con crecientes sectores de la clase trabajadora,
que es la que está huérfana de izquierdas, porque canaliza la rabia social,
justo lo que no hacen las consideradas "izquierdas" con el orden del capital.
Ellas, y las que se refugian en los museos de la historia, son sus cómplices,
por omisión e unos casos, por incompetencia en otros.
Sin más, les dejo con un artículo
que quizá les desvele algunas incógnitas, aunque presenta el riesgo de
reproducir propuestas políticamente indeseables para una izquierda que lo sea,
revolucionaria.
La
revuelta de las horcas
Franca Giacopini.
Rebelión
El nombre sugiere rabia y
hambre, y da mucho respeto. Dura ya desde hace cuatro días en los que ha habido
manifestaciones, bloqueos de carreteras, trenes, metros y cierres de
establecimientos en ciudades como Turín, Génova, Florencia, Roma o Palermo, pero
los grandes medios, ocupados como están con lo de Ucrania, le han dedicado poco
espacio a un fenómeno que el director de la Agencia de información y seguridad interna de los
Servicios secretos italianos define como “un
movimiento sin una dirección única que presenta una preocupante unión entre
distintos componentes animados por un sentimiento de contraposición hacia el
Estado y las instituciones”, mientras, por su parte, el ministro del
Interior, en una intervención en el Parlamento, lo describe como “una corriente rebelde contra instituciones
nacionales y europeas a las que no les falta apoyo de organizaciones
antagonistas”.
El perfil de los participantes
en la revuelta se va trazando ya en las crónicas de los incidentes del pasado lunes día
9. "Aristócratas en Jaguar y
agricultores. Empresarios y obreros parados. Camioneros ahogados por las multas
de Equitalia y nuevos ideólogos del fascismo o jóvenes de centros sociales de
izquierda. Simpatizantes de la
Liga Norte y de Grillo. Ex simpatizantes de Grillo y ex
simpatizantes de la Liga. Ex
simpatizantes del Partido Democrático y críticos de Matteo Renzi
[reciente ganador de las elecciones primarias del PD]. Sindicalistas de base o
ex sindicalistas de la
CGIL. Objetores de Hacienda e independentistas vénetos.
Inmigrantes y ultras de equipos de fútbol [...] Un magma volcánico”.
Afinando más, el sociólogo
Marco Revelli desbroza el paisaje de la protesta de lugares comunes y extrae el
común denominador que hace que estalle este volcán social: la clase media
empobrecida que ya “no puede más”, ha llegado al límite, y lo único que quiere
es que “se vayan todos a casa”. Es cierto que hay escuadrones violentos que han
amenazado a un librero de Savona con quemarle los libros, que hay quien enseña
su brazo tatuado con el rostro de Mussolini Dux, y que se oyen en los
reportajes de televisión participantes en las protestas que profieren vivas a
la mafia o la camorra, a sus ojos más honestas que la casta política, que sería
la verdadera mafia. Lo reconocen los propios organizadores del Movimiento de
las horcas [I forconi], que avisan a los políticos de que son incapaces
de controlar a la gente, y que el tiempo apremia, si no quieren ver una nueva
marcha sobre Roma de cuyas consecuencias no responden.También está claro que
hay quien tiene intereses en atizar la revuelta, como Berlusconi, cuyo periódico de familia, Il Giornale, titula: "Los italianos empuñan las horcas".
Asusta de verdad este nuevo
pueblo, y el presidente del Consejo de Ministros, Enrico Letta, tuitea ayer por
la mañana: “Había prometido en abril
abolición financiación pública partidos antes fin de año. Lo confirmé el
miércoles. Hoy en el consejo de ministros mantenemos la promesa”. La casta
trata de aplacar una rabia, ya desatada en las redes sociales y las calles. Los
estudiantes de las universidades se movilizan y ya ocupan la Facultad de Ciencias
Políticas de La Sapienza
en Roma. Se contagia el arranque de rabia y se anuncia no una marcha, pero sí
una "vigilancia" de Roma para el próximo miércoles. Lo nuevo de este
caos es que la crisis ha creado una nueva clase social que carece de
representación política. El único signo de identidad, la bandera italiana, ser
ITALIANOS, en mayúsculas, como escriben en sus octavillas. Poco es necesario en
este contexto para que cuajen discursos xenófobos. Nada de banderas rojas. A un
señor comunista que se presenta con su bandera roja, lo apartan en Teramo diciéndole:
"Somos apartidistas". ¿Qué
hacer? ¿Ensuciarse las manos en estas protestas o dejar que la derecha social
se haga con todo el tejido social más tocado por la crisis?
Es un hecho: la crisis, la
guerra del euro, como antaño la
Gran Guerra , ha parido en Europa una nueva clase social que
busca iracunda un nuevo orden en un periodo de decadencia económica, expresión
de la progresiva disolución de la economía capitalista y la corrupción del
Estado burgués. Se han destruido las precedentes condiciones de vida y la
precedente seguridad de existencia de vastos estratos de la pequeña y media
burguesía, de la pequeña propiedad campesina y de la intelectualidad. El
socialismo reformista ha desilusionado a estas franjas sociales, para las
cuales el Parlamento representa la causa de la ruina del pueblo. Perdonen la
trampa: son frases sacadas tal cual de la Resolución de la Internacional Comunista
de julio de 1923 y del artículo "La
revolución en marcha: el fascismo", escrito por el antifascista Guido
Dorso en 1925.
A la revolución neoliberal de la Europa supranacional, le
está llegando su contrarrevolución nacionalista. Los populismos de las derechas
nacionales han cogido la delantera hace tiempo. No tienen problemas para que el
análisis de la coyuntura les encaje. Según ellos, de esta crisis del Estado
supranacional europeo, se sale volviendo a las soberanías nacionales, al Estado
fuerte, a la moneda nacional, al rechazo del Tratado Transatlántico, al
refuerzo de la identidad nacional, a la lucha contra la inmigración
clandestina. Esa contrarrevolución pisa fuerte, pues recibe apoyos, como antaño
el fascismo, de ciertos sectores capitalistas. Marine Le Pen llama a disolver la Asamblea Nacional
francesa, mientras Berlusconi avisa
que si le arrestan habrá una revolución, y Grillo escribe a los responsables de la Policía y los Carabinieri
para pedir que no se castigue a los policías que se quitaron el casco en el
primer día de revuelta, y que no sigan protegiendo más a la clase política que
ha llevado a Italia al desastre, que se sumen a los italianos, porque están de
su lado, lo que sería una señal revolucionaria, pacífica, extrema, necesaria para
que Italia cambie. (Nada dice Grillo de la dura actuación de la Policía en la Universidad de La Sapienza de Roma contra
300 estudiantes.) Pero la cuestión de fondo es: ¿basta con cambiar una clase
política para resolver los problemas? A la derecha, le puede bastar; a la
izquierda, no.
Estos días se reúne en Madrid el
Partido de la
Izquierda Europea , que parece seguir apostando por una
organización supranacional, internacionalista, alejada de las “tentaciones
localistas”. Pero si al término “internacionalismo”, le quitamos la raíz
“nación”, nos queda solo un palabro, “interalismo”, que no significa nada de
nada. Menos aún delante de una bandera o un ciudadano con una horca. No
afrontar a fondo la cuestión de la soberanía nacional, quedarse en la alergia a
las banderas y las palabras "patria" o "nación", deja a la
ciudadanía de las naciones colonizadas del sur de Europa con una única
respuesta: la del populismo de derecha. Hay que arrebatar la idea de la
soberanía a la derecha, como bien dice Ludovic Larmant, porque es nuestra, porque
nuestra soberanía es la soberanía popular, que significa extender los derechos
a toda la ciudadanía (emigrantes, precarios etc.), quitárselos a quienes abusan
de ellos (las corporaciones, los bancos, los lobbies...). Sólo así habrá mayor
democracia. No salir a las calles, no dar respuesta a las revueltas populares
que, gusten o no, ya están en marcha, es brindar ya por el triunfo aplastante
de los populismos de derechas en las próximas elecciones europeas.
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