13 de octubre de 2012

LO QUE ESTÁ EN JUEGO EN EL PLEITO CHINO-JAPONÉS

Rafael Poch. La Vanguardia

El cerco militar a China, en el centro del conflicto entre Pekín y Tokio por las islas Diaoyu
La disputa entre China y Japón por los islotes Diaoyu/Senkaku no es un capricho escapista del gobierno chino ante una coyuntura, económica y política complicada por un crecimiento ralentizado, por escándalos como el del caído dirigente de Chongqing, Bo Xilai, y por el próximo relevo del grupo dirigente en el XVIII Congreso del partido. Todo eso es real pero influye mucho menos de lo que sugieren la mayoría de los análisis publicados hasta la fecha. Se trata de otra cosa: de la tercera Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar de 1982, UNCLOS por sus siglas en inglés.

Desequilibrios de una convención
Ese acuerdo adjudica estatus de “zona económica exclusiva” a las zonas marítimas situadas entre 370 y hasta 650 kilómetros alrededor del territorio insular de un país. Gracias a su soberanía sobre todo un rosario de islas, islotes y rocas del Pacífico (Izu, Ogasawara, Okinotorishima, Minami) situadas hasta casi 2.000 kilómetros de distancia de Tokio, Japón tiene derechos sobre una enorme “zona económica exclusiva” marítima de 4,5 millones de kilómetros cuadrados, la novena mayor del mundo. China, cuya fachada litoral es mayor que la japonesa, sólo tiene 880.000 kilómetros cuadrados y ocupa el puesto 31 entre Maldivas y Somalia.

Si se observa el mapa que resulta de la aplicación de UNCLOS, se comprobará que China está literalmente encajonada en su fachada litoral. Como explica el profesor australiano Gavan McCormack, esa situación resulta de la combinación de las zonas marítimas de Filipinas, Estados Unidos (a través de su control de Guam, Palau, Carolinas y otras islas), Japón y Corea. Ese mapa no es sólo económico sino geopolítico, es decir tiene un fuerte componente militar.

Encerrar al rival
La clave es el creciente cerco militar del que China es objeto. El grueso de la atención y el despliegue militar de Estados Unidos fuera del Golfo Pérsico ya está instalado en el Pacífico Occidental contra China. La administración Obama anunció hace poco que en los próximos años el 60 % de la marina de guerra de EE.UU se desplegará alrededor de China. Enviarán seís portaviones, más submarinos nucleares, medios antisubmarinos y de guerra electrónica. El despliegue incluye escudos antimisiles “contra Corea del Norte” que en realidad están orientados a anular el modesto arsenal nuclear chino, el regreso de los bombarderos estratégicos a la base de Guam, y la reconstrucción de las alianzas militares con los países de la región, cuyo puntal es la alianza militar con Japón.

Disputar la soberanía del grupo de islas Diaoyu/Senkaku es para China la única forma de romper ese bloqueo y disponer de un pasillo de salida hacia aguas internacionales. No es sólo una cuestión de recursos. Como dice McCormack, “la combinación de la propiedad japonesa de amplias zonas oceánicas y su alianza subalterna con el diseño estratégico de Estados Unidos para la región, significa una seria desventaja y riesgo para China”.

UNCLOS establece que los islotes y arrecifes incapaces de sostener población o vida económica por si mismos, no pueden tener estatuto de zona económica exclusiva. Es el caso de muchas rocas japonesas. En Okinotorishima, por ejemplo, Tokio mantiene literalmente a flote el arrecife, a base de gastar dinero en protecciones y barreras que lo mantengan por encima del nivel del mar. La discusión histórica es complicada.

Soberanía disputada
La alegada soberanía japonesa sobre Diaoyu/Senkaku data de 1895, algo posterior a la incorporación del archipiélago de Okinawa (Ryukyu). Pero Ryukyu fue durante siglos un reino insular tributario de China y parece que en 1893 la emperatriz china Cixi hizo uso de su soberanía en una concesión de tres islotes del grupo a la familia de uno de sus ministros, Sheng Xuanhuai. En cualquier caso, que la propia marina de guerra japonesa se siga refiriendo a dos de las islas del grupo por su nombre chino (“Huangwei” y “Chiwei”) y no por el japonés (“Kuba” y “Taisho”) es significativo.
Por razones obvias arriba descritas el gobierno chino ha movilizado a su opinión pública. Considerar que la población china es un mero títere de los designios de su gobierno es no entender la China actual. El agravio histórico japonés en la opinión pública de China es completamente racional desde el punto de vista de la memoria de una matanza de quizá 20 millones de chinos en la guerra mundial en Asia Oriental, hacia la que Japón mantiene una actitud manifiestamente ambigua. En las manifestaciones antijaponeses de Shenzhen se han escuchado consignas como, “abajo el Ejército de Liberación Popular” en reproche porque Pekín no envía a la marina de guerra al lugar. Los gobernantes chinos tienen que permitir soltar vapor de vez en cuando a la caldera de la indignación popular china, que supera y desborda con creces su casi siempre prudente y pragmático cálculo, pero han tenido que apretar el freno.

Sustancia inflamable
“La violencia no puede ser tolerada únicamente porque la protesta sea contra Japón, China va a tener más conflictos en el futuro a los que hay que responder con los medios adecuados para ganar el respeto de nuestros competidores”, señalaba una editorial de Global Times, una publicación china bastante incisiva en temas internacionales. El gobierno chino lleva años proponiendo a Japón soluciones de explotación conjunta de los recursos en los territorios disputados.
Japón tiene pleitos insulares con todos sus vecinos. Con Corea por la isla de Dokdo/Takeshima y con Rusia por las Kuriles, pero es con China donde hay más sustancia inflamable. En Japón los sectores ultras representados por el gobernador de Tokio, Shintaro Ishihara, tienen gran influencia y capacidad de arrastre en este asunto. La provocadora idea de “nacionalizar” las islas mediante la compra de algunas de ellas a sus “propietarios” japoneses partió de Ishihara, un negacionista del holocausto chino y apologeta del imperialismo japonés en Asia.

Respecto a la pretendida mediación de Estados Unidos en este conflicto, es poco creíble. Mientras el secretario de defensa, Leon Panetta, llama a la calma y a evitar una escalada, Washington afirma con toda claridad su alianza militar con Tokio y proclama su disposición a ir a un conflicto militar con China para apoyar la reclamación japonesa.

11 de octubre de 2012

POSMANIFIESTOS (ESTRATÉGICOS)

maciek wisniewski. la jornada

Después del Manifiesto comunista (1848), Marx profundiza sus estudios de la economía burguesa, pero no abandona la política: pensando en mejores estrategias para el triunfo del proletariado escribe La lucha de clases en Francia (1850) y El 18 brumario de Luis Bonaparte (1852). Sin embargo, como subrayan varios estudiosos, su teoría política (y de la izquierda en general) es un proyecto incompleto. Lo estratégico en él muchas veces se limita a lo que pretendía con el Manifiesto: educar al proletariado en el comunismo científico (que no era poco).

También Daniel Bensaïd (1946-2010) subraya que Marx tenía estas cuestiones poco desarrolladas y ambiguas y, escribiendo sobre la estrategia (la base en que nos juntamos, organizamos y educamos a nuestros miembros; un proyecto para abolir el poder de la burguesía), parte de otros autores –Lenin, Trotsky, Luxemburgo o Gramsci– que trataron de llenar el vacío (La politique comme art stratégique, París, 2011).

Para él –contrariamente a Hardt, Negri o Holloway– el poder y su toma son centrales, y la ola izquierdista en América Latina confirmó su relevancia (The return of the strategy, 2007). No sin problemas: según Raúl Zibechi los movimientos sociales fueron sobrepasados por los estados progresistas y carecen de estrategia. Lo peor es que (desde Marx) la izquierda no tiene cosas claras para dar un debate: ¿cuánta energía poner en el Estado o en lo electoral, y cómo usar estas herramientas para la transformación social? (Rebelión, 11/9/12).

Bensaïd evoca la visión de Lenin y subraya la necesidad de un partido como una herramienta para implementar la estrategia: la política sin partido acaba en una política sin política (Leaps! Leaps! Leaps! Lenin and politics, 2002).

La meta es el comunismo. Para él no es el nombre de un nuevo régimen o un sistema de producción, sino de un movimiento, que va más allá del orden establecido; es una hipótesis estratégica (The powers of communism, 2009).

Después de 1848 Marx subraya que la revolución y el paso al comunismo sólo serán el producto de una crisis. Trata de entender su naturaleza, pero no desarrolla su teoría definitiva.

Bensaïd anota que para Marx las crisis eran inevitables, pero no insalvables; jamás habló de una crisis final. La cuestión es saber a qué precio y a costa de quién pueden ser resueltas. La respuesta no pertenece a la crítica de la economía política, sino a la lucha de clases (Las crisis del capitalismo, Madrid, 2009).

En el Manifiesto, escrito en el contexto de la crisis comercial de 1847, Marx ubica su origen en la sobreproducción; luego, a partir de los Grundrisse (1857), privilegia la ley de la caída de la tasa de ganancia.

Frente a la crisis de hoy los marxistas están divididos entre las teorías subconsumistas (hay demasiada ganancia y el problema es su distribución) y aquella ley (el problema es la incapacidad de generar suficiente plusvalía).

No es lo de menos: de esto dependen las estrategias para la construcción de un mundo nuevo. No es lo mismo si la crisis es arreglable con la intervención del Estado (según algunos subconsumistas) o si la caída de la tasa de ganancia abre la posibilidad a un derrumbe sistémico (aunque por ejemplo Grossman nunca decía que era automático y lo vinculaba con la lucha de clases) o explica la aparición de crisis cíclicas donde el Estado no hace diferencia (véase la entrega pasada: La Jornada, 9/9/12).

La misma tasa de ganancia es una controversia: según Andrew Kliman (y otros), cae; según Michel Husson, amigo de Bensaïd, sube. Husson dice que incluso da igual, ya que la lógica del capitalismo simplemente va en contra de la humanidad. Y la división entre los subconsumistas y los teóricos de la caída de la tasa de ganancia (a los que –injustamente– tilda de marxistas vulgares) es inútil: son dos caras de la misma moneda. En cambio propone centrarse en la estrategia anticapitalista enfocada en las luchas concretas de los trabajadores, reparto de riqueza y demandas transitorias (Le capitalisme sans anesthésie. Études sur le capitalisme contemporain, la crise mondiale et la stratégie anticapitaliste, París, 2011).

Seguramente hay que ir debatiendo sumando y no restando, buscando plataformas comunes.

¿Qué tal la transición al otro sistema? Para muchos sonará demasiado general, pero Marx en el Manifiesto ya habló de un caso así: el paso del feudalismo al capitalismo, viéndolo igual como un sistema histórico y transitorio.

Lo recuerda Zibechi y añade que poco aprendimos de aquella historia, pero que sería útil ahora, entrando según Wallerstein en una época de transición, que en parte explicaría también la falta de la claridad en la izquierda (nota bene: es curioso como esta visión del ocaso capitalista coincide con algunos proponentes de la caída de la tasa de ganancia: Michael Roberts, Crisis or breakdown?).

Su resultado y la forma de una nueva sociedad poscapitalista dependerán sólo del balance de fuerzas y de la acción consciente del proletariado global heterogéneo que hoy está pagando por la crisis.

El manifiesto que pondría en el centro la hipótesis estratégica del comunismo y ofrecería una estrategia para esta transición queda aún por escribir.