Álvaro Cuadra. Alainet
Donald Trump se ha convertido, sin lugar a dudas, en un
interesante ícono mediático a propósito de las próximas elecciones
presidenciales en Estados Unidos. Desde una perspectiva comunicacional, la
pregunta queda planteada en los siguientes términos: ¿Cómo ha sido posible que
un personaje con tan escasos méritos políticos (y personales) haya alcanzado
tal protagonismo?
Es cierto, se trata
de un multimillonario díscolo, histriónico y con una amplia experiencia en
televisión, sin embargo, su visión política nacional e internacional no va más
allá que aquellas que se emiten, entre amigos, en la esquina de algún bar: un
cóctel de opiniones simplistas, no muy distintas de aquellos a quienes se
dirige. Al examinar el discurso básico de este personaje, constatamos que, al
igual que Le Pen al otro lado del Atlántico, se ajusta con precisión a
opiniones ampliamente difundidas en ciertos sectores de la población
estadounidense. Se trata de “groserías políticas” que instalan un discurso
tóxico ante un público que espera, justamente, a un personaje de esta ralea que
los represente.
Hay una clara
radicalidad de derecha extrema en sus afirmaciones –no exentas de ingenuidad–
como pretender acabar con el problema de los inmigrantes latinos construyendo
un muro en la frontera con México, financiado por el propio gobierno mexicano
(sic). Trump ha tenido la astucia de construir un nicho en la sociedad
norteamericana, de modo que habla para los suyos, un sector que ha demostrado
ser lo suficientemente significativo como para otorgarle un lugar estelar entre
los candidatos republicanos.
El caso Trump
demuestra que la política y los medios van de la mano en las llamadas
democracias occidentales. La “videopolítica” es el modo en que se construyen
hoy la mayoría de las figuras de la política en todo el mundo. Una era en que
lo importante no es la racionalidad de los argumentos ni la deliberación sino,
por el contrario, la espectacularidad de las intervenciones. En este sentido,
Donald Trump ha dado muestras de ser un “personaje mediático” de fuste. Cada
una de sus “performances” – mezcla de clown y líder de pacotilla - está calibrada para aumentar el “rating” de
los medios y ocupar las primeras páginas en todo el orbe.
La fórmula no es
nueva, ya otros han recorrido este camino. Hitler fue uno de los primeros en
utilizar el espantapájaros de una “amenaza interna” para aglutinar a las masas
en torno al temor y el odio. Bastará recordar a Goebbels: Toda propaganda debe
ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los
que va dirigida. Cuanto más grande sea la masa a convencer, más pequeño ha de ser
el esfuerzo mental a realizar. La capacidad receptiva de las masas es limitada
y su comprensión escasa; además, tienen gran facilidad para olvidar. Después de
todo "Si una mentira se repite lo suficiente, acaba por convertirse en
verdad"
Ayer los judíos en Alemania, hoy los árabes en Francia y los
latinos en Estados Unidos. La pregunta que sigue pendiente es si acaso la
mentada “democracia americana” se ha degradado lo suficiente para soportar a un personaje de las
características de Donald Trump como aspirante a la Casa Blanca. Es prematuro
todavía adelantar una respuesta, pues la historia suele darnos sorpresas. Como
se ha dicho, un idiota es un idiota, dos idiotas son dos idiotas, pero unos
cuantos miles forman ya un movimiento político.