2 de junio de 2014

DE UCRANIA A VENEZUELA: MERCENARIOS Y GOLPISTAS

Higinio Polo. El Viejo Topo

Uno de los rasgos que aparece con frecuencia en distintos países es el nacimiento de movimientos de protesta que, a diferencia de los protagonizados históricamente por la izquierda, exigen ahora, junto a confusas reclamaciones de libertad y de honradez en las instituciones y en la vida pública, un acercamiento a la Unión Europea o hacia “Occidente”, identificado de manera oscura con Estados Unidos. Esas peculiares rebeliones coexisten con otras que responden al tradicional patrón de los movimientos populares, aunque su carácter haya cambiado, así como muchos de sus protagonistas. Algunas, culminan en golpes de Estado y derrocamiento de gobiernos. El recurso a los golpes de Estado no es nuevo, pero sí la forma de cambiar gobiernos: sangrientos golpes de fuerza convencionales, protagonizados por los militares, como fueron los de Chile con Pinochet, y Argentina con Videla, y tantos otros semejantes, tan poco presentables y que desmentían con rotundidad el supuesto apoyo de Estados Unidos y sus socios a la libertad y la democracia, parecen dejar paso a provocaciones, a golpes de Estado disfrazados de revueltas populares: Ucrania es su modelo más exitoso hasta el momento.

Esas provocaciones han sido organizadas en Serbia, Georgia, Moldavia, Bielorrusia, Ucrania, Kirguizistán, Venezuela, así como en otros países, y se han alentado movimientos de protesta en Rusia (que no tienen nada que ver con las reclamaciones de la izquierda), en Cuba, en Venezuela, en regiones chinas con movimientos nacionalistas, como Xinjiang y Tíbet, siempre con diferente fortuna, recurriendo a la financiación de fuerzas internas, a la intervención de organismos occidentales y ONGs, casi siempre de la órbita norteamericana, y al estímulo de movimientos de oposición por parte de los servicios secretos y de la diplomacia. Que Washington intervenga en un país concreto (y algunos de sus socios: Polonia, Francia, Arabia, etc) no significa que no existan motivos de agitación y de insatisfacción, a veces, incluso, justificados. Estados Unidos, y algunos de sus aliados de la Unión Europea, no crean de la nada los movimientos de protesta: actúan siempre sobre un fermento de desconfianza, de hartazgo, pero desarrollan y financian esas protestas como un factor más de su política exterior. Así, la denominada “revolución Twitter” en Moldavia, en abril de 2009, tuvo origen en las protestas por la victoria del Partido Comunista en las elecciones, una victoria limpia pero que no fue aceptada por el electorado derechista (que llegó a asaltar e incendiar el Parlamento), frustrado por lo que consideraba el alejamiento de su ansiada perspectiva de unión con Rumania y de ingreso en la Unión Europea, reclamando la repetición de las elecciones. A su vez, en Ucrania, el hartazgo popular por la corrupción del gobierno de Yanukóvich era real (corrupción similar, por otra parte, a la que se produjo con los gobiernos “naranja” de Yúshenko y Timoshenko, ahora de nuevo en el poder), así como la participación en las protestas de algunos sectores que no se identificaban con el nacionalismo fascista de Svóboda o de Pravy Sektor, sino que estarían más próximos a una vaga izquierda… aunque acabase predominando la brutalidad nazi y fascista que ahora patrulla las calles de Kiev.

El golpe de Estado en Ucrania, que los grandes medios de comunicación internacionales están convirtiendo en la “invasión de Crimea”, es la falla más preocupante de cuántas aparecen hoy en el escenario político internacional. La Unión Europea y Estados Unidos no sólo han apoyado un golpe de Estado, sino que han participado en su gestación. Los francotiradores que asesinaban a policías y manifestantes fueron contratados por la oposición, como sabemos ahora, después de haber causado una conmoción mundial achacando la responsabilidad al depuesto Yanukóvich. No es la primera provocación, ni será la última, en la periferia rusa. En enero de 1991, en Vilna, Lituania, todavía territorio soviético, una matanza de catorce personas ante la torre de la televisión conmovió al mundo, y toda la prensa internacional acusó al ejército soviético y al gobierno de Moscú. Hoy, sabemos también que fue una matanza provocada por los nacionalistas del Sajudis, por el propio gobierno lituano, para acusar a la Unión Soviética y, entre el dolor y la conmoción, precipitar la independencia. (Véase la entrevista con Audrius Butkevičius, responsable militar entonces del gobierno lituano, donde reconoce la autoría de la provocación, https://www.youtube.com/watch?v=1iIMRfYBNZw; así como “Veinte años sin la URSS”, http://www.elviejotopo.com/web/revistas.php?numRevista=287).

Las evidencias sobre los sospechosos francotiradores han sido ignoradas, y ni la Unión Europea ni Estados Unidos (mucho menos, el gobierno golpista ucraniano de Yatseniuk) exigen la apertura de una investigación. La llegada de ministros de extrema derecha al gobierno ucraniano, y la persecución política de quienes son acusados de ser “partidarios de Rusia”, con asesinatos y quema de domicilios de opositores, debería alarmar a todo el continente, no en vano dirigentes fascistas como Andréi Parubíi controlan el ejército, la policía y los servicios secretos.

Alexánder Yakimenko, que fue responsable de los servicios de seguridad ucranianos con el presidente derrocado, Yanukóvich, reveló que la acción de los francotiradores que protagonizaron una matanza entre manifestantes y policías el 20 de febrero, fue una provocación organizada por el “comandante” del Maidán, Andréi Parubíi, en coordinación con la embajada norteamericana. Parubíi es un veterano organizador de milicias fascistas y de grupos neonazis. Los disparos fueron realizados desde el edificio de la Filarmónica de Kiev que estaba controlado por hombres armados que dependían de Parubíi. Otros francotiradores a sus órdenes estaban apostados en el Hotel Kiev. El edificio del hotel domina toda la plaza del Maidán, y el edificio de la Filarmónica se encuentra a su derecha, en la cercana plaza Yevropeis'ka. De hecho, las palabras de Yakimenko confirman la conversación filtrada entre el ministro de Exteriores estonio, Urmas Paet, y Catherine Asthon, donde hacían responsable a la oposición de haber contratado a los mercenarios francotiradores que causaron la masacre. El nuevo gobierno golpista ucraniano nombró a Parubíi secretario de Seguridad Nacional, desde donde controla el Ministerio de Defensa y las fuerzas armadas.

Los servicios secretos norteamericanos, de acuerdo con Polonia, y en campos de entrenamientos polacos, letones y lituanos, organizaron la logística para impulsar el golpe de Estado en Ucrania. La generosa financiación de la revuelta llegó desde países europeos, de Estados Unidos y de oligarcas ucranianos. Una larga intromisión en los asuntos internos ucranianos, a través de ONGs, de agencias norteamericanas, y de financiación de grupos violentos, muchos abiertamente fascistas y nazis, confluyeron en el Maidán. La provocación y la crisis forzó a los acuerdos entre Yanukóvich y la oposición, sugeridos por los ministros de Exteriores de Alemania, Polonia y Francia… que fueron ignorados de inmediato por los matones del Maidán, dirigidos desde la embajada norteamericana. La pasividad del ejército, y la retirada de la policía, en aplicación de los acuerdos, dejó sin defensa al gobierno de Yanukóvich que asistió impotente a la ocupación del Parlamento y de los edificios del gobierno por parte de los grupos armados fascistas. Así triunfó el golpe de Estado.

De la calaña de los nuevos dirigentes de Kiev habla con elocuencia la conversación filtrada de Timoshenko, donde afirmó: “Hay que tomar las armas y matar a los malditos rusos”. El desembarco del FMI ya empieza a notarse: 25.000 funcionarios serán despedidos, los impuestos aumentarán, así como las medidas de austeridad y los recortes sociales, que serán aprobados de inmediato, y los soldados norteamericanos y de la OTAN podrán entrar en Ucrania. 

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Ucrania es una pieza importante del tablero internacional, pero hay otras relevantes, en la compleja disputa por ámbitos de influencia. Estados Unidos, con la oportunista política exterior que está desarrollando, siempre ventajista, ha conseguido convertir, para el gran público, el golpe de Estado ucraniano en la “crisis de Crimea”, donde ha visto con impotencia el fracaso de su ambicioso propósito (no por oculto, menos evidente) de desalojar a la Armada rusa de Sebastopol, privándola así de buena parte de su capacidad de maniobra y dificultando su salida al mar Mediterráneo.

Las tensas relaciones de Washington con Moscú no excluyen la negociación, y la posibilidad de acuerdos en otros escenarios. Así, en Afganistán, la retirada de las fuerzas norteamericanas, tras más de una década de ocupación, donde deja un país destruido, que puede derivar en una situación fuera de control, en el aumento de la inestabilidad en el país y en buena parte de Asia central. Las elecciones presidenciales del 5 de abril de 2014 no cambiarán en esencia los riesgos que enfrenta el país: la retirada norteamericana, tras el acuerdo sobre seguridad alcanzado por Karzai y Estados Unidos, no garantiza el inicio de una posguerra pacífica: ni todos los talibán están de acuerdo en negociar con Karzai, ni las fuerzas entrenadas por Washington, que se harán cargo de la seguridad en el país, pueden asegurar el control sobre todo el territorio. Karzai busca garantías norteamericanas para evitar el vértigo del inicio de nuevos enfrentamientos abiertos con los islamistas; a su vez, Washington pretende mantener un gobierno cliente (aunque Karzai persigue sus propios fines, y está presionado por la situación interna) que salvaguarde sus intereses, y los talibán no renuncian a recobrar el poder. La hipótesis de negociaciones de paz entre el gobierno de Karzai y los talibán para un reparto del gobierno y del territorio no puede descartarse. Rusia y China temen una mayor desestabilización del territorio y la expansión del islamismo radical. Estados Unidos que desempeñó el papel de aprendiz de brujo impulsando el fanatismo islamista, se niega a asumir responsabilidades.

En Siria, donde la guerra civil ha destruido buena parte del país, Washington busca el derrocamiento de Bachar el-Asad, la ruptura de la alianza sirio-iraní, que influye en Iraq, Líbano y en minorías de Oriente Medio, y la rendición del último aliado de Moscú en la zona. También aquí Estados Unidos utilizó el recurso a la financiación de grupos terroristas, que se añadieron a las iniciales protestas pacíficas, que eran en esencia una mezcla de demandas cívicas y económicas y de grupos dirigidos y financiados por los servicios secretos occidentales. La transformación de limitadas protestas pacíficas en grupos armados e insurgentes financiados desde el exterior (Arabia, Qatar, Estados Unidos), y entrenados en Turquía, Arabia y Jordania, culminó en la sangrienta guerra civil de la que tampoco Washington se hace responsable.

La posibilidad de una intervención directa norteamericana todavía no puede descartarse. De hecho, Estados Unidos (conjuntamente con Francia) estuvo a punto de atacar a Siria en el verano de 2013, ataque que se detuvo gracias a la habilidad diplomática rusa y a la apertura de un escenario de negociaciones en Ginebra que, pese a su incierto futuro, Washington no podía ignorar. La destrucción del arsenal químico sirio, aceptada por Damasco, y la ronda de conversaciones en Ginebra, ha ido acompañada por el retroceso de las fuerzas islamistas y del conglomerado apoyado por Occidente y por algunos países árabes. El ejército sirio está empezando a controlar la situación, aunque nada es irreversible: Bachar el-Asad se enfrenta a grupos fanatizados de islamistas, y Estados Unidos no renuncia a su derrocamiento o, al menos, a su retirada pactada.

Irán concentra buena parte de las preocupaciones de Washington. Las negociaciones abiertas con Teherán, que han hecho aflorar diferencias entre Estados Unidos, por una parte, e Israel y Arabia, por otra, dependen de la evolución de la guerra civil en Siria, de la definición de objetivos por parte de Washington (con criterios divergentes entre el Pentágono y el Departamento de Estado), de los equilibrios internos entre Alí Jamenei y Hasán Rouhaní, y de la actitud de Rusia y China. Sin duda, Moscú, que mantiene buenas relaciones con Teherán, va a tener en cuenta la oportunista política norteamericana, que, en Ucrania, ha prescindido por completo de los intereses rusos. Al mismo tiempo, Arabia, discreto y poderoso actor regional, sigue dolida por el abandono de Estados Unidos a Mubarak: la revuelta egipcia cogió por sorpresa a Washington, que no dudó en distanciarse del dictador a quién había apoyado durante años… para tomar posiciones en el nuevo escenario: lo ha conseguido, y la previsible llegada al poder del general Abdul Fatah al-Sisi recompone su influencia en Egipto. Arabia desconfía de los resultados de unas negociaciones inciertas con Irán, y mantiene su rechazo a la emergencia iraní en la zona, rasgo que le acerca a Israel, cuya atención sigue centrada en la opresión del pueblo palestino y en la contención de Teherán.

En Iraq, la ocupación militar norteamericana y la guerra y destrucción del país han causado más de un millón y medio de muertos, y millones de refugiados. Los Estados Unidos utilizaron armamento prohibido: desde el agente naranja hasta el uranio empobrecido, violando las convenciones internacionales. El gobierno impuesto de al-Maliki continúa las prácticas norteamericanas de bombardeos sobre la población civil, pero la situación, con constantes protestas populares, es volátil, y una de las paradojas de una década de ocupación militar norteamericana es el reforzamiento de la influencia iraní en el país. En todo ese gran arco que va desde Afganistán hasta Siria, pasando por Irán e Iraq, Estados Unidos necesita de la buena voluntad de Moscú, y de su colaboración en el tránsito de tropas y de material de guerra, como ilustra las facilidades dadas por el gobierno ruso a la OTAN en Uliánovsk, cercana al Kazajastán.

China, otro de los protagonistas relevantes, ha mantenido una discreta posición ante la crisis ucraniana, preocupada por la intromisión norteamericana en los asuntos internos de otros países, pero también por la aparición de nuevas fronteras, con las secuelas de enfrentamientos e inestabilidad internacional, que quiere evitar a toda costa, aunque ello no impida que dibuje sus propias líneas rojas. Washington intenta detener el fortalecimiento chino, y diseña un nuevo equilibrio en la gran región de Asia-Pacífico que, a la fuerza ahorcan, no puede ignorar a China. La política de Washington pasa por fortalecer su alianza con Japón, Corea del Sur y Filipinas, mientras prosigue su estrategia, no por cautelosa menos decidida, de aproximación a la India, Birmania y Vietnam, con el objetivo de atraerlos a un frente antichino, y mientras presiona en la península coreana con sucesivas pruebas militares conjuntas con Seúl que no contribuyen a la estabilidad y aumentan la incertidumbre. Sin embargo, sus aliados tienen su propia agenda e intereses: incluso el dócil Japón afila su nacionalismo, provoca a China en Yasukuni, y apuesta por el reforzamiento de su ejército y por una reforma constitucional que cerraría el período abierto con el final de la Segunda Guerra Mundial. Washington sostiene a Japón, pero controla sus movimientos porque le preocupa la posibilidad de que una poco calculada apuesta japonesa dañe su planificación estratégica y sus intereses en Asia, mientras refuerza su dispositivo militar en la zona, y maniobra para que el dólar continúe manteniendo su función de moneda de reserva y de intercambio internacional ante el fortalecimiento económico del Asia oriental y de la moneda china.

América Latina sigue siendo un escenario secundario para las grandes potencias, aunque del éxito definitivo de la revolución bolivariana en Venezuela se desprenderían muchas consecuencias para el resto del continente y para el mundo. En Venezuela, de manera semejante a como ha hecho en Ucrania, Estados Unidos impulsa una política de acoso contra el gobierno de Maduro, y tiene diversas agencias colaborando con la oposición venezolana: la USAID, la CIA, la NSA, o la NED, National Endowment for Democracy. Washington ya colaboró en el golpe de Estado de 2002, cuando, tras la detención de Chávez, pretendieron imponer al efímero Carmona. Ahora, no sólo lo hace financiando campañas, sino asesorando a la oposición, impulsando una controlada estrategia de tensión en las calles y de estímulo de rebelión entre los militares, donde Maduro no tiene la misma influencia que tuvo Chávez. Una vertiente de la estrategia de acoso es la desinformación, ofreciendo a través de su potente prensa y del dominio de la agenda política internacional una visión distorsionada del país, que presenta como una dictadura pese a que el chavismo ha ganado de manera limpia todas las elecciones convocadas en la última década. La política norteamericana opera sobre una parte de la población que rechaza la revolución bolivariana, al tiempo que la escalada de violencia en el país favorece la presentación internacional de un cuadro de crisis aguda y estimula a los sectores que, frente a las victorias electorales chavistas, especulan con un golpe de Estado capaz de desalojar a Maduro del gobierno. Estados Unidos persigue la desarticulación del eje latinoamericano trenzado alrededor de Cuba y Venezuela, apuesta por estimular las protestas civiles en esos países, profundizar el desabastecimiento de productos alimenticios y de primera necesidad gracias a su colaboración con sectores empresariales ligados a la oposición derechista venezolana, con la intención de agudizar la crisis, en un escenario donde ni siquiera se descarta la hipótesis de un golpe de fuerza. Los objetivos son tres: la destrucción de la revolución bolivariana, una nueva derrota de la izquierda latinoamericana articulada en torno al eje Caracas-La Habana, y el control del petróleo venezolano. Bolivia tiene una importancia marginal en el escenario estratégico americano, aunque, junto a Ecuador y Nicaragua, aliados de Cuba y Venezuela, también entran en la planificación desestabilizadora de Washington.

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Tras el fracaso de las aventuras militares en Afganistán e Iraq, que no han resuelto ninguno de los problemas de la zona (ni el terrorismo, ni el narcotráfico, ni la inestabilidad política y militar, ni han hecho avanzar la libertad, los derechos de la mujer o las instituciones democráticas, como tantas veces proclamaron los publicistas norteamericanos), el gobierno estadounidense ha decidido utilizar con mayor mesura sus fuerzas militares, aunque sin renunciar a ello, e impulsar sus objetivos políticos con otros medios: presiones diplomáticas, chantajes de Estado, acción de mercenarios, provocaciones, golpes de Estado. Para conseguir sus fines, el gobierno norteamericano no tiene el menor inconveniente en mentir. Incluso el propio Obama mintió cuando, durante su visita a Bruselas a finales de marzo de 2014, afirmó que Kosovo había adquirido la independencia a través de un referéndum supuestamente acordado entre los países interesados y la ONU; referéndum que nunca tuvo lugar, puesto que la secesión de la provincia serbia fue debida a una proclamación unilateral del gobierno y del parlamento kosovar, precedida por los bombardeos de la OTAN sobre los restos de Yugoslavia, sin autorización de la ONU.

La retórica libertaria de Washington esconde una acción que no por conocida es menos peligrosa para la paz y la estabilidad internacional. La utilización de drones para realizar asesinatos selectivos y bombardeos sobre la población civil, el recurso al espionaje, las escuchas ilegales, la financiación de grupos armados que puedan favorecer sus intereses, dentro de una concepción de “guerra no convencional”, preside muchos de los planteamientos del Pentágono y de la Casa Blanca. Sus fuerzas de operaciones especiales, y sus grupos de comandos, van a continuar siendo instrumento de la política exterior norteamericana, como muestra la actividad del United States Special Operations Command, comando de operaciones especiales, con base en Florida, que actúa en diferentes partes del mundo. No deja de ser peculiar que un país, como Estados Unidos, que mantiene un campo de concentración ilegal como Guantánamo, que organizó una red militar clandestina para el secuestro de personas en distintos países del mundo, que impulsó la creación de cárceles secretas en países como Polonia, Rumania, Letonia, República Checa, Egipto, Argelia, Thailandia, Afganistán, Pakistán, Libia, Marruecos, en connivencia con los gobiernos de esos países; que entregó a prisioneros a otros países para que fueran interrogados y torturados; un país que cuenta con una kill list secreta, que firma el presidente Obama, para ejecutar a personas en cualquier lugar del planeta sin ningún control judicial; un país que ha organizado una red de espionaje mundial, revelada por Snowden, que lesiona las leyes internacionales y los derechos humanos, y que violó la resolución de la ONU sobre Libia para asesinar a Gadafi, como antes invadió Afganistán e Iraq; que un país así se adjudique la condición de severo juez planetario sobre la libertad y los comportamientos democráticos, es, cuando menos, sorprendente.

En el complejo escenario internacional, no pueden descartarse acuerdos parciales, presididos por los objetivos a largo plazo. Así, Washington, sin renunciar a utilizar todos sus recursos, va a continuar con su acercamiento a Irán, aunque eso dañe sus relaciones con Israel y Arabia; quiere llegar a compromisos en Siria, sin ceder en su exigencia de la salida de Bachar al-Asad, y va a continuar impasible ante el sufrimiento palestino, sin aumentar su presión sobre Tel-Aviv y sin lanzar una seria apuesta por la creación de dos Estados en las fronteras de la Palestina histórica. Estados Unidos está dispuesto a llegar a un acuerdo diplomático en Ucrania, aceptando la incorporación de Crimea a Rusia, pero sin renunciar a la expansión de la OTAN, para conseguir a medio plazo el acercamiento de Kiev a la Unión Europea y la ruptura definitiva de sus lazos con Moscú, sin transigir con la federalización del país ni con el respeto de los intereses rusos. En Venezuela, por el contrario, Estados Unidos va a continuar impulsando una agresiva política que sólo tiene un objetivo: el derrocamiento del chavismo y la derrota de la revolución bolivariana, mientras observa los movimientos de Raúl Castro y las nuevas opciones abiertas por el gobierno cubano, consciente del fracaso de su vieja política de bloqueo.

La crisis ucraniana no fue iniciada por Moscú. Ahora, el gobierno golpista ucraniano, Estados Unidos y la Unión Europea no quieren ni oír hablar de la creación de una comisión internacional que investigue los asesinatos a manos de los francotiradores de Kiev. Así, si los matones nazis pueden desfilar impunemente por Kiev y otras ciudades ucranianas, no extraña tampoco que veteranos nazis de las Waffen-SS desfilen en Riga, amparados por ministros del gobierno letón, como hicieron a mediados de marzo de 2014. La responsabilidad de la Unión Europea y de Estados Unidos en haber hecho posible la llegada de ministros abiertamente fascistas al gobierno de un país europeo es evidente, como en haber facilitado cobertura diplomática y apoyo posterior a un gobierno golpista, pero ni las denuncias periodísticas ni el recurso a las instancias internacionales va a hacer que Washington renuncie a la utilización de compañías de mercenarios, grupos terroristas y golpes de Estado patrocinados por “movimientos democráticos”. La retórica norteamericana y europea sobre la libertad y la democracia son apenas una trampa para incautos, por mucho que sea, también, una digna y justa aspiración para la mayoría de la humanidad. La política internacional no se explica con teorías de la conspiración, sino con brutales intereses nacionales, que, a veces, se defienden con mercenarios y golpistas. Washington tiene entre sus objetivos la ampliación militar de la OTAN hacia el Este, el control de los flujos de hidrocarburos y la búsqueda de mercados y oportunidades de negocio para sus multinacionales, sin olvidar que no ha renunciado a la partición de la propia Rusia. De Ucrania a Venezuela, los mercenarios preparan recursos y arsenales, y el Departamento de Estado mueve piezas sobre el tablero.