Aunque para los organismos financieros internacionales, la crisis mundial se aleja, señalan un nuevo peligro: la “guerra de divisas o carrera de devaluaciones competitivas”. Una competición en la que se juegan las hegemonías y las correlaciones de fuerzas regionales y mundiales. Así lo entienden Japón, EE UU, Suiza, Reino Unido y, con un papel más discreto, la Unión Europea y China. Aportamos un análisis.
Isidro López. Diagonal
El pasado 7 de abril, el Ban¬co Cen¬tral de Japón lanzó una de las mayores inyecciones monetarias que se recuerdan en la historia económica reciente. Nada menos que un 30% del PIB de Japón se va a lanzar a la esfera de la circulación monetaria en los próximos dos años. Esta medida se suma a ya casi tres años de intervención monetaria de la Reserva Federal de EE UU (la Fed) en el mismo sentido: lanzar inyecciones masivas de liquidez que contrarresten, por la vía de la abundancia de dinero, lo que estas instituciones leen como una tendencia deflacionista. Por supuesto, y de entrada, estas intervenciones chocan frontalmente con lo que ha sido, al menos sobre el papel, la ortodoxia dominante de los bancos centrales durante los 30 años de ciclo neoliberal, el monetarismo, que precisamente se hizo fuerte institucionalmente dando instrucciones muy sencillas a los banqueros centrales: controlar la inflación mediante restricciones de la oferta de dinero. Por supuesto, los sectores liberales doctrinarios han puesto el grito en el cielo porque estas medidas impiden el ajuste y, más importante, tapan, momentáneamente, los nichos de beneficio dependientes de los intereses de los bonos soberanos de deuda, incluidos los de deuda española.
Hasta cierto punto tienen razón, pero resulta que, a diferencia de lo que sucede con una institución enteramente neoliberal como el BCE, tanto la Fed como el Banco Central de Japón son instituciones mucho más sensibles a las corrientes democráticas de fondo, y mucho más poderosas en la escena geopolítica, y si tienen que poner la paz social en sus países por encima de la ortodoxia monetarista, lo harán. Si tienen que disponer enormes sumas para rescatar a sus bancos, lo harán también.
Una vez puestas en marcha estas políticas expansivas, la pregunta fundamental es si van a ser lo suficientemente profundas como para generar un nuevo ciclo de crecimiento global, o si simplemente van a alargar una nueva irrupción de los problemas estructurales que subyacen al ciclo financiero. Desde luego, si nos tenemos que fiar de los resultados de dos años de políticas expansivas de la Fed, hay que dudar mucho de que los medios monetarios sean capaces, por sí mismos, de generar el grado de actividad económica que necesita la recuperación. Por el momento, lo que han logrado los estímulos es relanzar un miniciclo de crecimiento en las bolsas y mantener en torno al 0-1% los niveles de crecimiento en los EE UU. Es decir, cambiar la recesión por estancamiento. Los problemas que arrastra el capitalismo global desde la crisis de los ‘70 –exceso de capacidad productiva y de competencia, debilidad de la rentabilidad industrial, debilidad de la demanda–, y que volvieron a emerger con toda fuerza después de 2007 con el desplome de la ‘solución financiera’ post-burbuja tecnológica de 2001, son demasiado profundos como para resolverse con una inyección monetaria, por potente que sea. En realidad estas líneas políticas vuelven a mostrarnos que las potentes instituciones económicas diseñadas a lo largo del siglo XX tienen la suficiente fuerza como para contener los perfiles más fulminantes de la depresión. Pero también nos muestran que tanto su sumisión última a las caóticas y depredatorias dinámicas de la financiarización, como el altísimo grado de integración de los polos geográficos de la economía global, les impiden la composición de un ciclo de crecimiento ‘desde arriba’. Una vez más, como sucede en la escala nacional, vemos que la única manera de romper el largo impasse es un cambio político profundo, también a nivel global, en esa estructura de poder financiero a la que llamamos neo¬liberalismo.
De hecho, es bastante posible que la intención de los responsables de estas medidas no sea tanto abrir un ciclo de crecimiento, algo impensable sin una destrucción de capital coordinada a nivel global, como, siguiendo las grandes líneas de la geopolítica de la financiarización, redistribuir espacialmente los costes de la crisis. En este sentido, la agresividad de la decisión japonesa no es comprensible sin tener en cuenta que su intención es devaluar competitivamente el yen para relanzar las exportaciones en un envite a EE UU, pero también a China y a Corea del Sur.
Hay que tener en cuenta que para EE UU, la devaluación del dólar es siempre un dilema: por un lado, relanza las exportaciones, pero, por otro, siempre se arriesga a que parte de la descomunal masa de liquidez que captan los activos financieros denominados en dólares salga buscando otros productos financieros más rentables. Hay que recordar que el dominio americano de estos flujos y su centralización en Wall Street, y su sucursal en Londres, son la fuente principal del dominio americano de la financiarización. También conviene recordar que la última bajada significativa del dólar en el periodo 2007/2009 provocó la salida de flujos de capital financiero a corto plazo hacia los mercados de derivados en petróleo y alimentos, lo que, a su vez, provocó que Europa tuviera que subir tipos de interés y trasladar la crisis al continente, donde, al encontrar Alemania su posición dominante en ese modelo de obtención de beneficios al que llamamos “crisis del euro”, se ha quedado estancada.
Por lo que a nosotros toca, estos posicionamientos globales pueden abrir una nueva fase de la crisis en los países del sur de Europa. La apertura de un nuevo ciclo bursátil mediante las medidas expansivas ha aliviado la presión sobre los mercados de deuda, al producir una fuente alternativa de beneficios financieros. Esto significa que las primas de riesgo, tanto de España como de Italia, se han relajado significativamente. Y aunque el peso de la deuda pendiente es lo bastante grande como para ser determinante en la política de los próximos meses, Bruselas-Berlín va a tener que sacar adelante sus programas de austeridad, recortes y privatizaciones sin el instrumento disciplinario de la prima de riesgo.
En esta situación, y siempre teniendo en cuenta que en ausencia de ciclos significativos de crecimiento pueden volver los ataques a las primas en cualquier momento, los gobiernos del Sur van a intentar retrasar, nunca revertir, el programa económico de Berlín, que, por otro lado, y salvo giro político inesperado, va a intentar redoblar su política de descarga de costes de la crisis sobre los países del Sur.
Y es que, en este nuevo contexto económico, las consecuencias de sus decisiones políticas no dejan de volverse sobre Alemania, que ya se ha opuesto con todas sus fuerzas a las políticas japonesas, al secado progresivo de sus mercados del sur de Europa por culpa de la austeridad, a una crisis bancaria propia siempre alargada y a una limitación voluntaria y miope de las funciones del BCE. A lo que hay que sumarle una revalorización del euro frente a dólar y yen que daña aún más las exportaciones germanas. La solución que le queda a Ale¬mania para desplazar a futuro una crisis social interna cada vez más cercana es que su Estado siga financiándose comparativamente barato, y para eso es necesario que el sur de Europa se financie caro. Frente a esto, sólo una rebelión contra el Gobierno alemán y sus aliados en las finanzas puede poner a Europa en la vía de la recuperación.