LAS RAÍCES IDEOLÓGICAS BURGUESAS DEL CIUDADANISMO

Marcelo D. Cornejo Vilches. Kaosenlared.net

Fue Alfred Marshall quién en 1873 en su obra “El futuro de la clase obrera” planteó las bases de la vasta literatura en la que se funda el actual sustrato ideológico “ciudadanista” tan de moda en algunas regiones del planeta.

Sin embargo, es necesario recordar previamente que Alfred Marshall es parte principal de aquel movimiento teórico desatado por la burguesía decimonónica inglesa, contemporánea de Marx, la que se vio bastante complicada por el ascenso teórico y político del movimiento obrero, por lo que comenzó a buscar nuevos explicaciones para los problemas económicos poniendo proa a una singular campaña de silenciamiento y persecución de la teoría valor-trabajo y de la explotación capitalista para, de este modo, generar las condiciones de incorporación de los trabajadores al sistema político en un marco de progresiva participación en el consumo masivo que suponía la fe en el crecimiento del mercado capitalista. Si la Iglesia Católica había proscrito las teorías de Copérnico y había condenado a muerte a Galileo, la burguesía acometía similar crimen contra la teoría del valor y de Marx.

En esta perspectiva, aparecieron una serie de obras, entre las que destaca “Principios de Economía” (Alfred Marshall, Inglaterra 1890). El principal argumento de este libro se sintetiza en la idea de que todo comportamiento humano está presidido por el deseo de maximizar el placer obtenido de las cosas. Sería ocioso nombrar a la totalidad de teóricos que trabajaron tras este juicio, pero esencialmente todos convergieron en las siguientes conclusiones: a) La economía debía calcular matemáticamente la relación psicológica entre el hombre y las cosas. De esta manera se desarrolla el concepto de utilidad marginal. b) La sociedad se compone de individuos egoístas que buscan aumentar el placer que generan los bienes y maximizar sus ingresos monetarios. c) La economía deja de estudiar la producción y distribución desde el punto de vista de las relaciones sociales (hombre-hombre) y pasa a ocuparse del estudio de las relaciones entre hombre-cosa. Es decir, comienza a estudiar la actitud del hombre con necesidades ilimitadas frente a la ley de la escasez. Con esto desaparece el concepto de economía política y pasa a llamarse simplemente economía. En consecuencia, la ciencia económica pasa a estar presente en todos los dominios de la vida humana en tanto los hombres deban jerarquizar fines en un plano de necesidades ilimitadas y medios siempre escasos.

Pero además, Marshall subrayó la necesidad de contar con un fuerte sistema educacional cuyo fin último era dotar a los individuos de la suficiente capacidad analítica para discriminar y rastrear la información sobre los precios. Si se conoce la información, el individuo elige bien y el mercado funciona de manera óptima. El principal mecanismo de medición de precios es el dinero, sostenía A. Marshall, que “es con mucho una medición de motivos tan inmejorable que ninguna otra puede competir con ella”. Este principio económico extrapolado al ámbito político describe a una clase obrera camino hacia la desaparición frente al robustecimiento y profundización de la educación. La clase obrera terminaría convirtiéndose en una clase de caballeros que con mayor educación reclamarían su ciudadanía y participación en la toma de decisiones públicas.

El idealista y aristocrático Marshall afirmaba que los obreros se caracterizaban por soportar una carga de trabajo pesada y excesiva. A su juicio, los trabajadores están desarrollando “cada vez más una independencia y un respeto hacia sí mismos, y, con ello, un respeto cortés hacia los demás; están aceptando cada vez más los deberes privados y públicos de un ciudadano”. Agregaba que, “Cuando el avance técnico ha reducido el trabajo pesado a un mínimo y este mínimo se reparte en pequeñas proporciones entre todos, entonces, en tanto en cuanto las clases obreras son hombres que tienen que hacer ese trabajo excesivo, las clases obreras habrán desaparecido”.

La discusión sobre la ciudadanización quedó planteada en esos términos hasta que medio siglo más tarde otro Marshall, esta vez Thomas Humphrey Marshall, catedrático y director del Departamento de Ciencias Sociales en la London School of Economics, precisaría la relación entre economía y política iniciada por Alfred. Su magistral y fundacional Conferencia “Ciudadanía y Clase Social”, está construida en un contexto de épicas luchas por dotar a la sociología de estatus científico y académico dentro de las ciencias sociales. Su problemática derivaba de las aportaciones de Alfred Marshall y su método para entender la economía: la combinación de modelos matemáticos y la psicología.

Este destacado sociólogo inglés le respondía a Alfred en 1949 que “A riesgo de parecer un sociólogo típico, comenzaré proponiendo una división de la ciudadanía en tres partes, pero el análisis no lo impone, en este caso, la lógica, sino la historia. Llamaré a cada una de estas tres partes o elementos, civil, política y social. El elemento civil se compone de los derechos necesarios para la libertad individual: libertad de la persona, de expresión, de pensamiento y religión, derecho a la propiedad y a establecer contratos válidos y derecho a la justicia. Éste último es de índole distinta a los restantes, porque se trata del derecho a defender y hacer valer el conjunto de los derechos de una persona en igualdad con las demás, mediante los debidos procedimientos legales. Esto nos enseña que las instituciones directamente relacionadas con los derechos civiles son los tribunales de justicia. Por elemento político entiendo el derecho a participar en el ejercicio del poder político como miembro de un cuerpo investido de autoridad política, o como elector de sus miembros. Las instituciones correspondientes son el parlamento y las juntas del gobierno local. El elemento social abarca todo el espectro, desde el derecho hasta la seguridad y a un mínimo bienestar económico al de compartir plenamente la herencia social y vivir la vida de un ser civilizado conforme a los estándares predominantes en la sociedad. Las instituciones directamente relacionadas son, en este caso, el sistema educativo y los servicios sociales.”(1)

En consecuencia para T.H. Marshall el concepto de ciudadanía tiene, por tanto, tres componentes: el civil, el político y el social. Los derechos civiles surgieron con el nacimiento de la burguesía, durante el siglo XVIII, en su lucha contra los privilegios de la aristocracia, y se fraguaron alrededor de la propiedad privada, la igualdad ante la ley, la libertad de comercio y de expresión. Los derechos políticos se alcanzaron a lo largo del siglo XIX con el acceso paulatino al sufragio universal, que reflejó en buena medida las reivindicaciones de la clase trabajadora, y por último, los derechos sociales a la educación, el trabajo, la salud y las pensiones se han ido adquiriendo a lo largo del siglo XX con el desarrollo del Estado de bienestar y la conquista de las reivindicaciones sociales.

Por consiguiente, la extensión de los derechos de ciudadanía reduce ciertas desigualdades sociales, especialmente las que van unidas al mercado, de tal manera que la posesión de la propiedad ya no es el determinante de su renta real. Esta se ve notablemente modificada por la redistribución de bienes y servicios a través del Estado. Los efectos de esa política darían pie a nuevas formas de consenso y cooperación social en una sociedad caracterizada por la división de clases y la economía de libre mercado.

Por eso, la teoría de la ciudadanía pone un énfasis especial en la igualdad, subrayando la importancia y el respeto a la dignidad humana más que a la igualdad material. Es partidaria y apoya la democracia y trata de extender el principio de la participación de los ciudadanos en todas las esferas de la vida pública y sobre todo en el mundo del trabajo. En este sentido, el Estado es considerado como un instrumento de armonía social, puesto que todos formamos parte de él y debe estar comprometido con nuestro bienestar.

Sin embargo, detrás de este corpus teórico está el “socialismo Fabiano” o “socialismo ético”, concepción ideológica caracterizada por: a) Un compromiso claro con los principios de libertad, igualdad y fraternidad, y la fe en el poder de las virtudes morales para perfeccionar a las personas y ennoblecer a las naciones. b) Sus representantes luchan por la igualdad de las condiciones sociales como fundamento del progreso y del respeto a la persona humana, base del desarrollo de los derechos del individuo, tanto civiles como políticos. c) Su sentido de la historia, su teoría de la personalidad y de la sociedad sitúan la motivación moral como el móvil principal de la conducta personal y de la organización social, pero son contrarios tanto al determinismo evolucionista liberal como al historicismo, porque los seres humanos son libres en cualquier circunstancia para forjar su propia historia, por tanto ni el socialismo es inevitable ni las conquistas sociales y políticas que se han alcanzado hasta hoy son irreversibles. Por eso consideran el proceso histórico como una lucha continua para alcanzar el desarrollo de sus principios morales. (Aquí enlaza con el relativismo cultural). En definitiva el socialismo Fabiano se propone avanzar en la aplicación de los principios del socialismo utópico mediante reformas graduales. En este sentido el socialismo deja de ser un movimiento revolucionario, para convertirse en “una etapa” en el desarrollo y la evolución tranquila y pacífica de las instituciones existentes. Por esta razón, los fabianos son partidarios de la propiedad pública de los medios de producción para acabar con el desorden económico y los abusos provocados por el capitalismo. También desean la extensión de la sanidad y la educación gratuita para todos los ciudadanos, así como la regulación detallada de las condiciones de trabajo para acabar con la lacra de la explotación infantil y los accidentes de trabajo.

¿Por qué es importante recordar los antecedentes teóricos del concepto “ciudadanía”?
En la actual coyuntura de lucha ideológica y de clases sociales es fundamental poner las cosas en su lugar.

Uno de los ejes de ofensiva teórica e ideológica de la burguesía en la sociedad dice relación con el concepto ciudadanía y ciudadanización de la política a contrapelo de la comprensión de la historia y la sociedad en perspectiva de lucha de clases. En este sentido, la ciudadanía vendría a ser un valor esencialmente democrático que trasciende las diferencias sociales y que “integra” a partir de “la diversidad”. Una “ciudadanía movilizada” puede forzar sin mayor costo social y sin violencia a los dueños del poder para conceder mayores espacios de participación y libertad. Tal como nos planteaba Alfred Marshall, para los “ciudadanistas” la clase obrera se ha ido diluyendo con el progreso cultural y tecnológico, perdiendo su sitial como gestor y motor de la historia universal. El ciudadanismo ha ido tomando diversos rótulos y formas, entre los más “de moda” ha estado el “movimiento de los indignados”, “los Foros Sociales”, “la sociedad civil”, “las multitudes”, “las ONGs”, “las clases medias”. Estos grupos auto organizados en lo local son la fuerza motriz que dirige la emancipación de la sociedad adaptándola de este modo a la lógica democrática. Se evita así el enfrentamiento directo con los centros de poder y sus fuerzas materiales y subjetivas. En consecuencia, los asambleístas y ciudadanos descubren que la política y la potencia del cambio social están en las calles, en los barrios, en la iniciativa popular, en las cooperativas y centros culturales.

Pero, al escarbar un poco más en la teoría ciudadanista nos encontramos con los preceptos básicos de la “economía moral”, sustancia básica de todo el discurso que pone como principal agente de cambio histórico al “ciudadano”. Este concepto fue elaborado por el historiador británico E.P.Thomson que a su vez es referencia fundamental de historiadores que actualmente sustentan la teoría ciudadanista como Gabriel Salazar. La “economía moral” es la base explicativa del comportamiento social frente a los problemas económicos e históricos tales como la inflación, el estancamiento, la cesantía. De aquí derivan las exigencias por “el derecho al trabajo”, “el salario ético”, “sueldos justos”, “precios justos”. Su entelequia reside en la equidad y justicia conseguidas por comunidades cuyos principios de cooperación mutua y subsistencia priman sobre la búsqueda individual de ventajas materiales. No se busca el beneficio a cualquier precio. En esta economía moral es esencial la “transparencia” conseguida con información oportuna y cualificada que, los individuos y comunidades, usan para escoger y elegir “el bien o el servicio” con menor impacto posible en las tradiciones, culturas, medio ambiente, etc. De este modo, tanto la independencia individual como la atomización local comunitaria en pequeños grupos, son objetivos a conseguir por sobre cualquier consideración colectivista que implique “alterar” las particularidades de cada individuo o comunidad. Por ejemplo, no se persigue apoyar proyectos sociales y políticos macros, tampoco se busca transformar la estructura social global, ni menos aún se busca la instalación o construcción de proyectos de desarrollo con carácter de clase, aún cuando estos persigan un aparente beneficio o bienestar colectivo. La “multitud”, ese gran espectro de individuos y comunidades locales carentes de esas pesadas cargas orgánicas y políticas propias de “los antiguos movimientos populares”, o “los antiguos movimientos obreros”, viene a reemplazar conceptualmente a la “antigua lucha de clases”, diluyendo y superando la heterogeneidad y desarticulación orgánica propias de aquellas individuos y comunidades que se rebelan o amotinan en defensa de la subsistencia o su nicho ecológico.

A este moralismo se le debe asociar también el “maltusianismo”, incluso cierto “catastrofismo milenario”, toda vez que es un mito arraigado en los círculos ciudadanistas y ecologistas, una supuesta progresión geométrica en el ritmo de crecimiento de la población en contraste y tensión con el aumento aritmético de los recursos para su supervivencia. Por esta razón, el nacimiento de nuevos seres humanos aumentaría la pauperización gradual de la especie humana e incluso podría provocar su extinción y catástrofe. A partir de aquí se deriva también la idea de construir “una economía solidaria” mediante la caridad y ayuda a los pobres “carentes de recursos”.
En esta misma línea debe asociarse también “el desarrollo sustentable” y “el capitalismo verde”, toda vez que el capital requiere ajustar mecanismos que aminoren el impacto degradador en los ecosistemas. De este modo, la necesidad de garantizar la acumulación y reproducción del capital a futuro, exige que el mercado enfrente la crisis ambiental creando ramas de producción y patrones de consumo “verdes y limpios”, todo lo cual permite dar una salida viable o “sustentable” a la crisis ambiental y energética en los marcos tradicionales del capitalismo. Todo esto por cierto, sin necesidad de recurrir a una profunda transformación en las relaciones sociales y de producción así como de las estructuras económicas. En este sentido este “capital sustentable” es un concepto de riqueza propio de la post modernidad que se propone un uso sostenible y racional de la naturaleza y el medio ambiente. De esta manera, por ejemplo, la actual crisis alimentaria es explicada por el excesivo consumo de algunos grupos humanos en detrimento de otros que se reproducen más aceleradamente. En esta concepción no se vislumbra como problema fundamental las leyes internas de la reproducción y ampliación de la acumulación del capital que destina una mayor proporción de medios de producción y mercancías a ramas que aseguran mayores cuotas de plusvalía y tasas de ganancia en detrimento de la satisfacción de necesidades sociales globales.

Pero, el moralismo económico de los ciudadanistas se ve robustecido con la antropología social en tanto se consagre como silogismo el conocimiento social obtenido por medio del rescate a las especificidades y particularidades antes ignoradas como hojarasca por el modernismo vanguardista, tales como las costumbres, relaciones parentales, medios de alimentación, salubridad, mitos, creencias y relaciones de los grupos humanos con el ecosistema. La búsqueda de lo particular previamente desechado por las estructuras omnipresentes será una de las cualidades que tanto florecimiento tendrá en la constelación post modernista.

Si combinamos las ideas anteriores con el post modernismo, pronto entenderemos nítidamente por qué el ciudadanismo es un subproducto ideológico esencialmente burgués. Y esto es así porque el post modernismo declara fracasados todos los proyectos históricos de emancipación global simplemente porque es imposible lograr la revolución. Bajo distintas condiciones históricas, todas las revoluciones o intentos revolucionarios fracasaron, nos interpelan los post modernistas. En consecuencia, desaparece todo compromiso con los grandes proyectos políticos. Los grandes relatos se hunden, las “vanguardias fracasadas y derrotadas” ya no pueden seguir tutelando a los “sujetos sociales de carne y hueso”. Se termina así con una de las facetas del modernismo a saber, el verticalismo histórico. Emergen así la hibridación, la cultura popular, el descentramiento de la autoridad intelectual y científica, la desconfianza ante lo colectivo, la deslocalización comunitaria, la desconexión social, la virulencia de lo particular sobre lo general, el autoconocimiento por sobre el conocimiento colectivo.

Este marco ideológico sirve para el predominio del “relativismo cultural”, aquella actitud o análisis que se esfuerza por comprender la realidad a partir de las particularidades propias y profundas que cada cultura tiene. En este sentido, todos los puntos de vistas son válidos porque no existe un patrón moral o cultural superior a otro, pues los valores están determinados por el medio social y geográfico concreto en que surgen. Se combate así “el universalismo” al que tiende el modernismo y todos sus proyectos históricos globales asociados, incluyendo a las revoluciones y sus aspiraciones “totales” y finales. De este modo, los individuos juzgan a otros grupos en relación a su propia cultura o grupo particular. Se niega de esta manera la uniformización del modernismo. Por consiguiente, el contenido de lo que significa “racional” y lo “sensato” deja de tener validez universal. Cada cultura valora de acuerdo a su propia experiencia lo que es racional o sensato. ¿Tiene alguna cabida la revolución social, la lucha de clases, la política de la vanguardia en este tipo de concepción ideológica? No, simplemente porque a este relativismo moral le es muy fácil asociarle el “nihilismo existencial” donde nada tiene un valor o significado intrínseco y donde la vida, en tanto juego, tiene como único alcance válido lo “lúdico”, el azar y el hedonismo. Por esta razón hay que “deshacerse” de todas las ideas preconcebidas para dar paso a una vida con opciones abiertas de realización, una existencia que no gire en torno a cosas inexistentes y utópicas como “la revolución”. Si se sigue por este camino, a los ciudadanos sólo les basta asumir que son ellos el poder de donde emana la soberanía para que puedan realizarse los cambios y deseos que reclaman. Esto viene a ser una posibilidad concreta, sin mayor costo social y compatible con la idea de que todo individuo puede conseguir sus propósitos con sólo desearlos. No vale la pena sacrificar la satisfacción existencial inmediata por proyectos ideológicos ya derrotados. Es mejor luchar por un petitorio de demandas concretas realizables aquí y ahora con el menor costo social posible.

Peor aún, si antes los partidos políticos cumplían el rol de conductores de los grandes movimientos de masas, hoy, bajo las concepciones deslocalizadoras y desuniversalizadoras, el vacío dejado por las vanguardias y partidos políticos es llenado por las ONGs, verdaderas vértebras de los movimientos ciudadanos. Sin embargo, las ONGs concebidas como estrategia amortiguadora de los conflictos sociales frente a las súper estructuras, que generan fuentes de trabajo e ingresos para numerosos intelectuales, profesionales y técnicos; pronto caen en lo que uno de los destacados políticos latinoamericanos aliado de las tesis ciudadanistas, el Canciller boliviano García Linera, denomina “oenegismo” o “enfermedad infantil del derechismo”. Esta descripción subraya cómo las ONG´s van absorbiendo y sistematizando una forma de pensamiento suplantadora de la sociedad, practicando una lógica prebendal de colonización de las dirigencias sociales. Al buscar suplantar el pensamiento y acción organizativa de los sectores populares, las ONGs consiguen defender diversos intereses asociados a la pequeño-burguesía, la burguesía y el imperialismo. Estas ONGs que se camuflan para servir de brazo operativo de intereses de clases específicos, usan el financiamiento obtenido “desinteresadamente” por diversas instituciones que impulsan la circulación de recursos “donados” por el capital con el fin de evitar la construcción práctica de nuevas estructuras de poder estatal antagónicas con los intereses de las burguesías y el capital.

Dada la imposibilidad de la revolución, la desaparición del universalismo totalizante, la crisis y derrota de los grandes relatos, no tiene ningún sentido plantearse el problema de los medios para realizar el cambio social. En este contexto, los largos y profusos debates en torno al papel de la violencia en la acción política o en la transformación social quedan ausentes por completo. Despareciendo de la discusión política modernista uno de los ejes centrales a saber, la revolución y el rol de la violencia, queda en la mesa instalada de manera incólume y solitaria la gran panacea del pacifismo. Dicho de otra manera, al desaparecer uno de los miembros de la ecuación, queda como válido el único sobreviviente, a saber, el pacifismo. El pacifismo como pilar sobreviviente en la vieja discusión cuando las revoluciones no eran cuestionadas, queda como única potencia alumbrando al ciudadanismo que, cándida y plácidamente, lo toma como fibra esencial de su praxis. La no violencia activa, la diplomacia, la desobediencia civil, el boicot, la objeción de conciencia, las campañas de divulgación y la educación por la paz pasan a constituir un repertorio programático recurrente en el ciudadanismo. A este respecto es necesario precisar que, si bien es cierto que los medios y métodos se valoran en función del proyecto político al que sirven, en perspectiva estratégica de lucha el problema no son los medios sino los fines a los que sirven. En este sentido, ¿a qué proyecto sirven el periodismo, la diplomacia, las campañas culturales, la objeción de conciencia, entre otras, en un ciudadanismo desvinculado de toda lógica de lucha de clases?

NOTAS Y FUENTES:

(1) MARSHALL, Th.; BOTTOMORE, T. (1998): Ciudadanía y clase social. Madrid. Alianza, p. 22-23