Por Miguel Riera. El viejo topo
No hay nada que hacer. Sólo queda resignarse o levantarse.
Se ha dicho hasta la saciedad que afrontamos una crisis global formada por la suma de diversas crisis: ambiental, económica, alimentaria, energética… Hasta el más ciego advertiría que el sistema no da más de sí, que las desigualdades aumentan de forma imparable, que el planeta se agota, que (y especialmente en España) los jóvenes tienen ante sí no ya un futuro negro, sino la negación misma de un futuro. Pero los gobiernos parecen incapaces de tomar medidas que incomoden a las transnacionales, a los capitales especulativos o al lobby político-empresarial-mediático que lo controla todo. Nos enfrentamos, pues, como dice Juan Ramón Capella unas páginas más adelante, a un déspota global que actúa implacablemente mediante tentáculos locales, y que no va a ceder un ápice en su política de trasladar rentas de los de abajo a los de arriba, del sur al norte, de oriente a occidente. Su voracidad no tiene límites.
Lo diré otra vez: sólo queda resignarse o levantarse.
Ahora le llega el turno al recurrente tema de las pensiones. Desde hace décadas se nos viene anunciando que el sistema quebrará a diez años vista. Las décadas transcurren, y el sistema de pensiones sigue gozando de buena salud. Pero, ¡ah! ya veréis dentro de diez años...
En Francia, tres cuartos de lo mismo (un momento: allí se están jubilando a los 60, y van a pasar a los 62; aquí estamos en 65, y quieren llevarla hasta los 67. ¡Cinco años de diferencia con Francia! ¿No estábamos convergiendo con Europa?). Uno no puede evitar tener la sensación de que le están tomando el pelo.
Lo diré de nuevo: sólo queda resignarse o levantarse.
Resignarse es lo que ha hecho la humanidad durante siglos, en largos periodos interrumpidos por breves periodos de alzamiento que nos han traído hasta donde estamos. Es cómodo resignarse, aunque cobarde. Sólo hay que bajar la cabeza, pensar que no hay otra salida posible, y tratar, en el peor de los casos, de situarse en lo personal al margen de riesgos innecesarios (me lo repetía mi madre, recordando su estancia en los campos de concentración franceses: no te signifiques, no protestes). En el mejor de los casos, medrar tras aceptar las reglas del juego, unirse al coro de los que alaban al sistema y a sus corifeos. Entre lo mejor y lo peor, una gama de grises inocuos.
Levantarse es más difícil.
Pero es necesario para enmendar un rumbo que nos conduce directamente al precipicio.
Empecemos por gritar. Lo han hecho los mineros castellanos y los huelguistas del 29. Pero hace falta un grito sostenido. Lo demás vendrá rodado.
Miguel Riera
El Viejo Topo / 273 octubre 2010 / 5