13 de marzo de 2017

AFGANISTÁN-PAKISTÁN: EL CENTRO DEL TERROR

Guadi Calvo. Portal Alba

Mientras que Daesh se bate en una angustiosa retirada de la ciudad iraquí de Mosul, donde se juramentaron como Estado Islámico en 2014, tras resistir el asedio a que están sometidos desde comienzo de noviembre último, por tropas del ejército iraquí, junto comandos norteamericanos, kurdos y turcos; en Siria, el Ejercito Árabe Sirio junto a la aviación rusa y comando iraníes y del Hezbollah los han despojado de importantes núcleos urbanos y al parecer la última batalla se resolverá en al-Raqa, la capital siria del grupo del Califa Ibrahim, para lo que el presidente norteamericano Donald Trump, enviará 400 infantes, abriendo una nueva arista a la compleja guerra siria, pero posiblemente se extermine territorialmente al terrorismo integrista, aunque sin duda los atentados se multiplicaran tanto en Siria como en Irak, oleada que podría extenderse a Jordania y Líbano.

En Libia, otro de los escenarios bélicos establecido por el Daesh en su guerra global, las huestes del Califa se están disolviéndose tras la pérdida de su capital Sirte, y según fuentes de inteligencia, mucho de eso combatientes pugnan por alcanzar el norte de Mali para sumarse a la nueva organización dirigida por al-Qaeda Global, Jamaat al-Nasr Islam wa al-muminin (Grupo para la victoria del Islam y de los fieles). (Ver: Sahelistán del Nilo al Atlántico).

El Daesh solo parece estar avanzado fuertemente tanto en Afganistán como en Pakistán, donde no deja de protagonizar ataques de manera continua contra cualquier tipo de objetivos.

Al igual que el Talibán, el Daesh afgano, Wilayat Khorasan saca provecho de la cada vez más tensa relación entre los dos hombres fuertes del gobierno afgano, el presidente Asharf Ghani y el presidente ejecutivo Abdullah-Abdullah, lo que no permite homogenizar políticas claras frente al terrorismo.

Ambas organizaciones integristas disputan territorialmente a las autoridades federales de Kabul, provincias enteras. Se calcula que casi un 43 %, está en manos de los grupos terroristas. Aunque es el Talibán quien controla la mayor parte de ese porcentaje. Sin duda Trump tendrá que resolver rápidamente su política en la región ya que la crisis está desbordando tanto a las autoridades de Kabul como a Islamabad.

El último miércoles, un comando del Daesh atacó el hospital militar Sardar Mohammad Daud Khan de Kabul, con un saldo de al menos 49 muertos, en su mayoría pacientes, médicos y enfermeros, además de los cuatro atacantes, que dejaron cerca de 70 heridos. El hospital se encuentra en uno de los sectores más seguros de la ciudad, ya que es vecino a varias embajadas occidentales, incluso la norteamericana, y a la base de la Unidad para la Respuesta de Crisis (CRU en inglés).

Los terroristas consiguieron infiltrase, vestidos como agentes sanitarios, cerca de las 9 de la mañana, hora de gran concentración de público. El primero de los terroristas hizo detonar su chaleco explosivo, junto a la entrada, mientras los tres restantes, armados con fusiles de asalto AK-47 y granadas, abrieron fuego de manera indiscriminada, para después atrincherarse en el interior edificio. Tras lo que se estableció un tiroteo de casi 7 horas, con las fuerzas especiales afganas, que ingresaron al Hospital descolgándose desde dos helicópteros a los techos del edificio.

El hecho remite gravedad extrema ya que nunca antes había sido atacado un hospital, el presidente Ghani, declaró: “que en todas las religiones se considera a los hospitales como lugares seguros, por lo que este ataque, es hacerlo contra todo Afganistán”. Mientras que la cúpula del Talibán emitió rápidamente un comunicado por el que deslindaban cualquier tipo de responsabilidades respecto a ese hecho.

Desde comienzo de año, tanto el Talibán como el Daesh vienen protagonizado cadenas de ataques en la capital afgana, y en muchos puntos del interior, que prevé que con el inicio de la primavera recrudecerán las acciones fundamentalistas.

Las administración Obama dejó en el país centro asiático unos 5.000 efectivos, concentrados en trabajo de asistencias a las tropas en el marco de la operación “Apoyo Decidido”, aunque a partir de la embestidas de estos últimos meses algunos expertos opinan que Estado Unidos, tendría que elevar el número de efectivos a 8.800, para mejorar el adiestramiento y asesoramiento de las fuerzas afganas.

Este ataque al hospital se produjo días después de dos operaciones suicidas por parte del Talibán, también en Kabul, contra una estación policial y una oficina de los servicios de inteligencia, que dejaron en total 42 muertos y 122 heridos.

Este último sábado en la localidad de Nawshar, en la sureña provincia Zabul, al menos ocho policías fueron asesinados, cuando se encontraban durmiendo, por dos talibanes, infiltrados en esa fuerza. Tras el ataque los terroristas huyeron con armamento.

Primero fueron envenenados y luego tiroteados”, informó el portavoz del gobernador provincial, Gul Islam Sial. Este último hecho remite al sucedido el lunes 27 de febrero en un puesto policial de Lashkar Gah en la provincia de Helmand, cuando otro infiltrado en la fuerza policial ejecutó a once agentes mientras dormían, tras lo que huyó con armamento

A última hora del sábado el aeropuerto militar de la ‎provincia afgana de Jost, donde radica un gran número de tropas norteamericanas, fue atacado por tres hombres, que tras ser repelidos huyeron.
Según fuentes norteamericanas, ataques de infiltrados en fuerzas de seguridad han dejado el año pasado, entre enero y noviembre de 2016, en 56 hechos 151 muertos y 79 heridos.

El sábado 11, en el norte de Afganistán, en la capital de la provincia de Kunduz, cerca de 30 alumnas debieron ser hospitalizadas, tras un ataque con gas venenoso contra su escuela. Mientras que, por un ataque similar a una escuela de Kabul, otras seis niñas fueron internadas.

Según testigos del atentado en Kunduz, dicen haber visto a un hombre vestido de negro, con su boca y nariz cubierta con un trapo, lanzar una botella, de la que inmediatamente se desprendió un gas, con un fuerte olor agrio, tras lo que las primeras afectadas comenzaran a caer desmayadas. Este ha sido el tercer ataque de estas características en Kunduz en la última semana. Las escuelas de mujeres son un blanco favorito por el terrorismo integrista ya que “filosóficamente” la educación femenina es prohibida.

El 2016 fue un año de intensa actividad insurgente donde se produjeron la mayor cantidad de víctimas civiles en una década, ese número tiende a aumentar para 2017.

Una frontera cada vez más caliente
Pakistán ha decidido cerrar indefinidamente los pasos fronterizos con Afganistán, de Torkham y Chaman, en la provincia suroccidental de Baluchistán, que había clausurado de manera provisoria tras el ataque a el templo sufí de Sehwan Sharif a mediados de febrero, mientras las autoridades de Kabul, no tengan resultados efectivos de combate contra el extremismo. Según Islamabad, desde territorios afgano, cruzan la frontera a Pakistán atacan y vuelven a sus santuarios.

Las autoridades pakistaníes habían abierto los pasos este último jueves para permitir el paso de ciudadanos de ambos países que habían quedado de uno y otro lado. Para volverlos a cerrar inmediatamente, tras resolver la cuestión. La actitud de Islamabad sigue generando más tensión entre los dos países vecinos.

Kabul ha debido atender a más de doscientas familias residentes cerca de la frontera tras los ataques de la artillería pakistaní a posibles centros terroristas fronteras adentro de Afganistán.

Tras la apertura del jueves de uno de los pasos en la provincia de Nangarhar, dos hombres, una mujer y un niño murieron aplastados, tras una estampida generada por cerca de 20.000 ciudadanos afganos, que en territorio de Pakistán esperaban desde una semana atrás permiso para cruzar. En la localidad de Torjam otros 24 mil afganos han cruzado a pie la frontera mientras que 700 paquistaníes hicieron el camino inverso.

Nadie sabe cuándo se volverán a abrir los pasos fronterizos vitales para el comercio de uno y otro lado, que ha generado ya perdidas por millones de rupias.

Es claro que el movimiento Tehreek-e-Taliban Pakistan (TTP) y el capítulo pakistaní del Daesh, sumado a otras organizaciones menores, también son responsabilidad de Islamabad. El fenómeno del wahabismo no se detiene en fronteras y se afianza cada vez más fuerte en las áreas tribales debido al abandono de los gobiernos centrales. Los cierres fronterizos no son más que un “marketing”, ya que todos saben que las bandas terroristas, transitan por los mismos pasos que lo han hecho los contrabandistas desde siglos, los que jamás fueron ni detectados, ni detenidos.

Tras los recientes ataques en territorio pakistaní el congresista estadounidense del partido Republicano Ted Poe, presidente de la Subcomisión de Terrorismo de la Cámara, presentó este último jueves, un proyecto que declara a Pakistán “Patrocinador estatal del terrorismo” y un aliado poco confiable, acusando a Islamabad de haber colaborado con enemigos de los Estados Unidos.

Si bien es cierto que Osama bin Laden o la red salafista afgana de la familia Haqqani, encontraron apoyo y seguridad en Pakistán, no es menos cierto que fueron las políticas norteamericanas en la región, desde hace casi cuarenta años, las que han entrenado, armado e incentivado a estas organizaciones, que fueron utilizadas según los intereses del Departamento de Estado. Cuestión de la que ningún presidente norteamericano desde Jimmy Carter hasta la fecha se ha hecho cargo.

A partir de la presentación del proyecto del representante Poe, el presidente Trump deberá publicar un informe dentro de los próximos 90 días, que demuestre o no, la implicación de Pakistán con el terrorismo.

Mientras todo esto sucede en Washington, en la mañana del domingo, mientras se escriben estas líneas se conoce que un nuevo ataque se llevó a cabo en la ciudad de Dera Ismail Khan, en la siempre conflictiva provincia pakistaní de Khyber Pakhtunkhwa, donde una bicicleta con carga explosiva fue activada, dejando por lo menos siete muertos y un número todavía indeterminado de heridos, sin que todavía ninguna de las organizaciones terroristas se haya adjudicado el ataque.

Asía Central históricamente ha sido uno de los lugares más sensibles del planeta y todos sabemos que, de una u otra manera lo que allí suceda, tarde o temprano afectará al resto del mundo.


12 de marzo de 2017

PROGRESISMO, ESTADO Y DEMOCRACIA: UNA CRÍTICA A HOROWICZ

Esos seres divinos de la muerte, los "progres"
Ariel Mayo. Miseria de la Sociología

La muerte del fiscal Alberto Nisman puso en el centro del debate político la cuestión de la función de los Servicios de Inteligencia (SI a partir de aquí) y, en un plano más general, el tema del Estado y la democracia. Sin embargo, la ya crónica pobreza de las discusiones políticas en nuestro país hizo que la mayoría de las intervenciones sobre el caso fueran irremediablemente superficiales. Alejandro Horowicz es una de las excepciones a la regla.

Horowicz es autor del artículo “Repensar la inteligencia del Estado”. Allí expone el punto de vista del progresismo sobre la relación entre los SI, el Estado y la democracia. El progresismo, con sus matices, dominó el panorama ideológico argentino posterior a la crisis de 2001; de ahí la importancia de la opinión de Horowicz.

El progresismo es una corriente ideológica que parte de considerar al capitalismo como la forma más eficiente de organización social (o, si se prefiere, la única forma posible de organizar una sociedad moderna): para los progresistas, el marxismo es anacrónico y/o utópico. Sin embargo, a diferencia de los liberales, quienes aceptan alegremente las reglas de juego del capital, los progresistas ven con disgusto las diferencias sociales que engendra el sistema capitalista. Es por eso que critican el incremento de la desigualdad social y las formas extremas de explotación (por ejemplo, el trabajo “esclavo” en los talleres clandestinos); no obstante, el rechazo de la lucha de clases y aún de la existencia misma de la clase trabajadora, pone a los progresistas en una situación difícil. ¿En qué actor social apoyarse para reformar los aspectos más repugnantes de la sociedad en que vivimos? La respuesta no es novedosa: corresponde al Estado encargarse de resolver los problemas sociales, en tanto representación de los intereses de toda la sociedad. Para que esta solución sea viable es preciso rechazar el concepto clasista del Estado, pues si los organismos estatales defienden los intereses de una clase social particular, resulta imposible que expresen el interés general. De ahí la preferencia de los progresistas por los conceptos de democracia y ciudadanía. A diferencia del viejo reformismo, que tenía por meta alguna variante de socialismo, el progresismo considera que el capitalismo es el límite último del progreso social. El progresismo es el producto de las fenomenales derrotas del movimiento obrero en las décadas del ’70 y ’80 del siglo pasado, y de la consiguiente reestructuración capitalista.

Horowicz aplica los principios generales del progresismo al análisis de la crisis Nisman. Parte de una pregunta absolutamente pertinente: “¿Por qué todos los Estados mantienen costosos e ineficientes sistemas, que suelen violar las leyes que esos mismos Estados dicen respetar?" Horowicz responde que lo hacen para “evitar la victoria del enemigo”. Nuestro desacuerdo con el autor comienza cuando éste intenta definir el concepto de “enemigo”.

Horowicz sostiene que evitar la victoria del enemigo es equivalente a “conservar el poder”. No se trata, por cierto, del poder de la burguesía, de los empresarios. Reconocer esto implicaría aceptar los presupuestos del análisis marxista, y esto se encuentra vedado a los progresistas, en tanto trasciende su horizonte intelectual. ¿Quiénes son, entonces, los que conservan el poder? Los gobernantes de turno, ni más ni menos. Claro que Horowicz es demasiado inteligente como para presentar las cosas de un modo tan burdo. Su argumento es más complejo.

Horowicz plantea con tino que la calidad del sistema depende del tipo de respuesta que se dé a la definición del “enemigo”. Según él, para encarar esta tarea existen dos programas opuestos de construcción de hipótesis de conflicto: uno, sostiene que la elaboración debe ser pública y, por tanto, quedar sometida a la regulación de la política; otro, plantea que debe basarse en las teorías conspirativas de la historia y, por eso, prefiere el secreto. Este último camino termina por erosionar la calidad de las instituciones y desemboca en una crisis profunda: “Toda la información resulta relevante. Espiar a todos arroja una masa de "información" delicada. Este abordaje impone que la actividad tenga que ser completamente secreta, y por tanto incontrolable. El uso de esa información termina siendo una mercancía. Esto es lo que terminó pasando (…) Bajo un régimen democrático, estas decisiones contienen el núcleo duro de la política y delegarlas sin control equivale a admitir una zona gris fuera del Estado de derecho. Como el "enemigo", como su victoria, debe ser evitado, no importa si se viola el Estado de derecho”.

O sea, el problema no radica en el capitalismo ni en la forma capitalista de nuestra democracia, que permite, por ejemplo, la coexistencia de barrios privados y villas miserias. Nada de eso. Se trata de la elección del programa erróneo de construcción de hipótesis de conflicto. Esta elección es producto de la “democracia de la derrota”, imperante en nuestro país desde 1983, definida por Horowicz como “un sistema donde los mismos hacen lo mismo, se vote a quién se vote”. Frente a este estado de cosas, nuestro autor propone “reconstruir de arriba abajo las FF AA y las policías, siendo orientados ambos cuerpos por un servicio de inteligencia que responda a una agenda política pública, bajo estricto control parlamentario. La privatización de la seguridad parte de aceptar el fracaso de la seguridad pública. Y una sociedad que ni siquiera puede imaginar garantías colectivas ha renunciado al fundamento democrático de su existencia”.

Como buen progresista, Horowicz considera que los Servicios de Inteligencia, las Fuerzas Armadas y la policía son instituciones naturales de la sociedad. No se puede vivir sin ellas y quien piense lo contrario es un utopista que debería dedicarse a tocar la guitarra en una plaza. Como funcionan mal, hay que reformarlas. Ahora bien, ¿quién se encargará de esta “reconstrucción” de los organismos de seguridad? La “sociedad”, quien debe “imaginar garantías colectivas”. Pero esta “sociedad” es un ente abstracto, que carece de sustancia para poner en caja a la policía, el ejército y los SI. Cuando pasamos de la abstracción a lo concreto, la sociedad argentina se caracteriza por una profunda desigualdad entre las clases que la componen. Dicho de modo burdo y a modo de ejemplo, el 35 % de trabajadores se encuentran no registrados, esto es, sus patrones no hacen siquiera los aportes al sistema de seguridad social; como es de esperarse, estos trabajadores tienen muy poco peso a la hora de fijar las políticas públicas, por más que posean el derecho de voto. Y así podríamos multiplicar los ejemplos al infinito. Pretender que esta sociedad concreta se encargue de fijar una agenda pública para los SI implica, en los hechos, dejar las manos libres a la burguesía (aunque este término le suene anacrónico a más no poder a la mentalidad progresista) para fijar dicha agenda. Si en vez de hablar de “sociedad” trasladamos la resolución del problema al Estado, las cosas no cambian en absoluto. El Estado argentino es un Estado de clase, representa los intereses de las clases dominantes. Basta observar el hecho de que dicho Estado no cobra impuestos a las transacciones financieras, mientras cae sobre los trabajadores en forma de impuesto a las ganancias, para comprender su carácter de clase. Sólo un utopista irremediable (y el progresismo retiene para sí lo peor del utopismo) puede pensar que dicho Estado tiene interés en reformar los SI en un sentido democrático.

Llegados a este punto corresponde decir unas palabras sobre la democracia. Desde 1983 en adelante, sin excepción de ningún gobierno, la democracia argentina funcionó como un mecanismo dirigido a fortalecer la dominación de la burguesía. De ahí su incapacidad para modificar en algo el sistema de poder social legado por la dictadura militar. Como es sabido, la dictadura representó una derrota fenomenal para el movimiento obrero. Sobre estas bases se edificó el régimen democrático a partir de 1983. La pervivencia de los mismos personajes al frente de los SI (Stiuso es el caso más emblemático) refleja los límites del régimen, al que Horowicz denomina “democracia de la derrota”. Nuestro Autor propone como solución que el Estado se reforme a sí mismo. Pero la sociedad argentina requiere de SI y demás organismos represivos porque es, en general, una sociedad capitalista, y porque, en particular, es una sociedad parida por la derrota del movimiento obrero y demás sectores populares en 1976.

La única respuesta adecuada para terminar con la “democracia de la derrota” es la remoción de las condiciones que permiten su existencia. En otras palabras, la supresión de las bases del poder de la burguesía argentina. Desde este punto de vista, todo el planteo de Horowicz acerca de la necesidad de una “reforma democrática” de los organismos de seguridad carece de sentido. Estos organismos no tienen que ser reformados, hay que eliminarlos. Su existencia misma impide cualquier reforma de las condiciones en que viven los millones de trabajadores argentinos.

NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG
Como puede comprobarse, la epidemia de los progres es geográficamente “transversal”. Va desde Argentina a España (Podemos está lleno de pedantes postmodernos procedentes de allí), pasando antes por los países del llamado Socialismo del Siglo XXI, en los que han hecho del socialismo un sarcasmo, al no tocar el carácter capitalista del Estado ni las relaciones sociales de producción, va a Estados Unidos, con sus happy flowers indignados con el reaccionario Trump, pero nunca con los genocidas Obama y Hillary y, por fin, se desparrama por Europa, ayudando a que la extrema derecha campe a sus anchas, al haber abandonado la defensa de los intereses de clase de los trabajadores y rechazado la lucha de clases y la destrucción del sistema capitalista al que, en el fondo, adoran.

Son la chispa de la vida del capital.