4 de octubre de 2015

LOS NUEVOS ESTADOS DE VIGILANCIA

Ignacio Ramonet. Le Monde Diplomatique

La idea de un mundo situado bajo “vigilancia total” ha parecido durante mucho tiempo un delirio utópico o paranoico, fruto de la imaginación más o menos alucinada de los obsesos de la conspiración. Sin embargo, hay que reconocer la evidencia: vivimos, aquí y ahora, bajo la mirada de una especie de imperio de la vigilancia. Sin que lo sepamos, cada vez más nos observan, nos espían, nos vigilan, nos controlan, nos fichan. Cada día, nuevas tecnologías se refinan en el seguimiento de nuestro rastro. Empresas comerciales y agencias publicitarias registran nuestra vida. Pero, sobre todo, bajo el pretexto de luchar contra el terrorismo o contra otras plagas (pornografía infantil, blanqueo de dinero, narcotráfico), los Gobiernos  –incluidos los más democráticos– se erigen en Gran Hermano y ya no dudan en infringir sus propias leyes para espiarnos mejor. En secreto, los nuevos Estados orwellianos  buscan establecer ficheros exhaustivos de nuestros contactos y de nuestros datos personales tal y como figuran en diferentes soportes electrónicos.

Tras la ola de ataques terroristas que ha golpeado, desde hace algunos años, ciudades como Nueva York, París, Boston, Ottawa, Londres o Madrid, las autoridades no han dudado en utilizar el gran pavor de las sociedades conmocionadas para intensificar la vigilancia y para reducir más la protección de nuestra vida privada.

Entendámonos: el problema no es la vigilancia en general, es la vigilancia masiva clandestina. Es evidente que, en un Estado democrático, las autoridades cuentan con toda la legitimidad, basándose en la ley y con la autorización previa de un juez, para poner bajo vigilancia a cualquier persona que consideren sospechosa. Como dice Edward Snowden: “No hay ningún problema si se trata de poner bajo escucha a  Osama Bin Laden. Siempre que los investigadores tengan que disponer del permiso de un juez –un juez independiente, un juez auténtico, no un juez secreto–, y puedan probar que existe una buena razón para emitir una orden, entonces pueden llevar a cabo ese trabajo. El problema se plantea cuando nos controlan a todos, en masa, todo el tiempo y sin ninguna justificación” (1).

Con ayuda de algoritmos cada vez más perfeccionados, miles de investigadores, de ingenieros, de matemáticos, de estadistas y de informáticos buscan y clasifican la información que generamos sobre nosotros mismos. Satélites y drones de mirada penetrante nos siguen desde el espacio. En las terminales de los aeropuertos, escáneres biométricos analizan nuestros andares, “leen” nuestro iris y nuestras huellas digitales. Cámaras de infrarrojos miden nuestra temperatura. Las pupilas silenciosas de las cámaras de vídeo nos escrutan en las aceras de las ciudades o en los pasillos de los hipermercados. También siguen nuestra pista en el trabajo, en las calles, en el autobús, en el banco, en el metro, en el estadio, en los aparcamientos, en los ascensores, en los centros comerciales, en las carreteras, en las estaciones, en los aeropuertos...

Cabe señalar que la inimaginable revolución digital que vivimos, que ya ha transformado tantas actividades y profesiones, también ha trastornado totalmente el ámbito de los servicios de información y de la vigilancia. En la época de Internet, la vigilancia ha pasado a ser algo omnipresente y perfectamente inmaterial, imperceptible, “indetectable”,  invisible. Además, se caracteriza técnicamente por una simplicidad pasmosa. Se acabaron los trabajos de albañilería para instalar cables y micrófonos, como en la célebre película La Conversación (2), donde podíamos ver cómo un grupo de “fontaneros” presentaba, en un Feria consagrada a las técnicas de vigilancia, ‘chivatos’ más o menos elaborados equipados con  cajas rebosantes de cables eléctricos que había que esconder en los muros o en el suelo...

Varios estrepitosos escándalos de esa época –el caso Watergate en Estados Unidos, el de los “fontaneros de Le Canard enchaîné” en Francia–, fracasos humillantes para las oficinas de los servicios de información, demostraron los límites de estos antiguos métodos mecánicos, fácilmente detectables y localizables.

Hoy en día, poner a alguien bajo escucha ha pasado a ser algo de una facilidad desconcertante. Al alcance del primero que llega. Una persona normal y corriente que quiera espiar a alguien de su entorno puede encontrar en venta libre en el comercio un amplio abanico de opciones: nada menos que media docena de programas informáticos para espiar (mSpy, GsmSpy, FlexiSpy, Spyera, EasySpy) que “leen” sin problemas los contenidos de los teléfonos móviles: mensajes de texto, correos electrónicos, cuentas en Facebook, Whatsapp, Twitter, etc. Con el auge del consumo en línea, la vigilancia de tipo comercial también se ha desarrollado enormemente, dando lugar a un gigantesco mercado de nuestros datos personales, que se han convertido en mercancías. Durante cada una de nuestras conexiones a una página web, las cookies guardan el conjunto de las búsquedas realizadas y permiten establecer nuestro perfil de consumidor. En menos de veinte milésimas de segundo, el editor de la página visitada vende a los posibles anunciantes la información que nos concierne revelada por las cookies. Apenas unas milésimas de segundo más tarde, la publicidad que se supone que causa más impacto en nosotros aparece en nuestra pantalla. Y así quedamos ya fichados definitivamente.

De alguna manera, la vigilancia se ha “privatizado” y “democratizado”. Ya no es un asunto reservado sólo a los servicios estatales de información. Pero, a la vez, la capacidad de los Estados en materia de espionaje masivo ha crecido de modo exponencial. Y esto también se debe a la estrecha complicidad entablada con las grandes empresas privadas que dominan las industrias de la informática y de las telecomunicaciones. Julian Assange lo afirma: “Las nuevas sociedades como Google, Apple, Amazon y, más recientemente, Facebook han tejido estrechos vínculos con el aparato de Estado en Washington, en particular con los responsables de Asuntos Exteriores” (3). Este Complejo de la seguridad y de lo digital –Estado + aparato militar de seguridad + industrias gigantes de la Web– constituye un auténtico imperio de la vigilancia cuyo objetivo, muy concreto y muy claro, es poner Internet, todo Internet y a todos los internautas bajo escucha. Para controlar la sociedad.

Para las generaciones de menos de cuarenta años, la Red es, simplemente, el ecosistema en el que han pulido su mente, su curiosidad, sus gustos y su personalidad. Desde su punto de vista, Internet no es sólo una herramienta autónoma que se utilizaría para tareas concretas. Es una inmensa esfera intelectual donde se aprende a explorar libremente todos los saberes. Y, de forma simultánea, un ágora sin límites, un foro donde las personas se reúnen, dialogan, intercambian y adquieren, a menudo de forma compartida, una cultura, conocimientos, valores.

Internet representa, a ojos de estas nuevas generaciones, lo que era para sus mayores, de forma simultánea, la escuela y la biblioteca, el arte y la enciclopedia, la polis y el templo, el mercado y la cooperativa, el estadio y el escenario, el viaje y los juegos, el circo y el burdel... Es tan fabuloso que “el individuo, en su placer por evolucionar en un universo tecnológico, no se preocupa por saber, y menos aún por comprender, que las máquinas gestionan su día a día. Que cada uno de sus actos y gestos es grabado, filtrado, analizado y, eventualmente, vigilado. Que, lejos de liberarlo de sus obstáculos físicos, la informática de la comunicación constituye sin duda la herramienta de vigilancia y de control más increíble que el ser humano haya podido crear jamás” (4).

Este intento de control total de Internet representa un peligro inédito para nuestras sociedades democráticas: “Permitir la vigilancia de Internet –afirma Glenn Greenwald, el periodista estadounidense que difundió las revelaciones de Edward Snowden– viene a ser lo mismo que someter a un control estatal exhaustivo prácticamente todas las formas de interacción humana, incluido el pensamiento propiamente dicho” (5).

Ésta es la gran diferencia con los sistemas de vigilancia que existían antes. Sabemos, desde Michel Foucault, que la vigilancia ocupa una posición central en la organización de las sociedades modernas. Éstas son “sociedades disciplinarias” donde el poder, por medio de técnicas y de estrategias complejas de vigilancia, busca ejercer el mayor control social posible (6).

Esta voluntad por parte del Estado de saberlo todo sobre los ciudadanos está legitimada políticamente por la promesa de una mayor eficacia en la administración burocrática de la sociedad. Así, el Estado afirma que será más competitivo y, por lo tanto, servirá mejor a los ciudadanos si los conoce mejor, de la forma más profunda posible. Sin embargo, al haber pasado a ser cada vez más invasiva, la intrusión del Estado ha terminado provocando, desde hace tiempo, un creciente rechazo entre los ciudadanos que aprecian el santuario de la vida privada. Desde 1835, Alexis de Tocqueville señalaba ya que las democracias modernas de masas producen ciudadanos privados cuya principal preocupación es la protección de sus derechos. Y que esto hace que sean particularmente quisquillosos y belicosos contra las pretensiones intrusivas y abusivas del Estado (7).

Esta tradición se prolonga en la actualidad en la persona de los “lanzadores de alertas”, como Julian Assange y Edward Snowden, ambos perseguidos ferozmente por Estados Unidos. Y, en defensa de ellos, el gran intelectual estadounidense Noam Chomsky afirma: “Para estos ‘lanzadores de alertas’, su lucha por una información libre y transparente es una lucha casi natural. ¿Tendrán éxito? Depende de la gente. Si Snowden, Assange y otros hacen lo que hacen, lo hacen en su calidad de ciudadanos. Están ayudando al público a descubrir lo que hacen sus propios Gobiernos. ¿Existe acaso una tarea más noble para un ciudadano libre? Y se los castiga severamente. Si Washington pudiera echarles el guante, sería peor aún. En Estados Unidos existe una ley de espionaje que data de la Primera Guerra Mundial; Obama la ha usado para evitar que la información difundida por Assange y Snowden llegue al público. El Gobierno va a intentarlo todo, incluso lo indecible, para protegerse de su ‘enemigo  principal’.  Y el ‘enemigo principal’ de cualquier Gobierno es su propia población” (8).

En la era de Internet, el control del Estado alcanza dimensiones alucinantes, ya que, de una manera o de otra, como ya se ha dicho, confiamos a Internet nuestros pensamientos más personales e íntimos, tanto profesionales como emocionales. Así, cuando el Estado, con ayuda de tecnologías súper poderosas, decide pasar a escanear nuestro uso de Internet, no sólo rebasa sus funciones, sino que, además, profana nuestra intimidad, deshuesa literalmente nuestro espíritu y saquea el refugio de nuestra vida privada.

Sin saberlo, a ojos de los nuevos “Estados de vigilancia”, nos convertimos en clones del héroe de la película El Show de Truman (9), expuestos en directo a la mirada de miles de cámaras y a la escucha de miles de micrófonos que exponen nuestra vida privada a la curiosidad planetaria de los servicios de información.

A este respecto, Vince Cerf, uno de los inventores de la Web, considera que “en la época de las tecnologías digitales modernas, la vida privada es una anomalía...”(10). Leonard Kleinroc, uno de los pioneros de Internet, es aún más pesimista: “Básicamente –considera–, nuestra vida privada se ha acabado y, por así decirlo, es imposible recuperarla” (11).

Por una parte, muchos ciudadanos se resignan, como si de una especie de fatalidad de la época se tratara, al fin de nuestro derecho al anonimato. Por otra parte, esta preocupación de defender nuestra vida privada puede parecer reaccionaria o “sospechosa” porque sólo aquellos que tienen algo que esconder intentan esquivar el control público. Por lo tanto, las personas que consideran que no tienen nada que reprocharse ni nada que ocultar, no son hostiles a la vigilancia del Estado. Sobre todo si ésta, tal y como lo prometen y lo repiten las autoridades, está acompañada por una ganancia sustancial en materia de seguridad. Sin embargo, este discurso –“Dadme un poco de vuestra libertad, os la devuelvo centuplicada en garantía de seguridad.”– es una estafa. La seguridad total no existe, no puede existir. Es un engaño. Sin embargo, la “vigilancia total” se ha convertido en una realidad indiscutible.

Contra la estafa de la seguridad, cantinela constante de todos los poderes, recordemos la lúcida advertencia lanzada por Benjamin Franklin, uno de los autores de la Constitución estadounidense: “Un pueblo dispuesto a sacrificar un poco de libertad por un poco de seguridad no merece ni lo primero ni lo segundo. Y acaba perdiendo las dos”.

Una sentencia de perfecta actualidad y que debería animarnos a defender nuestro derecho a la vida privada, cuya principal función no es otra que proteger nuestra intimidad. Jean-Jacques Rousseau, filósofo de la Ilustración y primer pensador que “descubrió” la intimidad, nos dio el ejemplo. ¿No fue él también el primero en rebelarse contra la sociedad de su tiempo y contra su voluntad inquisidora de querer controlar la conciencia de los individuos?

“El fin de la vida privada sería una auténtica calamidad existencial”, ha subrayado igualmente la filósofa contemporánea Hanna Arendt en su libro La condición humana (12). Con una formidable clarividencia, en su obra señala los peligros para la democracia de una sociedad donde la distinción entre la vida privada y la vida pública estaría establecida de forma insuficiente, lo que, según Arendt, significaría el fin del hombre libre. Y arrastraría a nuestras sociedades, de manera implacable, hacia nuevas formas de totalitarismo.

(1) Katrina van den Heuvel et Stephen F. Cohen, ? “Edward Snowden: A ‘Nation’ Interview”, The Nation, Nueva York, 28 de octubre de 2014.
(2) La Conversación (The Conversation), 1973. Dirección: Francis F. Coppola. Intérpretes: Gene Hackman, John Cazale, Cindy Williams, Harrison Ford, Robert Duvall. Palma de Oro 1974 en el Festival de Cannes.
(3) Ignacio Ramonet, “Entrevista a Julian Assange: ‘Google nos espía e informa al Gobierno de Estados Unidos’”, Le Monde diplomatique en español, diciembre de 2014.
(4) Jean Guisnel en su prefacio al libro de Reg Whitaker, Tous fliqués. La vie privée sous surveillance, Denoël, París, 2001 (en español: El fin de la privacidad. Cómo la vigilancia total se está convirtiendo en realidad, Paidós, Barcelona, 1999).
(5) Glenn Greenwald, No place to hide. Edward Snowden, the NSA, and the US Surveillance State, Metropolitan Books, Nueva York, 2014.
(6) Michel Foucault, Vigilar y castigar, Biblioteca Nueva, Madrid, 2012.
(7) Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Akal, Madrid, 2007.
(8) Ignacio Ramonet, “Entrevista con Noam Chomsky: Contra el imperio de la vigilancia”, Le Monde diplomatique en español, abril de 2015.
(9) El Show de Truman (The Truman Show) (1998). Dirección: Peter Weir. Intérpretes: Jim Carrey, Ed Harris.
(10) Marianne, París, 10 de abril de 2015.
(11) El País, Madrid, 13 de enero de 2015.

(12) Hanna Arendt, La condición humana,  Paidós, Barcelona, 2005.

3 de octubre de 2015

ESTADOS UNIDOS Y EL DESIGNIO DESESTABILIZADOR

Editorial. La Jornada

De acuerdo con un estudio de los investigadores Alexander Main y Dan Beeton, realizado a partir del análisis de cables del Departamento de Estado filtrados por Wikileaks, Estados Unidos ha alentado la desestabilización política en diversos países de América Latina, como parte de una estrategia para reconstruir su hegemonía en la región, la cual se ha visto fracturada por el arribo al poder de gobiernos de signos ideológicos distintos, pero renuentes a aceptar acríticamente el llamado Consenso de Washington. Según los autores, en el contexto de la referida estrategia se llegó a contemplar la posibilidad de asesinar al presidente de Bolivia, Evo Morales, en el marco de la crisis política que protagonizaron el gobierno de La Paz y las oligarquías secesionistas de la llamada región de la Media Luna (Santa Cruz, Beni, Tarija y Pando), en 2008.

El referido plan constituye, en lo esencial, una reiteración de las inveteradas manías estadunidenses para desestabilizar a gobiernos soberanos en el continente, que entre otras cosas han llevado a Washington a perpetuar por más de seis décadas un bloqueo improcedente en contra de Cuba, que ha sido complementado con diversas maniobras de desestabilización en la isla. Por lo demás, Washington ha patrocinado y organizado programas golpistas como el que se puso en marcha contra Jacobo Arbenz en Guatemala en 1954 y el que derivó en el sangriento cuartelazo del 11 de septiembre de 1973 en Chile; formó escuadrones de la muerte en Centroamérica en los años 80 del siglo pasado, y envió, a finales de esa década, fuerzas invasoras a Granada y a Panamá.

Por desgracia, el patrón golpista se ha reactivado en el pasado reciente y ha afectado a diversos gobiernos y países desde 2002, cuando el presidente venezolano Hugo Chávez fue temporalmente derrocado y secuestrado por militares desleales; se repitió en escala menor en Bolivia en 2008; logró, un año más tarde, subvertir el orden democrático en Honduras, y se reprodujo, sin éxito, en la sublevación policiaca contra Rafael Correa en Ecuador, en 2010. Recientemente, en naciones como Venezuela y Argentina se han dado movilizaciones pretendidamente ciudadanas en las que puede apreciarse, sin embargo, la mano no tan invisible de Washington, con la novedad de que el correlato discursivo actual de esa asonada está basado en supuestos “afanes de desarrollo democrático” en esas naciones.

Esa estela de episodios da cuenta de que la pretendida vocación democrática de Estados Unidos no es más que una falacia, y que la superpotencia, por lo general, no tiene empacho en subvertir regímenes legítimamente constituidos cuando éstos se oponen a sus intereses hegemónicos en la región.

Con todo, el plan denunciado en la publicación referida deja fuera una de las vías menos violentas y acaso más efectivas de que se ha valido Washington para consolidar y reparar su hegemonía regional. Tal es el caso del adoctrinamiento ideológico de las élites que conducen política y económicamente a naciones del continente, como ha sucedido en México. En efecto, la adopción acrítica del neoliberalismo por los gobiernos de nuestro país en las últimas tres décadas no solamente ha arrojado nefastos resultados sociales y económicos, también ha supuesto un lastre para las posibilidades de transformación del régimen político, bloqueadas sistemáticamente por esas propias élites mediante recursos no precisamente democráticos y con el conocimiento e incluso el beneplácito de Estados Unidos.

Por fortuna, el designio desestabilizador comentado ocurre en un momento en que las naciones de la región se han provisto de mecanismos de interacción multinacional que escapan a la preceptiva de Washington y que, en forma contraproducente, ha profundizado el aislamiento de la superpotencia en la región. A pesar de ello, queda demostrado que Washington, lejos de ser un garante de la legalidad internacional y la democracia, se ha convertido en un violador consuetudinario y sistemático de tales principios.