4 de junio de 2015

¿POR QUÉ SOY COMUNISTA?

Mi padre: Blas López Rodriguez. Mi orgullo,
mi amigo y camarada y mi mejor maestro
Por Marat

Ustedes muy probablemente, y no sin razón, me respondan “Y a mí qué me importa”. Perfectamente. No soy quien para soltarles mi charla. Pero dado que tengo la ventaja de poner por delante mis palabras, seguiré en el intento de explicárselo.

Mi padre, la persona que más me ha marcado en esta vida, para bien, creo yo, era un derrotado. En la mesa de las 12 del mediodía, porque entonces muchos obreros comían a esa hora, se desahogaba. Hablaba en clave como si fuera criptógrafo: Franco era El Afilador (por cómo afilaba el machete criminal) y su mujer La Collares. Y así con algunos otros.

Vivíamos en un barrio de la fábrica en la que él trabajaba y a la que ésta había dado nombre el barrio de Candina, en Santander. Pero su auténtico nombre era el Barrio Venecia, cuya denominación provenía de las marismas que lo habían infectado tiempo atrás.

Recuerdo que en mi clase unitaria (de primero a octavo con una sola profesora) entre payos y gitanos éramos unos 50 en la clase. 

También recuerdo que los viernes de cada mes mi madre, que aún vive con sus 98 espléndidos años, me llevaba a que me cortara el pelo un esquilaovejas de la fábrica que nos cobraba una peseta. Y siempre le decía: “Gildo, al 2, que hay muchos piojos en el colegio, pero sin escalones”. Aún me vive la vieja y yo me descompongo de ternura ante ella.

Y no me he olvidado de que los sábados, en casa de la vecina del segundo, los niños del portal podíamos ver una de vaqueros. A pela la peli y bajándonos la silla, que había que pagar los plazos de la tele.

Mi padre, cuando se fue dando cuenta de que ni me iba enderezar ni estaba sobrado de ganas de hacerlo, empezó a desmelernarse políticamente conmigo. Era normal. Estábamos en 1974 y yo ya tenía 12 cuasiadultos años. Y él necesitaba crecientes desahogos políticos para no volverse loco.

Me enteré entonces de que a sus 17 años hizo 2 cosas a la vez: afiliarse a las Juventudes Socialistas y ponerse al servicio de la República el 18 de Julio de 1936. Y también que le cogió el inicio de la guerra en lo que hoy es el Ministerio de Agricultura en Madrid, justo delante de la estación de Atocha.

Aquí se llevó mi padre la metralla en sus piernas de la aviación fascista

Luego se le fue desatando, con el paso de los días, la lengua. Y me enteré de cosas como que la URSS fue el único amigo real de la República, que los soviéticos -"los rusos", decía él- hicieron cosas en su unidad como mezclar la comida de oficiales y de soldados porque todos luchaban por el pan y la República. También de que Fidel le parecía “un tío cojonudo”.

En 1976 encontré a un grupo de militantes de la UJCE haciendo una pintada y les dije que quería ser comunista. Aún sigo intentándolo. Mi padre me pilló en casa en la quedada por teléfono y me preguntó si era tonto o lo eran mis camaradas. Para él era idiota ese canal de citas en ese momento. No le faltaba razón. Al día siguiente acabé comiendo manzanas en un almacén-frutería cerrado en Torrelavega. Se iniciaba mi militancia. No me arrepiento en absoluto de haber militado en aquel PCE y de haber sido tan ingenuo de haber pertenecido a él hasta 1992. Carrillo se fue y dejó al partido ante la eventualidad de buscar un culpable de sus miserias. Anguita y sus sublimaciones “urbi et orbi” me hartaron. Algunos pensarán que el personaje entonces era cojonudo. Yo en aquél momento vi el falangista que es hoy.

En 1984 mi padre presentaba ante la puerta del Ayuntamiento de Santander a más de 60 “pobres”, exigía al después encausado Juan Hormaechea una entrevista como Alcalde, y tras meses de incordiarle, lograba esa entrevista. Pero fue acompañado a ella por más de 20 personas del colectivo de miserables de la calle. Logró algunas conquistas para los que carecían del derecho a ser y existir.

Unos años antes, debía ser 1980, iba caminando hacia la entonces casa paterna y me encontré a mi padre con un militante de la agrupación comunista de Santander. Estaban de charleta. Me acerque a saludar. Entonces Salgado, que así se llamaba el camarada, se mostró sorprendido al ver que besaba a mi padre al saludarle. Entendió que era su hijo. Por saludo, me dijo algo que nunca olvidaré: “si llegas a ser la mitad de decente que tu padre, merecerás la pena”. Me quedé a escuchar. Hablaban del campo de concentración que habían compartido en Argelés Sur Mer (Francia) como refugiados tras la guerra civil ( https://www.youtube.com/watch?v=YAfZK17IeCY)



Le gustaba tocar la guitarra, de oído, tal como aprendió. Pasodobles, boleros, coplas y, sobre todo tangos. Gardel era su mejor desnudez, como es la mía. Me envenenó con la nostalgia de los que perdieron su tierra (un manchego que dio mil vueltas por España, reconvertido en cántabro) y amaron en la distancia el recuerdo de su niñez.

Aún más tarde supe que había estado en la resistencia francesa, que había sido prisionero de los nazis tras el desastre de la línea Maginot (el Frente Popular Francés, que había traicionado a la República Española, ofreció a los refugiados, “sus presos”, la libertad si defendían Francia ante la invasión nazi) y que aún hubo de comerse el batallón de trabajadores del Palacio de la Magadalena en Santander. Y agradeciendo al comandante Chicote, primo de Pedro Chicote, el del bar de putas de la Gran Vía, su reconocimiento en él y en otros presos el haber sido tratado bien por las tropas republicanas. Un buen tipo, al fin y al cabo. 


Con el tiempo, a mi padre se le fue agriando su esperanza de transformación. Comprendió que la vieja memoria democrática y de lucha por un mundo más justo había sido arrinconada en nombre de la conciliación. Los últimos días que compartimos eran de desolada amargura, suya y mía, compartida. Pero en medio hubo muchos besos y abrazos. Se me fue hace tres largos años y fue ayer para mí. Entre él, lo que me enseño a ser y toda esa masa indecente de políticos que aparecieron en estos años, incluidos los nuevos, hay la distancia entre lo bello por bueno y un montón de mierda.

Tengo memoria, cómo él la tenía. Nos vencieron una vez pero mantenemos lo que somos quienes queremos seguir siendo.  

3 de junio de 2015

LA PESTE CIUDADANA. LA CLASE MEDIA Y SUS PÁNICOS

Guntherwell. Argelaga

Que la economía y la política vayan a la par es algo elemental. La consecuencia lógica de tal relación es que la política real ha de ser fundamentalmente económica: a la economía de mercado corresponde una política de mercado. Las fuerzas que dirigen el mercado mundial, dirigen de facto la política de los Estados, la exterior, la interior y la local. La realidad es ésta: el crecimiento económico es la condición necesaria y suficiente de la estabilidad social y política del capitalismo. En su seno, el sistema de partidos evoluciona de acuerdo con el ritmo desarrollista. Cuando el crecimiento es grande, el sistema tiende al bipartidismo. Cuando se detiene o entra en recesión, como si obedeciera a un mecanismo homeostático, el panorama político se diversifica.

El capital, que es una relación social inicialmente basada en la explotación del trabajo, se ha apropiado de todas las actividades humanas, invadiendo todas las esferas: cultura, ciencia, arte, vida cotidiana, ocio, política… Que hasta el último rincón de la sociedad se haya mercantilizado significa que todos los aspectos de la vida funcionan según pautas mercantiles, o lo que es lo mismo, que cualquier actividad humana es gobernada por la lógica capitalista. En una sociedad-mercado de éstas características no existen clases en el sentido clásico del término (mundos aparte enfrentados), sino una masa plástica donde la clase del capital -la burguesía- se ha transformado en un estrato ejecutivo sin títulos de propiedad, mientras que su ideología se ha universalizado y sus valores han pasado a regular todas las conductas sin distinción. Esta forma particular de desclasamiento general no se traduce en una desigualdad social menguada; bien al contrario, es mucho más acentuada, pero incluso con el aguijoneo de la penuria ésta se percibe con menor intensidad y, por consiguiente, no induce al conflicto. El modo de vida burgués ha inundado la sociedad, anulando la voluntad de cambio radical. Los asalariados no quieren otro estilo de vida ni otra sociedad esencialmente diferente; a lo sumo, una mejor posición dentro de ella mediante un mayor poder adquisitivo. El antagonismo violento se traslada a los márgenes: la contradicción mayor radica más que en la explotación, en la exclusión. Los protagonistas principales del drama histórico y social ya no son los explotados en el mercado, sino los expulsados y quienes se resisten a entrar: los que se sitúan fuera del “sistema” como enemigos.

La sociedad de masas es una sociedad uniformizada, pero tremendamente jerarquizada. La cúspide dirigente no la conforma una clase de propietarios o de rentistas, sino una verdadera clase de gestores. El poder deriva pues de la función, no del haber. La decisión se concentra en la parte alta de la jerarquía social; la desposesión, principalmente en forma de empleo basura, precariedad laboral y exclusión, se ceba en la parte más baja. Las capas intermedias, encerradas en su vida privada, ni sienten ni padecen; simplemente consienten. Sin embargo, cuando la crisis económica las alcanza, las tira hacia abajo. Entonces, dichos estratos, denominados por los sociólogos clases medias, salen de ese inmovilismo que era basamento del sistema de partidos, contaminan los movimientos sociales y toman iniciativas políticas que se concretan en nuevas formaciones. Su finalidad no es evidentemente la emancipación del proletariado, o una sociedad libre de productores libres, o el socialismo. El objetivo es mucho más prosaico, puesto que no apunta más que al rescate de la clase media, o sea, a su desproletarización por la vía político-administrativa.

La expansión del capitalismo, geográfica y socialmente, comportó la expansión de sectores asalariados ligados a la racionalización del proceso productivo, a la terciarización de la economía, a la profesionalización de la vida pública y a la burocratización estatal: funcionarios, asesores, expertos, técnicos, empleados, periodistas, profesiones liberales, etc. Su estatus se desprendía de su preparación académica, no de la propiedad de sus medios de trabajo. La socialdemocracia alemana clásica vio en esas nuevas “clases medias” un factor de estabilidad que hacía posible una política reformista, moderada y gradual, y desde luego, un siglo más tarde, su ampliación permitió que el proceso globalizador llegara al límite sin demasiadas dificultades. El crecimiento exponencial del número de estudiantes fue el signo más elocuente de su prosperidad; en cambio, el desempleo de los diplomados ha sido el indicador más claro de la desvalorización de los estudios y, por lo tanto, el termómetro de su abrupta proletarización. Su respuesta a la misma, por supuesto, no adopta rasgos anticapitalistas, ajenos completamente a su naturaleza, sino que se materializa en una modificación moderada de la escena política que reaviva el reformismo de antaño, centrista o socialdemócrata, pomposamente denominada “asalto a las instituciones”.

La clase media se halla en el centro de la falsa conciencia moderna por lo que no se contempla a sí misma como tal; para ella su condición es general. Todo lo ve bajo su óptica particular exacerbada por la crisis, sus intereses son los de toda la sociedad. Sociológicamente, todo el mundo es clase media; sus ideólogos se expresan en el lenguaje de cartón piedra de Negri, Gramsci, Foucault, Deleuze, Derrida, Baudrillard, Bourdieu, Zizek, Mouffe, etc. Para ellos el “gran acontecimiento”, la quiebra del régimen capitalista, es algo que nunca sucederá. La revolución es un mito al que conviene renunciar en aras de una contestación realista a la crisis que fomente la participación ciudadana a través de las redes sociales, o sea, la cacareada “dialéctica de contrapoder”, no que impulse el cambio revolucionario. Políticamente, todo el mundo es ciudadano, o sea, miembro de una comunidad electrovirtual de votantes, y en consecuencia, ha de apasionarse con las elecciones y las nuevas tecnologías. Cretinismo ideológico posmoderno por un lado, cretinismo parlamentario tecnológicamente asistido por el otro, pero cretinismo que cree en el poder. Su concepción del mundo le impide contemplar los conflictos sociales como lucha de clases; para ella aquellos son simplemente un problema redistributivo, un asunto de ajuste presupuestario cuya solución queda en manos del Estado, y que por consiguiente, depende de la hegemonía política de las formaciones que mejor la representan. La clase media posmoderna reconstruye su identidad política en oposición, no al capitalismo, sino a “la casta”, es decir, a la oligarquía política corrupta que ha patrimonializado el Estado. Los otros protagonistas de la corrupción, banqueros, constructores y sindicalistas, permanecen en segundo plano. La clase media es una clase temerosa, espoleada por el miedo, por lo que busca hacer amigos más que enemigos, pero ante todo busca no desequilibrar los mercados; la ambición y la vanidad aparecerán con la seguridad y la calma que proporciona el pacto político y el crecimiento. Al constituirse como sujeto político, su ardor de clase se consume todo ante la perspectiva del parlamentarismo; la contienda electoral es la única batalla que piensa librar, y ésta discurre en los medios y las urnas. En sus esquemas no cabe la confrontación directa con la fuente de sus temores y sus ansias -el poder de “la casta”- ya que sólo pretende recuperar su estatus de antes de 2008, reforma que pasa por la despatrimonialización de las instituciones, no por su liquidación.

El concepto de “ciudadanía” ofrece un sucedáneo identitario allí donde la comunidad obrera ha sido destruida por el capital. La ciudadanía es la cualidad del ciudadano, un ente con derecho a papeleta cuyos adversarios parece que no sean ni el capital ni el Estado, sino los viejos partidos mayoritarios y la corrupción, los grandes obstáculos del rescate administrativo de la clase media desahuciada. La ideología ciudadanista, a la vanguardia del retroceso social, no es una variante pasada por agua del obrerismo estalinoide; es más bien la versión posmoderna del radicalismo burgués. No se reconoce ni siquiera de boquilla en el anticapitalismo, al que considera caducado, sino en el liberalismo social de corte más o menos populista. Esto es así porque ha tomado como punto de partida la existencia degradada de las clases medias y sus aspiraciones reales, por más que se apoye en las masas en riesgo de exclusión, demasiado desorientadas para actuar con autonomía, y asimismo en los movimientos sociales, demasiado débiles para creer y mucho menos desear una reorganización de la sociedad civil al margen de la economía y del Estado. En ese punto, el ciudadanismo es hijo putativo del neoestalinismo fracasado y de la socialdemocracia obstruida. El programa ciudadanista es un programa de advenedizos, extremadamente maleable y tan políticamente correcto que da arcadas, ideal para arribistas frustrados y aventureros políticos en paro. Los principios no importan; su estrategia es conscientemente oportunista, con objetivos únicamente a corto plazo, perfectamente compatibles con pactos que el día antes de las elecciones hubieran sido considerados contra natura.

En ningún programa ciudadanista figurarán la socialización de los medios de vida, la autogestión generalizada, la supresión de la especialización política, la administración concejil, la propiedad comunal o la distribución equilibrada de la población en el territorio. Los partidos y alianzas ciudadanistas se proponen simplemente un reparto de ingresos que amplíe la base mesocrática, es decir, pugnan por unos presupuestos institucionales que detengan las privatizaciones, eliminen los recortes y reduzcan la precariedad laboral, sea por la creación de pequeñas empresas, o por la cooptación de una mayoría subempleada de titulados en las tareas administrativas, intenciones que no son nada rupturistas. No llegan a la arena política como subversivos sino como animadores; lo de cambiar la constitución de 1978 no va en serio. Todavía no han puesto el pie en el ruedo y ya exhiben realismo y moderación a raudales, enarbolando la bandera monárquica y tendiendo puentes a la denostada “casta”. Son conscientes de que una vez consolidados como organizaciones y en posesión de un capital mediático suficiente, el paso siguiente será una gestión de lo existente más clara y eficaz que la anterior. Ninguna medida desestabilizadora les conviene, pues los líderes ciudadanistas han de demostrar que la economía se desenvolverá menos críticamente si son ellos quienes están al timón de la nave estatal. Forzosamente han de presentarse como la esperanza de la salvación por la economía, por eso su proyecto identifica progreso con productividad y puestos de trabajo, o sea, es desarrollista. Persigue entonces un crecimiento industrial y tecnológico que cree empleos, redistribuya rentas y aumente las exportaciones, bien recurriendo a reformas del sistema impositivo, bien a la explotación intensiva de los recursos territoriales, incluido el turismo. Lo de menos es que los empleos sean socialmente inútiles y respondan a necesidades auténticas. El realismo económico manda y completa al realismo político: nada fuera de la política y nada fuera del mercado, todo para el mercado.

El relativo auge del ciudadanismo, con sus modalidades nacionalistas, viene a demostrar el deficiente calado de la crisis económica, que lejos de sacar a la luz las divisiones sociales y sacar a la luz las causas de la opresión, dando lugar a una protesta consciente y organizada que se plantee la destrucción del régimen capitalista, ha permitido a otros disimularlas y oscurecerlas, gracias a una falsa oposición que lejos de cuestionar el sistema de la dominación lo apuntala y refuerza. Una crisis que se ha quedado a mitad de camino, sin desencadenar fuerzas radicales. No obstante, las crisis van a continuar y a la larga sus consecuencias no podrán camuflarse como cuestión política y terminarán emergiendo como cuestión social. Todo dependerá del retorno de la lucha social verdadera, ajena a los medios y a la política, recorrida por iniciativas nacidas en los sectores más desarraigados de las masas, aquellos que tienen poco que perder si se deciden a cortar los lazos que les atan al destino de la clase media y bajan de su carro. Pero dichos sectores potencialmente antisistema hoy parecen agotados, sin fuerzas para organizarse autónomamente, incapaces de erigirse en sujeto independiente, y por eso el ciudadanismo campa a sus anchas, llamando suavemente a la puerta de los parlamentos y consistorios municipales para que le dejen entrar. Esa es la tragicomedia de nuestro tiempo.