19 de diciembre de 2013

LOS NIÑOS SOLDADOS DE EE.UU

JROTC y la militarización de EE.UU

Ann Jones. Tom Dispatch

Seguramente el Congreso quería actuar correctamente cuando, en el otoño de 2008, aprobó la Ley de Prevención de Niños Soldados (CSPA, por su nombre en inglés). La ley tenía el propósito de proteger a niños en todo el mundo para que no fueran obligados a librar las guerras de los Grandes. Desde entonces, se suponía que cualquier país que presionara a niños para que se convirtieran en soldados perdería toda ayuda militar de EE.UU.

Resultó, sin embargo, que el Congreso –en su raro momento de preocupación por la próxima generación– se equivocó rotundamente. En su gran sabiduría, la Casa Blanca consideró que países como Chad y Yemen son tan vitales para el interés nacional de EE.UU. que prefirió pasar por alto lo que sucedía a los niños en su entorno.

Como lo exige la CSPA, este año el Departamento de Estado volvió a enumerar 10 países que usan niños soldados: Birmania (Myanmar), La República Central Africana, Chad, la República Democrática del Congo, Ruanda, Somalia, Sudán del Sur, Sudán, Siria, y Yemen. Siete de ellos debían recibir millones de dólares en ayuda militar estadounidense así como lo que es llamado “Financiamiento Militar Extranjero de EE.UU.” Se trata de un ardid orientado a apoyar a los fabricantes de armas estadounidenses entregando millones de dólares públicos a “aliados” tan sospechosos, que entonces deben dar un giro y comprar “servicios” del Pentágono o “material” de los habituales mercaderes de la muerte. Ya los conocéis: Lockheed Martin, McDonnell Douglas, Northrop Grumman, etc.

Era una oportunidad para que Washington enseñara a un conjunto de países a proteger a sus niños, no conducirlos a la matanza. Pero en octubre, como lo ha hecho cada año desde que CSPA fue promulgada, la Casa Blanca volvió a conceder “dispensas” totales o parciales a cinco países en la lista de “no ayuda” del Departamento de Estado: Chad, Sudán del Sur, Yemen, la República Democrática del Congo, y Somalia.

Mala suerte para los jóvenes ­–y el futuro– de esos países. Pero hay que mirarlo como sigue: ¿Por qué debiera Washington ayudar a los niños de Sudán o Yemen a escapar de la guerra si no escatima gastos dentro del país para presionar a nuestros propios niños estadounidenses impresionables, idealistas, ambiciosos para que entren al “servicio” militar?

No debiera ser ningún secreto que EE.UU. tiene el mayor sistema, más eficientemente organizado, del mundo para reclutar niños soldados. Con una modestia poco característica, sin embargo, el Pentágono no utiliza esa descripción. Su término es “programa de desarrollo de la juventud”.

Impulsado por múltiples firmas altamente remuneradas de relaciones públicas y publicidad de alta potencia, contratadas por el Departamento de Defensa, el programa es algo esplendoroso. Su principal cara pública es el Cuerpo de entrenamiento de reserva de oficiales menores (o JROTC por sus siglas en inglés).

Lo que hace que este programa de reclutamiento de niños soldados sea tan impresionante es que el Pentágono lo realiza a plena vista en cientos y cientos de institutos de enseñanza media privados, militares, y públicos en todo EE.UU.

A diferencia de los señores de la guerra africanos occidentales Foday Sankoh y Charles Taylor (ambos llevados ante tribunales internacionales por acusaciones de crímenes de guerra), el Pentágono no secuestra realmente niños y los arrastra físicamente a la batalla. En su lugar trata de convertir a sus jóvenes “cadetes” en lo que John Stuart Mill una vez llamó “esclavos voluntarios”, tan engañados por el guión del amo que aceptan sus partes con un gusto que pasa por ser elección personal. Con ese fin, el JROTC influencia sus mentes aún no enteramente desarrolladas, inculcando lo que los libros de texto del programa llaman “patriotismo” y “liderazgo”, así como una atención por reflejo a las órdenes autoritarias.

La conjura es mucho más sofisticada –tanto más “civilizada”– que cualquiera imaginada en Liberia o Sierra Leone, y funciona. El resultado es el mismo, no obstante: los niños son llevados a servir como soldados, una tarea que no podrán abandonar, y durante la cual serán obligados a cometer atrocidades desgarradoras. Cuando comienzan a quejarse o a no soportar la presión, en EE.UU. como en África Occidental, aparecen las drogas.

El programa JROTC, que todavía se extiende en institutos de enseñanza media en todo el país, cuesta a los contribuyentes de EE.UU. cientos de millones de dólares por año. Ha costado sus hijos a una cantidad desconocida de contribuyentes.

Las brigadas de acné y frenillos dentales
Tropecé con algunos niños del JROTC hace unos pocos años en un desfile del Día de los Veteranos en Boston. Antes de que comenzara, pasé entre grupos uniformados que se instalaban a lo largo del Boston Common. Había algunos viejos luciendo los estandartes de sus grupos de la American Legion, unas pocas bandas de escuelas de enseñanza media, y algunos jóvenes atildados en elegantes uniformes de gala: reclutadores militares del gran Boston.

Y luego estaban los niños. Las brigadas de acné y frenillos dentales, de 14 y 15 años en uniformes militares, portando rifles sobre sus hombros. Algunos de los grupos de niñas llevaban elegantes guantes blancos.

Demasiados grupos semejantes, con demasiados niños impúberos, estaban a lo largo de Bostom Common. Representaban todas las ramas de las fuerzas armadas y muchas comunidades locales diferentes, aunque casi todos eran morenos o negros: africanos-estadounidenses, latinos, hijos de inmigrantes de Vietnam y de otros puntos al Sur. Recién el pasado mes en la Ciudad de Nueva York, vi a semejantes escuadrones de JROTC codificados por colores, marchando por la Quinta Avenida el Día de los Veteranos. Una cosa que JROTC no es, es una coalición arco iris.

En Boston, pregunté a un muchacho de 14 años por qué se había unido al JROTC. Llevaba un uniforme para jóvenes del Ejército y acarreaba un rifle que era casi tan grande como él mismo. Dijo: “Mi papá, nos abandonó, y mi mamá, tiene dos trabajos, y cuando llega a casa, bueno, no está en muy buenas condiciones. Pero en la escuela nos dijeron que hay que tener muy buena condición si se quiere llegar a alguna parte. Por lo tanto se podría decir que me uní por eso.”

Un grupo de niñas, todas miembro del JROTC, me dijeron que iban a clases con los muchachos pero que tenían su propio equipo de entrenamiento (todo negro) que competía contra otros de tan lejos como Nueva Jersey. Me mostraron sus medallas y me invitaron a su escuela para que viera sus trofeos. Ellas, también, tenían 14 o 15 años. Saltaban como las entusiastas adolescentes que eran mientras hablábamos. Una dijo: “Nunca antes obtuve premios”.

Su excitación me sorprendió. Cuando tenía su edad, creciendo en el Medio Oeste, me levantaba antes del amanecer para caminar hacia un campo de fútbol y practicar maniobras en formación cerrada a oscuras antes de que comenzara el día escolar. Nada me hubiera apartado de esa “condición”, ese “ejercicio”, ese “equipo”, pero yo estaba en una banda marcial y el arma que portaba era un clarinete. JROTC ha atrapado esas eternas ansias juveniles de formar parte de algo más grande y más importante, que el propio ser lamentable, desatendido, lleno de acné. JROTC captura el idealismo y la ambición juvenil, la retuerce, la entrena, la arma, y la coloca en camino a la guerra.

Un poco de historia
El Cuerpo de Entrenamiento de Reserva de Oficiales Menores del Ejército de EE.UU. fue concebido como parte de la Ley de Defensa Nacional de 1916 en medio de la Primera Guerra Mundial. Después de esa guerra, sin embargo, solo seis institutos de enseñanza media aceptaron la oferta de los militares de equipamiento e instructores. Una versión más adulta del Cuerpo de Entrenamiento para Oficiales de la Reserva (ROTC), fue convertida en obligatoria en muchos colegios y universidades estatales, a pesar de la entonces controvertida cuestión de si el gobierno podía obligar a los estudiantes a hacer entrenamiento militar.

En 1961, ROTC se había convertido en un programa optativo, popular en algunas escuelas, pero mal recibido en otras. Pronto desapareció por completo de los campus de muchos colegios de elite y universidades estatales progresistas, excluido por protestas contra la guerra en Vietnam y descontinuado por el Pentágono, que insistía en mantener políticas discriminatorias (especialmente respecto a la preferencia sexual y al género) ilegalizadas en los códigos de conducta de las universidades. Cuando renunció a “No preguntes, no lo digas” en 2011 y ofreció un menú de sustanciales subvenciones de investigación para semejantes instituciones, universidades de elite como Harvard y Yale volvieron a aceptar a los militares con una deferencia indecorosa.

Durante el exilio del ROTC de tales instituciones, sin embargo, se arraigó en campus colegiales en Estados que no expresaban inconformidad respecto a la discriminación, mientras el Pentágono expandía su programa de reclutamiento en escuelas de enseñanza media. Casi medio siglo después del establecimiento de JROTC del Ejército, la Ley de Vitalización del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de Reserva de 1964 abrió semejante entrenamiento para jóvenes a todas las ramas de las fuerzas armadas. Lo que es más, la cantidad de unidades de JROTC en todo el país, limitada anteriormente a 1.200, aumentó rápidamente hasta 2001, cuando desapareció la idea misma de imponer límites al programa.

El motivo fue bastante evidente. En 1973, el gobierno de Nixon descartó el servicio militar obligatorio a favor de un ejército permanente profesional “solo de voluntarios”. ¿Pero dónde se encontraban esos profesionales? ¿Y cómo exactamente iban a ser persuadidos para ser “voluntarios”? Desde la Segunda Guerra Mundial, los programas de ROTC en instituciones de educación superior habían suministrado cerca de 60% de los oficiales comisionados. Pero el ejército necesita soldados de infantería.

Oficialmente, el Pentágono afirma que JROTC no es un programa de reclutamiento. En privado, nunca consideró que sea algo diferente. El JROTC se describe ahora como “desarrollado de una fuente de reclutas alistados y candidatos a oficiales a un programa ciudadano dedicado a la elevación moral, física y educacional de la juventud estadounidense”. Sin embargo, el ex secretario de Defensa William Cohen, testificando ante el Comité de Servicios Armados de la Cámara en 2000, calificó al JROTC de “uno de los mejores instrumentos de reclutamiento que podemos tener”.

Con esa misión no acreditada en mano, el Pentágono presionó por un objetivo planteado primero en 1991 por Colin Powell, entonces jefe del Estado Mayor Conjunto: el establecimiento de 3.500 unidades del JROTC para “elevar” a los estudiantes en las escuelas de enseñanza media en todo el país. El plan era expandir hacia “áreas educacional y económicamente marginadas”. Las escuelas de mala calidad de los centros urbanos, los cinturones industriales, el Sur profundo, y Texas se convirtieron en ricos campos de caza. Al comenzar 2013, solo el Ejército estaba reciclando a 4.000 oficiales en retiro para que dirigieran sus programas en 1.731 escuelas de enseñanza media. En total, unidades del JROTC del Ejército, la Fuerza Aérea, la Armada, y los Marines surgieron en 3.402 escuelas en todo el país –65% de ellas en el Sur– con un enrolamiento total de 557.129 niños.

Cómo funciona el programa
El programa funciona como sigue. El Departamento de Defensa gasta varios cientos de millones de dólares –365 millones en 2013– para suministrar uniformes, libros de texto aprobados por el Pentágono, y equipamiento al JROTC, así como parte de los salarios de los instructores. Esos instructores, asignados por los militares (no por las escuelas), son oficiales en retiro. Siguen cobrando la pensión federal, a pesar de que se requiere que las escuelas cubran sus salarios a niveles que recibirían en servicio activo. Los militares luego reembolsan a la escuela cerca de la mitad de la considerable remuneración, pero a pesar de ello a la escuela le cuestan mucho dinero.

Hace diez años el Comité de Servicio de Amigos (CSA en español y AFSC en inglés) estableció que el verdadero coste de los programas de JROTC para los distritos escolares locales era “a menudo mucho más elevado –en muchos casos más que el doble– del coste mencionado por el Departamento de Defensa”. En 2004, los distritos escolares locales estaban gastando “más de 222 millones de dólares solo en costes de personal”.

Varios directores de escuelas quienes me hablaron sobre el problema, elogiaron al Pentágono por subvencionar el presupuesto de la escuela, pero al respecto evidentemente no comprendían las finanzas de sus propias escuelas. El hecho es que las escuelas públicas que ofrecen programas de JROTC subvencionan actualmente la campaña de reclutamiento del Pentágono. De hecho, una clase de JROTC cuesta a las escuelas (y a los contribuyentes) significativamente más de lo que costaría un curso regular de educación física o de historia de EE.UU. – aunque a menudo es considerada como un sustituto adecuado para ambos.

Las escuelas locales no tienen ningún control sobre los planes de estudio del JROTC prescritos por el Pentágono, que son inherentemente orientados hacia el militarismo. Muchos sistemas escolares simplemente adoptan programas del JROTC sin siquiera echar un vistazo a lo que se enseñará a los estudiantes. El Comité de Servicios de Amigos de EE.UU., Veteranos por la Paz, y otros grupos civiles han compilado evidencia de que esas clases no solo son más costosas que las clases regulares, sino también inferiores en calidad.

¿Qué otra cosa que calidad inferior podría esperarse de libros de texto interesados escritos por ramas en competencia de las fuerzas armadas y utilizados por militares en retiro sin cualificaciones o experiencia pedagógica? En primer lugar, ni los textos ni los instructores enseñan el tipo de pensamiento crítico que es central actualmente en los mejores planes de estudio escolares. En su lugar, inculcan obediencia a la autoridad, miedo a “enemigos”, y postulan la primacía de la fuerza militar en la política exterior estadounidense.

Grupos civiles han presentado una serie de otras objeciones al JROTC, que van desde prácticas discriminatorias –por ejemplo, contra gays, inmigrantes y musulmanes– a otras peligrosas, como llevar armas a las escuelas (precisamente). Algunas unidades incluso establecieron polígonos de tiro donde se usan rifles automáticos y munición de guerra. JROTC embellece la peligrosa mística de semejantes armas, convirtiéndolas en objetos que hay que ansiar, aceptar, y apresurarse a encontrar la posibilidad de utilizarlas.

En su propia defensa, el programa publicita una ventaja principal ampliamente aceptada en todo EE.UU.: que suministra “condición”, que evita que los niños abandonen la escuela, y convierte a niños (y ahora niñas) de antecedentes “problemáticos” en “hombres” quienes, sin JROTC para salvarlos (y al resto de nosotros contra ellos), se convertirían en drogadictos o criminales o algo peor. Colin Powell, el primer graduado de ROTC que llegó al máximo puesto en las fuerzas armadas, pregonó precisamente esa línea en sus memorias My American Journey. “Niños de los centros urbanos pobres”, escribió, “muchos de hogares deshechos, [encuentran] estabilidad y modelos que imitar en JROTC”.

No existe evidencia para probar esas afirmaciones, sin embargo, aparte de testimonios de estudiantes como el que me presentó el de 14 años que me dijo que participó en busca de “condición”. El que esos niños (y sus padres) se dejen convencer por ese argumento de ventas es una medida de sus propias opciones limitadas. La gran mayoría de los estudiantes encuentra mejor “condición”, más positiva para la vida, en la escuela misma a través de cursos académicos, deportes, coros, bandas, clubs de ciencia o lenguaje, períodos de capacitación – de todo– en escuelas donde existen semejantes oportunidades. Es precisamente en escuelas con semejantes programas, donde administradores, maestros, padres y niños, trabajando en conjunto, tendrán más éxito en mantener afuera al JROTC. A los sistemas escolares “económica y socialmente deficitarios” que son el objetivo del Pentágono les queda la posibilidad de eliminar “detalles” semejantes y gastar sus presupuestos en un coronel o dos que puedan ofrecer a estudiantes necesitados de “estabilidad y modelos” un futuro prometedor, aunque tal vez muy corto, como soldados.

Días en la escuela
En una de esas escuelas del barrio marginado del centro de Boston, predominantemente negra, estuve en clases del JROTC donde niños miraban interminables filmes de soldados desfilando, y luego tuvieron que hacerlo ellos mismos en el gimnasio de la escuela, rifles en mano. (Tengo que admitir que podían marchar mucho mejor que escuadrones del Ejército Nacional Afgano, que también he observado, ¿pero es motivo para estar orgullosos?) Ya que esas clases parecían consistir a menudo de pasar el rato, los estudiantes tenían mucho tiempo para conversar con el reclutador del Ejército cuyo escritorio estaba convenientemente ubicado en la sala de clases del JROTC.

También conversaron conmigo. Una niña africano-estadounidense de 16 años, quien era la primera de su clase y ya se había alistado en el Ejército, me dijo que convertiría a las fuerzas armadas en su carrera. Su instructor –un coronel blanco a quien ella consideraba como el padre que nunca tuvo en casa– había llevado a la clase a creer que “nuestra guerra” continuaría durante mucho tiempo, como dijo, “hasta que hayamos matado al último musulmán en la Tierra”. Ella quería ayudar a salvar EE.UU. dedicando su vida a esa “gran tarea que nos espera”.

Sorprendida, exclamé, “¿Y qué piensas de Malcolm X?” Malcolm X nació en Boston y una calle no lejos de la escuela lleva su nombre. “¿No era musulmán?” pregunté.

“Oh, no, señora”, dijo. “Malcolm X era estadounidense”.

Un muchacho mayor, que también se había alistado con el reclutador, quería escapar a la violencia de las calles de la ciudad. Se alistó poco después que uno de sus mejores amigos, atrapado en el fuego cruzado de otros, fue muerto en un mini-mercado muy cercano a la escuela. Me dijo: “No tengo ningún futuro aquí. Igual podría estar en Afganistán.” Pensaba que sus probabilidades de supervivencia serían mejores allí, pero estaba preocupado por el hecho de que tenía que terminar la escuela secundaria antes de incorporarse para cumplir su “deber”. Dijo: “Solo espero que pueda llegar a la guerra”.

¿Qué clase de sistema escolar ofrece a niños y niñas semejantes “alternativas? ¿Qué clase de país?

¿Qué pasa en las escuelas en tu ciudad? ¿No es hora de que lo descubras?

18 de diciembre de 2013

LA PRIVATIZACIÓN DE LA SANGRE

Luisa Lores Agüin. Nueva Tribuna

El Gobierno de la Comunidad de Madrid ha aprobado la privatización de la gestión de las donaciones de sangre, que ceden a la Cruz Roja a cambio de 9,3 millones de euros (67 euros por donación).

La crisis económica disparará la afluencia de personas sin trabajo, que necesitarán vender su sangre como último recurso

Realizar cualquier crítica a la gestión de la donación y del uso de la sangre humana conlleva gran responsabilidad, ya que la sangre es un bien imprescindible y gracias a su donación altruista muchas personas logran recuperar su salud y salvar su vida, pero precisamente por eso debemos exigir la mayor transparencia y evitar cualquier suspicacia.

A finales de la década de los 80 y principios de los 90 las empresas privadas que comerciaban con sangre humana contrataron a donantes de alto riesgo en EEUU, incluyendo presos y consumidores de drogas inyectables y trataron con productos derivados de estas donaciones a personas afectadas de hemofilia en muchos países, entre ellos España, sin realizar los controles pertinentes, provocando miles de contagios de hepatitis y VIH.

Las compañías farmacéuticas implicadas lograron acuerdos extrajudiciales para evitar la mayor parte de las demandas, pero la alarma creada impulsó la prohibición de comerciar con sangre humana y la generalización de las donaciones voluntarias y no remuneradas.

A pesar de estos graves hechos y de que la OMS sigue alertando sobre la inseguridad asociada a la mercantilización de la sangre y se ha marcado el objetivo de que todos los países obtengan sus suministros de sangre de donantes voluntarios no remunerados entre 2014 y 2020, Ignacio González y Javier Fernández-Lasquetty caminan en dirección opuesta y acaban de aprobar la privatización de la gestión de las donaciones de sangre en la comunidad madrileña, que ceden a la Cruz Roja a cambio de 9,3 millones de euros (67 euros por donación)

La Cruz Roja es una institución privada patrocinada por grandes empresas españolas y aunque las personas voluntarias son merecedoras de gran respeto no sucede lo mismo con su presidente, Juan Manuel Suárez del Toro Rivero, un banquero que compatibilizaba hasta hace unos meses su cargo retribuido en esta ONG con la presidencia de Caja Canarias y con su pertenencia al Consejo de Administración de BFA/Bankia.

Por otra parte, al contrario de lo que sucede en otros países de nuestro entorno como Francia y Holanda, donde la fabricación de hemoderivados corre a cargo del sistema público, en España este proceso está en manos de la compañía farmacéutica (CF) Grifols, Multinacional catalana vinculada a fondos de inversión, que además de recibir gratuitamente el plasma donado por la población española, importa plasma de USA para elaborar hemoderivados para el mercado Europeo.

Esta CF tiene gran interés en disponer de cantidades suficientes de plasma sin necesidad de importarlo desde el otro lado del atlántico, así que su presidente Victor Grifols ha solicitado al gobierno de España la legalización del comercio de la sangre. “Me comprometo a pagar 60 o 70 euros por donante a la semanalo que sumado al paro es una forma de vivir”.

La privatización iniciada en Madrid abre las puertas a este mercado y facilita el acuerdo comercial entre Grifols y la Cruz Roja. Tanto el gobierno madrileño como las empresas privadas saben que estos hechos pueden generar desconfianza entre los donantes y disminuir su número, pero las nuevas tecnologías permiten incrementar la producción por donante, ya que la reintroducción de los hematíes tras la extracción de la sangre evita la anemia y posibilita realizar dos donaciones semanales y hasta 24 anuales, frente a las 3 ó 4 permitidas con el método convencional. Además, la crisis económica disparará la afluencia de personas sin trabajo, que necesitarán vender su sangre como último recurso, como ya ocurrió en épocas a las que creímos no regresar, posibilitando una gran oportunidad de negocio para la  industria privada, a costa de desgajar otro servicio esencial del SNS y de una enorme pérdida para la credibilidad y la seguridad de la gestión de la sangre en España, que costará mucho recuperar.
Se da la circunstancia de que el presidente de Cruz Roja no ha dimitido ni tampoco ha sido destituido por la cúpula de su organización a pesar de su imputación en el caso Bankia, el mismo banco que ha hecho perder sus casas y sus ahorros a los mismos madrileños a los que ahora se les conmina a vender su sangre para sobrevivir.


Hay que exigir el cumplimiento de las recomendaciones de la OMS, la paralización del convenio de la Comunidad de Madrid con la Cruz Roja y la gestión pública de la totalidad de las donaciones de sangre.