30 de septiembre de 2013

JAQUE AL 25-S. LA TERCA VOLUNTAD DE LA DERROTA

Por Marat

1.-Hagamos un poco de memoria
Desde su primera convocatoria el 25 de Septiembre del pasado año, lo que inicialmente se conoció por la apelación a diversas tentativas –ocupar, rodear, sitiar, tomar el Congreso-, ha ido derivando hacia la más patética plasmación del ridículo, nacido ante todo del alcance de sus planteamientos políticos centrales y, en menor medida, de la enorme distancia entre sus pretensiones y sus logros.

Desde el lenguaje golpista de sus primeras convocatorias y la presencia de algunos grupos ultras entre sus convocantes (pueden ustedes acceder a mis anteriores artículos sobre estas convocatorias en este mismo blog) hasta la actual de “Jaque al Rey” del 28-S han cambiado tanto el tono de las convocatorias como los objetivos de las mismas y la composición real de una parte de las organizaciones convocantes.

Del mismo modo ha variado, fundamentalmente en este último 28-S, el tratamiento dado a los convocados. En la anteúltima convocatoria, una especie de “comandancia secreta de la revolución ciudadana” animaba al “pueblo” a acudir a su movilización calculando un alto grado de represión (pedían hasta médicos y enfermeras para el evento), mientras dicho colectivo (“En Pie”) se mantenía, prudentemente, en el anonimato, por eso de que si hay que hacer sacrificios que caigan los peones pero nunca los autoproclamados generales. Como la siniestra Brigada Provincial de Información de la Policía Nacional en Madrid los tenía controlados, decidieron presentarse y autoidentificarse en los juzgados de Plaza Castilla. Afortunadamente no parecen haber sufrido una represión particularmente severa.

Por el contrario, en esta última convocatoria, dirigida ya no contra el Parlamento sino contra el Borbón y la Monarquía, la coordinadora 25-S, que tantos enfrentamientos internos y con los iniciales convocantes del 25-S del pasado había vivido, no planteaba especiales sacrificios a su convocatoria de manifestarse y ocupar “indefinidamente” la Plaza de Oriente, si bien a última hora y ante la evidencia de un fracaso anunciado aclaraba que “indefinidamente” significaba no fijar la hora de finalización de su manifestación. La idea de emular al 15M plantando en la plaza tiendas de campaña fue abandonada sin que oficialmente se admitiese haberla planteado. 

En cualquier caso, la movilización fue un fracaso de varios cientos de personas, frente a 1.400 policías de las UIP; un fracaso incluso anunciado, por mucho que sus convocantes afirmen como éxito haber reunido al principio de la manifestación a 8.000 personas, disminuidas en número luego por la torrencial lluvia. Magra convicción y energía es esa a la que el agua disuelve. Las cifras es lo que tienen: cualquiera puede dar las que le dé la gana pero la realidad es que ni con las anteriores convocatorias cayó el gobierno de extrema derecha liberal ni se disolvieron las cortes ni en ésta se ha avanzado un solo milímetro en el destronamiento de los Borbones. Y esos eran los objetivos explícitos y proclamados de tales llamamientos a la movilización. Ni el ambiente previo en la calle y en las redes sociales anunciaba otra cosa ni los objetivos de la convocatoria –y ésta es la razón clave de su fracaso- permitían esperar algo distinto, salvo quizá para una parte de los cambiantes a lo largo de un año grupos convocantes, para los que la reflexión acerca de su menguante capacidad de atracción no parece merecer autocrítica ni análisis algunos. Baste para ilustrar esta afirmación el comunicado de autodisolución de la Plataforma ¡En Pie! Ni el menor atisbo o tentativa de explicación real del porqué de su fracaso, que no fuera culpar a la sociedad de no aceptarles su papel de guías.

No me voy a referir a la evidente contradicción de una movilización, de forma más acentuada la última, que dice pedir la abolición de la Monarquía pero que en ningún momento afirma su voluntad de proclamar la III República española y se limita al eufemismo de aludir a una “forma de gobierno republicana”. Cuando uno se la agarra con papel de fumar en su lenguaje y no es claro y decidido en sus propuestas no merece otra cosa que el más profundo desprecio por su cobardía En cualquier caso, no está aquí el motivo de un fracaso en la movilización sino en la evidente desconexión entre la realidad terrible que vive la clase trabajadora y las reformas, por mucho que las vendan como rupturas radicales, institucionales que proclama esta gente.

2.-Razones del fracaso de cierto modelo de protesta social y la quincalla teórica del reformismo
Lo que una y otra vez viene fracasando desde hace meses es una determinada forma de protesta social y unos contenidos concretos de esa protesta.

Es la permanente apelación al “ciudadano”, figura inoperante como sujeto político al que enfrentar a las consecuencias sociales de la crisis capitalista, porque la llamada ciudadanía está compuesta tanto por explotados como por explotadores, por favorables a las reformas liberales como por partidarios a resistirlas, la que está condenada a la derrota. Cuando la empresa privada aplica un ERE a cientos o miles de sus empleados no se la está aplicando a los ciudadanos sino a los trabajadores. Cuando la enseñanza y la sanidad públicas son degradadas al máximo por los gestores políticos, para justificar su privatización, no es el genérico e indiferenciado “ciudadano” el que sufre sus consecuencias, porque una parte de esos “ciudadanos” pueden pagarse tanto una enseñanza como una sanidad públicas, sino la clase trabajadora en su conjunto, que es la auténtica víctima tanto de la crisis capitalista, como de las medidas de austeridad que sólo a ella se le aplica o de la traición de clase de las izquierdas sistémicas.

Por otro lado, la reivindicación de la ciudadanía y de la figura del ciudadano como ejes de la protesta se asienta en un supuesto falaz e intencionadamente tramposo. La de que el poder “de los mercados” –la obsesión por no llamar a las cosas directamente por su nombre, capitalismo, es ridículamente enfermiza- acaba con la soberanía de la política y con el respeto a la voluntad ciudadana propia de las democracias.

Cualquier estudiante de bachillerato, no necesariamente brillante ni mucho menos, sabe que los derechos políticos democráticos y su extensión –el derecho de ciudadanía y la consideración de ciudadano- son un fenómeno no estático y perenne sino una conquista de tipo histórico que ha sido compatible tanto con los modelos económicos liberales como con los mal llamados de “economía mixta” del Estado del Bienestar.

Lo que se dirime en la contrarrevolución liberal no es el derecho de ciudadanía ni el ataque a la democracia por parte de “los mercados”. A lo que el capitalismo –porque se trata del capitalismo. El mercado también existe en una sociedad socialista- ataca primordialmente es a las conquistas sociales de una clase, la trabajadora, por mucho que de esas conquistas se hayan beneficiado también las clases medias.

Los derechos de ciudadanía son ante todo políticos y de igualdad ante la ley, no necesariamente económicos y sociales. No lo fueron con la revolución francesa de 1789 ni con las revoluciones burguesas de mediados del siglo XIX. Tan sólo fueron reconocidos en la práctica esos derechos económicos y sociales durante un breve período periodo posterior a la II Guerra Mundial, empezando a naufragar con el inicio de la revolución conservadora de Reagan y Thatcher a principios de los años 80 del pasado siglo. El auge y los fundamentos legales del Estado del Bienestar duraron no más de 35 años, aunque sea ahora cuando se esté firmando “legalmente” su acta de defunción.

Las reglas del juego han cambiado en cuanto al fin de la universalización de los servicios sociales y de los derechos sociales y económicos. No así los derechos políticos de ciudadanía que permanecen, del mismo modo en el que lo hicieron durante todo el siglo XIX y la primera mitad del XX en gran parte de los países europeos y en Norteamérica.
Serían las luchas obreras durante esos siglos, junto con la revolución bolchevique de 1917 y la Gran Depresión los que obligarían a políticas expansivas de Estado, ya fueran en su versión del New Deal o en la de los fascismos europeos.

Será Marx quien cuestione el hecho de que la revolución francesa y las revoluciones burguesas creen un marco jurídico de derechos democráticos y de ciudadanía pero se detengan en la propiedad como piedra de toque sagrada sin extender la igualdad jurídica entre los seres humanos a una igualdad real en lo económico, al mantener la burguesía la posesión de los medios de producción. Apuntando más lejos, Marx afirmará que los derechos de ciudadanía bajo el Estado burgués, lejos de ser un avance hacia la igualdad real –la económica y social-, consolidan la desigualdad entre los seres humanos porque la encubre y legitima bajo un manto humanista y de apariencia democrática. Es obvio que Marx no está proponiendo remedios de hipócrita plañidera, como hacen las “izquierdas” vergonzantes actuales con toda esa chatarra intelectual del “bien común”, la “democracia económica y social”, el comercio justo, la renta básica universal o la banca social, todas ellas de un origen más que sospechoso en teóricos liberales o de corte “humanizador” del capitalismo. La propuesta de Marx no era poner paños calientes al cáncer capitalista sino la de realizar una revolución social que destruyera su desorden para instaurar uno moralmente superior, el socialismo.     

La obstinación en el rechazo y la renuncia a la lucha de clases al dirigir intencionadamente, y en compañía del afortunadamente ya moribundo movimiento indignado, la protesta social sólo contra el Estado, los gobiernos y las instituciones y negarse  a orientarla también hacia las grandes empresas y corporaciones, auténticos diseñadores de las políticas que aplican los gobiernos contra la clase trabajadora, resulta cuando menos sospechosa.

Sin lucha de clases carece de sentido alguno una protesta social cuyo origen, parece que hay que recodarlo a todas horas, es la crisis capitalista que está provocando la mayor concentración de riqueza en menos manos y el mayor expolio de sus conquistas sociales que haya sufrido la clase trabajadora en toda su historia. Y no hay lucha de clases si las luchas no son proyectadas a la vez y con la misma entereza contra el empresariado capitalista y contra sus gobiernos, que no actúan por maldad caprichosa de los políticos, como infantilmente se nos pretende hacer creer, sino como instrumentos al servicio de la clase a la que representan, la burguesía.  

Sin lucha de clases no será posible debilitar a la clase que impone las políticas contra la inmensa mayoría de la población, que es la asalariada y la que ha dejado de serlo al convertirse en parada, ni será posible cambiar las políticas gubernamentales ni la composición de los gobiernos. Sólo desde la fuerza de la clase trabajadora, a la que colaboracionistas sindicales y las pseudoizquierdas mantienen fuera de del combate, es posible transformar la realidad y esa realidad no se cambia sin afrontar de manera directa las cuestiones de la propiedad, en el ocaso final de lo público, de la distribución de la riqueza y de su origen.

En ellas se encuentra el nudo gordiano que hace posible una correlación de fuerzas tan desequilibrada entre trabajo y capital. Sólo unos objetivos y unos contenidos ideológicos que las sitúen en el centro mismo de la protesta pueden empezar a revertir la situación hacia una posición más ventajosa de los oprimidos frente a la dictadura de la burguesía.
Sin duda, éste es el camino más difícil. Situar la lucha en el espacio de la producción y del poder económico y en sus proximidades es un desafío plagado de obstáculos, no sólo por el dominio del empresariado y sus estructuras corporativas de poder vertical sino también, y de modo muy importante, por la cooperación desmovilizadora que les prestan las burocracias antisindicales de los que aún son sindicatos mayoritarios, de las izquierdas sistémicas y sus aliados de la “democracia líquida” y de una indignación con ideología de clase media, cuya función está siendo la de desviar la correcta orientación de la lucha social hacia un destino inútil y frustrante para los incautos que participan de ellas. Pero si las trabas para emprender esta reorientación de la protesta social son enormes, el fracaso de las movilizaciones precedentes respecto a sus propios objetivos muestran, como mínimo, la necesidad de replantearse porqué siguen y con qué objeto.

De la mano del ciudadanismo interclasista que no ahonda en las raíces históricas y estructurales de la desigualdad, basada en la contradicción entre una producción social y  una apropiación individual del beneficio y de la riqueza, derivado de la propiedad privada de los medios de producción, va la pantomima de los “procesos constituyentes/ destituyentes”. Entre los cándidos bienintencionados del ciudadanismo y de los procesos constituyentes, que los hay, se asienta la falsa creencia en que basta la participación política y el éthos (para entendernos, moralina) “democrático” para luchar contra el capitalismo, por supuesto sin tocar, o haciéndolo en pequeña medida, las bases estructurales de la desigualdad. Pero lo cierto, y ahí se les pilla como a pardillos, es que sus medidas y propuestas van encaminadas, antes que a nada, al cambio del marco jurídico y político institucional; una mero programa democrático burgués. Hace ya mucho tiempo que sabemos que, salvo el poder, todo es ilusión, y la crisis capitalista ha hecho más evidente, si cabe, para quien no se arranque los ojos con el objeto de no cambiar su ciega creencia, que el auténtico poder es el económico y que los gobiernos son sólo  los brazos obedientes del capital.  Luchar “contra las privatizaciones, los recortes, la corrupción y el expolio al que nos somete el capital financiero” e incluso mostrarse partidario de algunas privatizaciones de sectores estratégicos es un brindis al sol, que en nada cambia la naturaleza del sistema económico si las luchas y los cambios no se insertan en una transformación socialista que expropie a los capitalistas las propiedades de sus empresas y las convierta en propiedad social de sus trabajadores. En la Francia de De Gaulle el 40% de la gran empresa era pública y ello no hizo que la economía francesa dejase de ser capitalista. La mayor parte de la gran empresa durante el franquismo perteneció a un organismo público, el INI, pero el sistema económico era capitalista, tanto por sus bases jurídicas como por las relaciones sociales de producción imperantes en esa economía.

Dicho de otro modo, “procesos constituyentes” sin lucha de clases y sin proyecto de sociedad socialista y de economía de propiedad colectiva es un quítate tú para ponerme yo, un cambio de actores políticos, la sustitución de un régimen de partidos por otro en el que gobiernen aquellos que no pudieron hegemonizar la transición política. Gatopartismo de la peor factura. En una etapa de mayor bienestar para las clases trabajadoras tal proceso político sería un avance, por lo que supondría de ruptura con un sistema político democráticamente mejorable. En una etapa de tremenda dualización social, depauperación del nivel de vida de la clase trabajadora, agudización de las contradicciones fundamentales del capitalismo y hegemonía brutal de la burguesía en la lucha de clases, por incomparecencia de las pseudoizquierdas y el sindicalismo amaestrado, un proceso constituyente limitado básicamente al cambio del marco político es sencilla y llanamente traición a la clase trabajadora.    

Desde hace decenios, las izquierdas y las organizaciones sindicales han ido renunciando a su identidad ideológica, basada en ser representantes de los intereses de la clase trabajadora, para ir adquiriendo capa a capa otro ropaje político, el suministrado por los augures demoscópicos al servicio del régimen capitalista, que machacaban de manera continuada con la gran mentira de que las sociedades modernas lo eran de clases medias y con la correspondiente cantinela de sociedades orientadas al centro político. ¿Qué clases medias son esas que se ven amenazadas de desaparecer en una crisis económica? ¿Qué rigor analítico existe en una teoría de las clases medias que integra dentro de las mismas a asalariados con altos sueldos, propietarios de medios de producción de la pequeña y mediana empresa y profesionales liberales de alta cualificación? Cuando lo que articula dicha definición es la capacidad adquisitiva ante el consumo y la posibilidad de generar patrimonio, la confusión y el engaño están servidos pero poco importa a los sociólogos de turno del sistema porque el objetivo no es otro que crear ideología conservadora y justificar el consentimiento social y el consenso de valores alrededor de un modelo de capitalismo avanzado. Lo cierto es que el salario, aun siendo elevado no conforma clase media porque su origen no es independiente para el beneficiario sino que depende del contrato por cuenta ajena y ser asalariado es una de las bases definitorias clave de la pertenencia a la clase trabajadora. En el caso de los altos asalariados cabe hablar de “aristocracia obrera”, que constituye una fracción dentro de una clase social pero no una clase en sí porque las clases se definen por su posición en la producción. Podríamos aludir también a la tendencia, previa a la crisis actual, hacia una posición subalterna a través de la salarización de importantes sectores de los profesionales liberales de alta cualificación pero no nos detendremos en ella por no ser objeto de este artículo.

Es fácil desmontar la argucia de la teoría del predominio de las clases medias en la estructura social de las sociedades de capitalismo avanzado. Es más difícil desmontar la hegemonía del discurso ideológico de clase media, sencillamente porque el desclasado que cree pertenecer a ella, sin serlo, no está dispuesto a permitir que le sitúen en un lugar tan poco brillante socialmente y de tan escasa proyección aspiracional como la de trabajador. Es sabido que cuando el tonto coge la linde, y la linde se acaba, el tonto sigue. Pero será la crudeza de los hechos y de la pérdida de nivel de vida la que ponga en su sitio a estos adoradores de becerritos de oro porque su realidad no les da para becerros grandes.
Requiere más esfuerzo resistir que plegarse a la orientación dominante del viento y esto último es lo que han hecho desde entonces las organizaciones que en el pasado lo fueron de la clase trabajadora y que hoy están al servicio de un discurso reaccionario de clase media que lo único que desea es mantener su amenazado “bienestar” económico sin alterar su lealtad al sistema capitalista.

Esas pseudoizquierdas, penetradas hasta los tuétanos por lo peor de la ideología liberal a la que dicen combatir, perseveran en un discurso que las conduce de fracaso en fracaso porque han asumido, pusilánimes, el principio de que no deben radicalizarse para lograr ser hegemónicas, porque la sociedad es muy moderada. De ahí su ridículo discurso del 99% contra el 1%, que absuelve a las clases medias patrimoniales propietarias de medios de producción, de su condición de verdugos de la clase trabajadora, subordinando los intereses de ésta a los de la lucha por la supervivencia del pequeño y mediano empresario. ¿De qué sirve tener la hegemonía, que están cada vez más lejos de adquirir porque no convencen a la clase trabajadora, de un discurso que no es el suyo de origen?

El fracaso de las movilizaciones ciudadanistas, interclasistas, sólo de reivindicación institucional y de los distintos eventos del 25-S se produce no porque la clase trabajadora sea revolucionaria (no le corresponde a ella serlo sino a sus organizaciones) sino porque sus reivindicaciones no tienen nada que ver con ella. Si durante un tiempo funcionó, bajo la marca indignada del 15M era porque la gente estaba lo bastante airada como para salir a protestar. A pesar de ello  las protestas movilizaron sobre todo a sectores de las mal llamadas clases medias. Cuando empezó a hacer aguas no es porque se radicalizara –admitir la dación en pago no es ser radical; es asumir el imperio del derecho del usurero a cobrar la deuda sobre el derecho humano a la vivienda- sino porque se agotó, al no ser un elemento que hiciera avanzar propuestas que supusieran una auténtica conexión con las necesidades reales, cotidianas y vitales de los golpeados por la crisis y las políticas de austeridad.


La República es una aspiración natural de las izquierdas, claro que sí. Pero, ¿de qué les serviría a los 4.000 trabajadores de Panrico, que no cobran sus nóminas para que la empresa pague a proveedores, que verán rebajadas sus salarios, cuando los cobren, en un 45% o que asistirán al dramático despido de 1.900 compañeros, que el Jaque al Rey lograse la sustitución de un Borbón tarado por el Presidente de una República que permitiese las políticas antisociales y el chantaje terrorista de los empresarios que hoy padecemos? Señores constituyentes: piensen la respuesta y luego me la cuentan.  

21 de septiembre de 2013

LA COMPLICIDAD DE ALGUNOS INTELECTUALES EN LA GUERRA IMPERIAL CONTRA SIRIA

Ángeles Diez Rodríguez. La Haine

Incluso se permiten enmendar la plana a los gobiernos latinoamericanos que, defendiendo la soberanía y el principio de no injerencia, se oponen a la guerra contra Siriahttp://www.lahaine.org/skins/basic/img/espaciador.gif

El caso de Siria es uno de los más paradigmáticos en los que desde el 2011 se evidencian con claridad el papel legitimador de la guerra jugado por ciertos intelectuales de izquierda. Una parte importante de éstos ha optado por servir de coro a la guerra mediática contra Siria investidos de una áurea ilustrada y cargados de principios morales de factura occidental. Desde sus púlpitos en los medios alternativos pero también en los masivos elaboran explicaciones, justificaciones y relatos que presentan como principios éticos cuando en realidad se trata de su opción política. Ridiculizan y simplifican, manipulan y tergiversan la opción de los militantes antiimperialistas e incluso se permiten enmendar la plana a los gobiernos latinoamericanos que, defendiendo la soberanía y el principio de no injerencia, se oponen a la guerra contra Siria.

En junio del 2003 en el marco de la guerra y ocupación de Iraq no fue muy complicado, en el ámbito universitario, en el de la cultura y en la militancia de izquierdas, que se alzaran cientos de voces contra la guerra, fuimos capaces de reconocer las trampas discursivas, capaces de descubrir los intereses del imperio y sus socios, de desvelar las mentiras mediáticas y sobre todo de establecer prioridades en la movilización y la denuncia. No pudimos parar la guerra ni la ocupación de Iraq pero pusimos los cimientos de un movimiento antiimperialista que podría haber sido el freno de mano de la barbarie bélica y que, de alguna manera, aplazó el objetivo de continuar la neocolonización de la zona.

Si en el 2003 nos fue relativamente fácil movilizarnos contra la guerra en Iraq y los planes imperiales, lo cual no significaba apoyar ninguna dictadura, muchos nos hacemos ahora la pregunta ¿qué ha pasado para que no surja o para que no se dé continuidad al movimiento que emergió en el 2003? Seguramente haya diversas razones entrecruzadas pero me gustaría destacar dos que me parecen centrales: los medios de comunicación masivos han hecho un buen trabajo disuasorio y una parte de los intelectuales de izquierdas que antes eran referentes políticos contra la guerra han optado por servir en el otro bando.

Intelectuales de izquierda al servicio de la legitimación bélica.
Que los medios masivos mienten, tergiversan, ocultan, señalan, dan forma y rostro a nuestros enemigos es una evidencia repetida una y otra vez en la historia. Lo hacen no porque sean instrumentos del imperio, no, lo hacen porque son parte consustancial del poder. Pero la justificación de las guerras, la “fabricación del consenso” que diría Chomsky, no sólo se hace a través de las corporaciones mediáticas. La propaganda es un sistema en el que se insertan las empresas mediáticas, la clase política y sus discursos, la cultura occidental prepotente y colonialista, los periodistas, los artistas, los intelectuales, los académicos y los filósofos mediáticos. Todos estos intelectuales se han convertido en un “clero secular” que “optan por jugar un papel fundamental en la interiorización de la ideología de la guerra humanitaria como un mecanismo de legitimación” (Bricmont, 2005). Unos conscientemente otros no tanto se han puesto al servicio de la propaganda de guerra del imperio.

Lo interesante es que esta cohorte creadora de opinión pública antes se reclutaba en las filas conservadoras, en las liberales y una parte en las de los socialdemócratas (recordemos la campaña del PSOE con “la OTAN de entrada No”) pero desde la guerra de Yugoslavia (1999) son cada vez más los grupos de intelectuales que proceden o se reclaman revolucionarios de izquierda, anticapitalistas y antiimperialistas. Se explican a sí mismos con argumentos morales universalistas y humanitarios: luchar contra las dictaduras (estén donde estén) y defender la causa de los pueblos (siendo éstos las mujeres afganas, los insurgentes libios, los manifestantes sirios o la parte de pueblo que los medios masivos señalen como víctima de las dictaduras).

Algunos de estos intelectuales enarbolaron el “No a la guerra” contra Iraq en el 2003, sin embargo, desde el inicio de las llamadas “primaveras árabes” tocan en la misma orquesta que sus gobiernos llamando al derrocamiento de tirano B. Al-Assad y a la Transición democrática en Siria; incluso hay quien reclama la intervención militar de Occidente como la novelista Almudena Grandes: “Al fondo está El Asad, un dictador, un tirano, un asesino en serie que resultará el único beneficiario de la no intervención”.

Suponemos que para ellos S. Huseim era menos dictador que B. Al-Assad o quizá se trate de que en esa guerra había cientos de miles de ciudadanos en las calles gritando “No a la guerra”, caso que no se da ahora.

El papel que juega este “clero secularizado” es doble, por un lado suministran argumentos justificadores de la intervención armada, por otro dividen, debilitan o bloquean cada vez con mayor intensidad el surgimiento de una oposición fuerte a las guerras imperiales.

Unas veces por ignorancia política, otras por confusión pero la mayoría de las veces por un sentido subyacente de superioridad moral como intelectuales del mundo desarrollado, esta “izquierda” ha interiorizado los argumentos de la derecha. Según Bricmont se ha movido en dos actitudes: a) lo que llama el imperialismo humanitario, que se apoya en creer que nuestros “valores universales” (la idea de libertad, democracia) nos obligan a intervenir en cualquier lugar. Sería una especie de deber moral (derecho de ingerencia) b) el “relativismo cultural” que parte de que no hay costumbres buenas o malas. Tendríamos el caso de que si hay un movimiento wahabista o fundamentalista que se revela contra la represión hay que aplaudirlo porque “los pueblos no se equivocan” o, como me explicó un filósofo español “cuando los pueblos hablan la geoestrategia calla”.

Extrañas coincidencias por la libertad y la democracia
La dominación imperial es siempre militar pero necesita una ideología que la justifique para eliminar resistencias en la retaguardia. Hoy día, gracias a la complejidad del sistema de propaganda cada vez más sofisticado, tecnificado y efectivo, una gran parte de la construcción de esta ideología legitimadora está en manos de una izquierda, ahora ya respetable, que cuenta con credibilidad para la opinión pública crítica gracias a su currículo como defensora de la causa Palestina. El núcleo duro de los discursos legitimadores se ha desplazado de la ya clásica “libertad” a la críptica “dignidad” y mantiene la “democracia” y los derechos humanos como consignas. La democracia como “la intervención soñada” del filósofo Santiago Alba sirve de utopía light para sumar adeptos y confundir los deseos con la realidad.

Sin embargo, hay ocasiones en las que la consigna de la libertad emerge cual ave fénix cuando el público al que se dirigen es demasiado occidentalizado para desentrañar el enigma de la “dignidad”. Dice Bricmont que justo cuando el imperio abandona el lenguaje de la libertad porque ya no resulta creíble lo retoma este clero humanitarista. Así, en el llamamiento de la Campaña de solidaridad global con la Revolución Siria firmado entre otros por G. Achcar, S. Alba y Tariq Ali cuyo título es “solidaridad con la lucha Siria por la dignidad y la libertad”, en apenas dos páginas se utiliza 14 veces la palabra libertad.

A medida que la guerra mediática contra Siria se ha ido recrudecido han aumentado las coincidencias entre los relatos imperiales y los discursos de los que dicen apoyar a los “revolucionarios sirios”. Sigamos con los ejemplos ilustrativos y comparemos el “llamamiento de Solidaridad global con la Revolución Siria” con la declaración conjunta sobre Siria que firmaron 11 países en el marco de la reunión del G20, a propuesta de EEUU, para forzar un frente de Estados que apoyen la intervención armada.

En el llamamiento del clero humanitarista se apuntan los siguientes argumentos:
1) En Siria hay una revolución en marcha 2) El único responsable de las muertes, de la militarización del conflicto y de la polarización de la sociedad es B. Al-Assad 3) Hay que apoyar a los revolucionarios sirios porque “luchan por la libertad a nivel regional y mundial” 4) Hay que “apoyar una Transición pacífica hacia la democracia para que decidan los propios sirios” 5) Se pide una “Siria libre, unificada e independiente” 6) Se pide ayuda a todos los refugiados y desplazados internos sirios

En la Web de la Campaña se introduce el texto del llamamiento especificando que “la revolución del pueblo debe ser apoyada por todos los medios”, suponemos que todos los medios significa todos los medios, y se exige que B. Al-Assad dimita, sea juzgado y se ponga fin al apoyo militar y financiero al régimen sirio, sólo al “régimen sirio”.

Por su parte la declaración conjunta de EEUU y sus socios, entre los que curiosamente no se encuentra ningún país latinoamericano y el único árabe es Arabia Saudita, expone los siguientes tópicos: 1) Condena exclusivamente al gobierno sirio al que hace responsable del ataque con armas químicas 2) La guerra contra Siria es para defender al resto del mundo de las armas químicas evitando su proliferación. 3) La intervención trataría de evitar males mayores: “un mayor sufrimiento del pueblo sirio y la inestabilidad regional” 4) Se condena la violación de los Derechos humanos “por todas las partes” 5) Se pide una salida política, no militar y se dice: “Estamos comprometidos con una solución política que se traduzca en una Siria unida, incluyente y democrática” 6) Se llama a la asistencia humanitaria, a los donantes y a la ayuda a las necesidades del pueblo sirio.

En la comparación de ambos textos lo sorprendente es que en el primero se destila un aire mucho más belicista, no se reconoce que haya dos bandos en el conflicto, el conflicto se reduce a B. Al-Assad, se justifica el apoyo a los “revolucionarios sirios” porque están haciendo la revolución mundial y no se plantea una salida política sino la derrota del gobierno sirio. Pareciera que este llamamiento hubiera sido redactado precisamente por uno de los bandos en conflicto que se arroga la portavocía del pueblo sirio en su conjunto.

Las trampas del lenguaje: “Condenamos la intervención, ni con unos ni con otros, los pueblos siempre tienen razón”
La construcción de la ideología del imperialismo humanitario ha tenido distintos recorridos. Como decíamos al inicio de esta intervención, ha sido el estandarte de la izquierda bienpensante (parte de ella vinculada al trotskismo de la Cuarta Internacional) que desde la guerra contra Yugoslavia (1999) fue dando forma a un discurso moralista cómodo que la homologaba como “izquierda respetable” aunque se declarara “anticapitalista”.

Si analizamos algunos de sus discursos sobre Siria encontramos las pautas que se repiten. En primer lugar hay que dejar claro constantemente el punto de partida antiimperialista, y negar que se esté con “la intervención militar extranjera” como hace G. Achcar en el artículo “Contra la intervención militar extranjera, apoyo a la revuelta popular siria”, o S. Alba en “Siria, la intervención soñada” que termina con un “condeno, condeno, condeno, la intervención militar estadounidense”. Decía V. Klemperer en su obra “La lengua del Tercer Reich” que “el lenguaje saca a la luz aquello que una persona quiere ocultar de forma deliberada, ante otros o ante sí mismo, y aquello que lleva dentro inconscientemente”. El clero humanitarista no está a favor de la intervención militar pero se ve obligado a repetirlo constantemente en sus escritos y conferencias como si el público al que se dirigen no estuviera del todo convencido. Tampoco conviene hablar de guerra y por tanto se utiliza constantemente el eufemismo “intervención militar extranjera” o “intervención militar estadounidense”.

Ni con EEUU ni con B. Al-Assad. La equidistancia es sin duda un refugio ideal para las buenas conciencias y tiene la ventaja de la ambigüedad que permite posicionarse en un lado o en otro según discurran los acontecimientos. Se trata de una falsa simetría que coloca en el mismo plano al agresor y al agredido. Si en una situación en la que un Estado o un conjunto de Estados amenazan y declaran la guerra a otro nos declaramos neutros, en realidad, apoyamos la opción del más fuerte. No ha sido Siria quien ha declarado la guerra a EEUU o a Europa y comparativamente el poderío y la capacidad bélica de Siria respecto al imperio y sus socios (armas químicas, nucleares y convencionales) es incomparable.

Al clero humanitarista no le convence el posicionamiento “ni-ni” y trata por todos los medios de decantar las opiniones hacia el lado del bando donde se encuentran los llamados “revolucionarios sirios”. En ese intento no escatima adjetivos contra el gobierno Sirio y su presidente y se sitúan por encima de la realidad o la veracidad de los hechos; tenemos así a S. Alba diciendo que es un hecho irrefutable que “con independencia de que haya usado o no armas químicas contra su propio pueblo, el régimen dictatorial de la dinastía Assad es el responsable primero y directo de la destrucción de Siria, del sufrimiento de su población y de todas las consecuencias, humanas, políticas y regionales que se deriven de ahí”; o a Almudena Grandes calificando a El Assad como “asesino en serie”. Pero lo cierto es que como dice Bricmont “En tiempos de guerra denunciar los crímenes del adversario, aun suponiendo que estén sólidamente fundamentados, algo que con frecuencia no es así, acaba contribuyendo a estimular el odio que hace que la guerra sea aceptable”.

Otro de los tópicos clásicos es estar del lado de los pueblos. Aquí tenemos un escollo difícil de salvar ya que, en el caso de las primaveras árabes, los gobiernos imperiales se han posicionado claramente a favor de los pueblos y han sido los primeros en señalar su apoyo a los “revolucionarios” sirios. La explicación más rocambolesca de estos intelectuales humanitarios es la pura casualidad, el cinismo o las intenciones perversas del imperio que le lleva a apoyar a los pueblos árabes para luego apropiarse de las revoluciones e imponer sus propios intereses. La realidad es, según ellos, que ni EEUU ni a Europa le interesa intervenir militarmente en Siria. Pero cuando los “rebeldes y los refugiados sirios”, como antes hicieron los rebeldes libios, manifiestan que “anhelan el ataque de EEUU a Siria” se complica la definición de “revolucionarios” y la de “pueblo” pues ¿Quién es ese pueblo revolucionario o parte del pueblo que clama por un ataque militar de otros estados?

Dada la complejidad de la situación refugiémonos en nuestros principios.
Podemos denunciar a las corporaciones mediáticas, a los políticos y publicistas que nos siguen vendiendo la guerra con la misma retórica moralista y con prácticas cínicas, el problema es que les sigue funcionando, por lo menos con la gente poco concienciada. La novedad es que ahora disponen de una cohorte de filósofos, intelectuales y artistas que se venden como estrellas mediáticas, aunque sea en medios alternativos, que incluso se creen lo que dicen, creen defender realmente los derechos humanos y estar del lado de los pueblos, pero su labor ha sido la de acompañar los discursos imperialistas y bloquear el surgimiento de movimientos de oposición a la guerra enfangándonos en discusiones estériles sobre su propio posicionamiento.

Sus textos, conferencias e intervenciones mediáticas han tenido una gran eficacia para confundir, persuadir y culpabilizar a los activistas contra la guerra, a la gente más dispuesta a ofrecer resistencia efectiva a la guerra imperial y a la propaganda de guerra. Para curarse en salud suelen afirmar que todo es más complejo, impredecible, de modo que la única opción que nos queda como gente buena que somos es refugiarnos en nuestra buena conciencia. Si nuestros conocimientos y retórica son tergiversados y utilizados para favorecer el apoyo a la guerra será un efecto no querido, un daño colateral por el que no se nos puede responsabilizar.

Lo cierto es que los discursos, los llamamientos y las exigencias del clero humanitarista no tienen la más mínima repercusión sobre los gobiernos occidentales pero también es cierto que sí afectan a la posibilidad de un movimiento antiimperialista. Quisiera terminar con unas palabras de R. Sánchez Ferlosio sobre la guerra “aparte de unos pocos exaltados todos vemos la guerra con matices pero en momentos decisivos los matices no pueden ser el lastre que nos impida oponernos a la guerra con la contundencia necesaria. Ni debemos dejar que se conviertan en munición en nuestra contra. Es nuestra responsabilidad política”.