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24 de julio de 2017

HABLEMOS DE LA CLASE TRABAJADORA SIN FANTASÍAS

Por Marat

Hay un tipo de orejeras para caballos, y algunos otros équidos como el asno, que, a pesar, de su nombre, no tapan las orejas ni las enfundan sino los ojos, con el fin de que los insectos no se les cuelen y molesten.

Tomadas como metáforas, las orejeras aplicadas a los humanos serían una especie de condones mentales cuya utilidad es la de que no pongamos jamás en cuestión nuestros propios presupuestos ideológicos ni nuestros cómodos esquemas mentales.

Esas orejeras son comodísimas. Impiden que pensemos en exceso, que digamos inconveniencias, que carguemos con las consecuencias del libre pensamiento y que evitemos que nos explote la cabeza por hacer el esfuerzo absolutamente desacostumbrado de poner en duda cualquiera de nuestras certezas.

De esas orejeras no escapa ni dios. Solo en ocasiones muy contadas se nos caen los palos del sombrajo cuando la realidad desafía a nuestro pensamiento preconcebido, a nuestras construcciones ideológicas del mundo o, expresado en términos marxistas, de nuestra falsa conciencia, de nuestra conciencia deformada de la realidad.

Y ello no siempre sucede por efecto de la ideología dominante; es decir, por aquello de que “Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante” (“La ideología alemana”. Feuerbach. Oposición entre las concepciones materialista e idealista. K. Marx y F. Engels).

La historia nos ha demostrado que, a menudo, dentro de las corrientes emancipadoras de la explotación de los seres humanos por otros seres humanos subsisten falsas percepciones de la realidad, “opiniones”, construcciones “idealistas” que enmascaran la realidad y se sustentan más en el deseo o incluso el autoengaño, que en “el análisis concreto de la realidad concreta”, dicho en términos leninistas.

En definitiva, cuando nuestras ideas sobre el mundo desafían a la realidad estamos ante una mixtificación de ésta, ante una construcción ideológica en el sentido más peyorativo que Marx le daba al concepto, como relación invertida entre nuestras representaciones mentales y esa misma realidad. Y de esas orejeras no han escapado, en buena medida, tampoco quienes se proclaman seguidores de la “teoría de la praxis”, los cuáles sostienen, con harta frecuencia, una visión del mundo, cosmovisión les gusta decir, absolutamente idealista.

Vayamos a los hechos a partir de dos ejemplos.

Hay un mito fundacional en la idea del avance progresivo en un sentido histórico, y que arranca en los tiempos modernos de Rousseau, que señala que el hombre es bueno por naturaleza y que es la sociedad la que le corrompe. En consecuencia bastaría con cambiar las instituciones (no solo las políticas sino el conjunto de los organismos públicos o privados creados para realizar una determinada función, cualquiera que sea ésta) para que se despliegue esa bondad entre el conjunto de los seres humanos, es decir, de la sociedad.

Ese pensamiento, que es judeo-cristiano, en la medida en la que parte de una representación ideal de la persona a imitación de Dios, pues es el primero obra de su creación, es de una simpleza pasmosa pero tiene más seguidores de los que parece. Y olvida que la humanidad, conformada por individuos concretos, es la que crea esas instituciones.

El riesgo de tan ingenua concepción del mundo es caer en el extremo opuesto, planteado un siglo antes por Hobbes (“El Leviathán”), según el cual el hombre es malo por naturaleza y es necesario un poder absoluto para controlar su maldad.

Vuelve a ser un pensamiento tramposo, en este caso por varias razones: justifica la violencia sin límites de un grupo concreto desde el poder (en el pasado la monarquía absolutista) sobre el conjunto, exalta, desde una perspectiva moderna, el darwinismo capitalista y tampoco deja de ser una opinión poco fundamentada, excepto que aceptemos una selección interesada de algunas experiencias concretas que no pueden ser elevadas a un rango general por ninguna evidencia científica.

Parece necesario escapar de una visión reduccionista y global en términos morales para explicar la realidad, al menos desde el presente, ya que las explicaciones inmanentes y transhistóricas simplifican de tal modo el análisis que solo perciben aparentes constantes sin ver las líneas ni los elementos de ruptura que expresan las transformaciones sociales.

El ser humano es un producto histórico. Hace y deshace el mundo, destruye creativamente y reconstruye nuevos órdenes sociales más veces a su pesar que por su propia voluntad. Para Lukacs (“Historia y conciencia de clase”) en los momentos decisivos de la lucha “todo depende de la conciencia de clase, de la voluntad consciente del proletariado”. El elemento subjetivo es, para el marxista húngaro, clave.

Pero en tanto que no se produce ese momento ascendente de la historia humana, los trabajadores pueden alcanzar la mayor degradación moral en relación con el respeto que cada uno de sus miembros se debe a sí mismo y al resto de su clase. No hay un mérito perenne en la misma, ni el hecho de que sea la que objetivamente, por su posición en la producción, tiene todos los motivos para rebelarse, y con ello liberar al resto de la humanidad, convierten a sus componentes en modernos Prometeos ni mucho menos.

Durante los cerca de 10 años que ha durado la crisis capitalista, antes de que se iniciara la recuperación de sus beneficios, la clase trabajadora ha soportado con un estoicismo digno de estudio la depauperación de su nivel de vida, el recorte de sus salarios, la destrucción de sus conquistas sociales, la sobreexplotación en sus condiciones de trabajo, la desregulación de sus relaciones contractuales,…. Sus protestas y huelgas no han significado en absoluto un rechazo al capitalismo como régimen bajo el que superviven sus existencias.

Durante el período en el que se han mantenido sin grandes recortes las conquistas sociales, producto de las luchas históricas de sus precedentes, los trabajadores de la segunda mitad del siglo XX han actuado predominantemente como seres pasivos que validaban el pacto social de sus organizaciones mayoritarias, mientras se confortaban dentro del simulacro de una democracia de consumo.

El sujeto histórico no se ha comportado como tal.

Puede argüirse que no ha existido una organización (partidos, ya que la función sindical está básicamente limitada por lo salarial) de la clase realmente revolucionaria; pero lo cierto es que la relación entre la clase y sus organizaciones se ha retroalimentado durante cerca de 60 años en el mundo capitalista avanzado. Las organizaciones políticas gestionaban el capitalismo y sus bases sociales aprobaban con sus votos dichas prácticas.
Pero es que, además, sostener la tesis del reformismo como única explicación del aburguesamiento durante este largo período de la clase trabajadora supone asumir el principio antidemocrático de que las transformaciones sociales son obra de las organizaciones, no queriendo entender que aquellas las realiza la clase, y que el papel de sus organizaciones es el de la dirección de ésta, no su sustitución en los procesos de lucha.

La explicación de la alienación como teoría que justifica la dominación ideológica del capital sobre la clase trabajadora no es válida porque no estamos ante términos equivalentes, por mucho que los “izquierdistas” sin formación política los usen como sinónimos. El primero de esos términos se refiere a la enajenación del trabajador respecto al producto de su trabajo, al aislamiento de éste en relación con sus compañeros dentro de la producción (dificultad para crear conciencia de clase explotada) y a la negación del potencial humano del trabajador bajo el sistema de producción del capital. Estamos ante la prohibición del ser humano como creador. Por contra, la dominación ideológica se refiere a todos los aparatos de control y justificación del régimen de explotación laboral a través del mundo de las ideas y los valores (educación, justicia, cultura, religión, Estado como legitimador, medios de comunicación convencionales e Internet como transmisores de la ideología dominante,…)

Quedémonos con el uso ignorante del término alienación y aceptemos que la intención del mismo es la de referirse a los aparatos ideológicos de dominación y la transmisión de sus valores.

Pues bien, por mucho que la dominación ideológica explique gran parte de la falta de conciencia de clase, de la desmovilización de la clase trabajadora y de la aceptación del status quo actua,l no lo explica todo. Nunca lo hizo en otros momentos de la historia y no lo hace ahora.

Es cierto que la derrota que para la clase trabajadora en general y para los comunistas en particular supuso la desaparición de la Unión Soviética, como ejemplo de que era posible construir una sociedad no basada en el beneficio capitalista, provocó un pesimismo profundo y drástico que significó un golpe de gracia para los proyectos colectivos de clase y de carácter emancipador. Ello se plasmó en el abandono de muchos militantes revolucionarios en un contexto de involución ultraliberal mundial, agudizó las tendencias individualistas dentro de la clase trabajadora y la aceptación del discurso general del capital por parte de la misma. Pero su desclasamiento, la autoidentificación de muy amplios sectores de los trabajadores como clase media, avergonzados del rótulo obrero, y su caída en el escapismo de lo banal venía ya de los años 70 del pasado siglo, con rasgos que anunciaban estos hechos desde una década antes.

Los marxistas tendemos a entender todo desde lo social y casi nada desde lo individual. Craso error en el que incurrimos voluntariamente. Así nos va. Psicólogos comunistas como Wilhem Reich o Lev Vygotski fueron estigmatizados por la corriente dominante en aquellos años dentro del comunismo por esa estupidez de que la psicología es una doctrina burguesa -así, sin distinción de corrientes ni escuelas concretas- y que solo lo que tenía algún anclaje próximo a las ciencias sociales era susceptible de una aproximación a la concepción progresista de la historia. Esa excomunión se hizo en la inmensa mayoría de los casos desde visiones cerradamente ideológicas y un desconocimiento absoluto de las aportaciones que una concepción marxista de lo psicológico podía hacer a la de toma de conciencia de clase, construcción de teoría alternativa al capitalismo y procesos de revolución social, entre otros beneficios. Eso sin contar con la pasarela que entre lo macro y lo micro representa la psicología social.

Sin considerar el elemento individual, por supuesto afectado por la componente social, del mismo modo en el que lo personal afecta a lo colectivo, no se comprenden cuestiones tales como por qué, mientras muchos trabajadores son unos esquiroles ante una huelga general, hay una minoría de ellos que pone en riesgo su libertad, la seguridad de sus empleos o su propio desarrollo profesional, sin ser liberados sindicales, actuando como piquetes. Tampoco es posible entender porqué hay tantos chivatos en una empresa, tanto trabajador que evita comprometerse en un conflicto laboral, mientras algunos de ellos están dispuestos a llegar hasta el final. Del mismo modo, no hay manera de explicar qué lleva a un trabajador que nunca fue políticamente consciente a tomar conciencia sin una influencia externa a él fácilmente atribuible (la organización o el militante como transmisores de esa conciencia). Igualmente no es fácil deducir qué hace que un trabajador posea conciencia crítica, sin ser un militante revolucionario, ni siquiera alguien próximo a ella, y que ello no provenga ni de una experiencia ajena pero próxima (transmisión intergeneracional, grupo de referencia del tipo amistades), mientras la inmensa mayoría se mueve entre el fútbol, la preparación de sus vacaciones de verano, el chascarrillo de la última parida supuestamente graciosa y el ir cada uno a su bola.

Mientras una minoría muy reducida pero cualitativamente más que interesante por sus motivaciones, que incluso no aparece conectada a militancia alguna ni a influencias de la misma, forma parte de un segmento de trabajadores conscientes y comprometidos con la identidad y la conciencia de clase, la gran mayoría de los trabajadores carece de la misma y, en el mejor de los casos, algunos segmentos desclasados se dejan llevar según sople el viento o se vean afectados en su situación inmediata y personal. 

Empieza a ser el momento de desacralizar a la clase trabajadora por parte de los marxistas, a entender que si es la clase que puede cambiar el mundo porque la gran mayoría de los no asalariados está objetivamente comprometida con la supervivencia de un sistema que no le extrae la plusvalía, esto no la hace en absoluto eximible de su papel como aceptadora acrítica de las reglas del juego. Toca ya dejar de justificar su pasividad, su rol como cómplice de su propia esclavitud, más allá de lo duro que es el enfrentarse a su explotación o a la dominación ideológica que se ejerce sobre ella. Si hay hombres y mujeres, no tocados por el mensaje revolucionario, que se rebelan, el comportamiento del resto, la mayoría, carece de justificación porque, seguramente, las condiciones de unos y de otros no sean muy diferentes.

Establecer esa diferencia no significa hacer rangos que diferencien entre "buenos" y "malos", al estilo de Rousseau o de Hobbes. Es hacer una lectura realista sobre la clase trabajadora, sus aspiraciones y comportamientos, las formas de ser de sus componentes y tratar de entender qué hace que tantos tengan la moral del esclavo y otros pocos la de señores (Nietzsche). No hablo de clasismo al señalar la diferencia con los señores sino de autorespeto, por aquello que decía Marx de que “el obrero tiene más necesidad de respeto que de pan”.

Si las cosas son así, va siendo el momento de virar en algunas cuestiones en relación con la visión de la clase trabajadora y de sus componentes:
  • Separar el hecho de que ninguna otra clase sufre las contradicciones entre la supuesta igualdad y libertad política y el modo en que el capitalismo demuestra que niega ambos, de la factualidad de la clase en cada momento.
  • Abandonar el paternalismo que convierte en heroica a determinada clase social en tanto que no existe correspondencia entre ser sujeto histórico y su propia práctica.
  • Situar a cada miembro de la clase trabajadora ante su trayectoria de forma que nadie pueda reclamar una solidaridad que se negó a dar a quienes antes la necesitaron, del mismo modo que el trabajador combativo merece un tratamiento especial.
  • Rechazar tanto el asistencialismo, que otorga protección sin intercambio de participación, como los derechos sobrevenidos de quienes jamás formaron parte de la lucha sino que incluso la desprestigiaron. No puede ser que el esquirol, el “apolítico” pro empresarial, el ausente de la lucha, se beneficie de esta. Basta ya de que el sindicalismo represente a todos, incluido al que se opuso a la huelga.
Solo cuando cada trabajador concreto comprenda las consecuencias de su propia posición en el antagonismo de clases (indiferente o contrario a la lucha vs. comprometido, insolidario vs. solidario) y cuando entendamos los marxistas que entre necesidades objetivas y subjetivas hay una distancia enorme que cubrir y que en ella debe reflejarse también la máxima de recibir tanto como lo merecido, será posible ir construyendo una solidaridad y una conciencia interna a la clase que no llegará jamás desde la fe de que alguien tiene derecho a lo que no ha contribuido, porque de chivatos, esquiroles, desclasados e indiferentes vamos sobrados.

EPILOGO: Sin la discusión con quien está llamada a ser una gran comunista, y una persona comprometida con su clase, este texto no hubiera sido espoleado para nacer. Estoy en deuda contigo. Gracias por el debate, aunque llegara a adquirir tintes broncos.  


3 de mayo de 2016

SÓLO LA UNIDAD DE CLASE DERROTARÁ A LA REPRESIÓN

Por Marat

En los últimos dos años posiblemente se esté hablando en España de la represión y del recorte de libertades de expresión, opinión y manifestación tanto o más que en el conjunto de los últimos 40 años desde el inicio de la transición política.

Y hay razones sobradas para ello. El encarcelamiento de personas por expresar por escrito, en protestas en la calle o mediante manifestaciones artísticas sus puntos de vista sobre la realidad en la que viven o su disidencia frente a lo que consideran injusto, ha hecho de España un país desmovilizado, acobardado y amenazado con cárcel y multas que sus receptores no puedan pagar.

Una combinación de violencia policial, judicial y legislativa (nuevo Código Penal y Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana) amedrenta la voluntad de resistir ante el atropello al que cotidianamente se ven sometidos los más débiles.

Y sin embargo, y ante esta evidencia, nunca se ha mentido, manipulado, ni ocultado tanto las razones de las que nace ese diluvio represivo.

Para los vendedores de “ilusión democrática”, según la cuál el Estado es un aparato neutro al que manejar a voluntad y en sentidos muy diferentes según el partido que haya ganado unas elecciones, el vendaval antidemocrático proviene de que el Partido Popular es muy autoritario y de que pretende imponer una política de recortes sociales que, en opinión de los sostenedores de tal teoría, la sufren unas víctimas muy genérica: “la gente”, “las clases medias”, “los ciudadanos”, su expresión favorita. Lo cierto es que gobierne quien gobierne, mientras lo haga sin romper la legalidad del sistema político vigente, la clase trabajadora ha de mantener la lucha por sus derechos.

Vivimos inmersos en una crisis capitalista de la que las grandes corporaciones que dominan la economía, el mundo del trabajo y nuestras vidas son incapaces de salir, si no es mediante la transferencia de ingentes cantidades de rentas del trabajo al capital, a través de la privatización de lo público, de la brutal reducción de los salarios y costes laborales en general.

Desde la crisis del 29 del pasado siglo jamás se había efectuado una agresión tan salvaje contra las conquistas históricas de la clase trabajadora y en esa agresión el Estado capitalista no es neutral, como pretenden hacernos creer los minirreformistas vendedores de crecepelo para calvos.

El Estado jamas fue un órgano neutral por encima de las clases sociales ni conciliador de los intereses antagónicos entre unos y otros estratos sociales. Representa de un modo férreo a la clase constituida en dominante mediante su poder económico. Quienes lo gobiernan en representación de dicha clase y el reformismo que aspira a sustituir a los habituales gobernantes de dicho aparato, sin cuestionar y ni siquiera intentar confrontar dicha naturaleza de clase capitalista, admiten que éste sea el brazo necesario para la represión de cualquier intento de la clase trabajadora de ejercer resistencias a su sacrificio en esta crisis.

La combinación de policía (reprimiendo), jueces (condenando), legislativo (nuevo Código Penal, Ley Orgánica de Protección del Derecho a la Seguridad Ciudadana), medios de comunicación (creando estados de opinión criminalizadores de las luchas de la clase trabajadora) y una ideología de superioridad de la idea de segurdad (versión moderna del “orden público” franquista) que se asienta en una “doctrina del derecho penal del enemigo”, pretenden instaurar un cordón sanitario frente a la lucha obrera. El objetivo no es otro que el de disuadir en primer término, mediante una combinación de mecanismos coactivos y coercitivos, y reprimir, cuando es necesario (y lo es de forma habitual para los gobiernos del capital) cualquier disidencia de clase.

Se entiende así que el Estado capitalista haga cierta la expresión del pensador liberal Max Weber que afirmaba que Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el “territorio” es elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. Lo específico de nuestro tiempo es que a todas las demás asociaciones e individuos sólo se les concede el derecho a la violencia física en la medida en que el Estado lo permite. El Estado es la única fuente del “derecho” a la violencia.” (“La política como vocación”)

Sin salirnos del pensamiento jurídico-político liberal podríamos reprochar a Max Weber y a tantos liberales de su especie su “confusión” intencionada entre “legalidad” y “legitimidad”, ya que la “fuente del derecho” a la que alude es la del derecho positivo (de normas jurídicas escritas por el órgano del Estado que ejerza la función legislativa) y no la del “derecho natural” (Rousseau), que sería fuente de “legimidad”, en tanto que se asienta en un derecho de tipo moral. Ello hasta el punto de que un acto puede ser legal pero no legítimo y viceversa. En la dualidad legitimidad/ilegitimidad se fundamenta tanto la razón como la sinrazón ontológicas del ejercicio del gobierno.

En cualquier caso, la clave del pensamiento y la acción principal del Estado capitalista es la conservación de la llamada “paz social” en base a la previsión (ideología dominante, coacción, legislación disuasoria,…) y a la reacción cuando siente que los privilegios de la clase a la que representa son amenazados o siquiera contestados más allá de la vacuidad de las palabras.

Si el Estado capitalista se arroga, por un lado, la voluntad y la legalidad, que no la legitimidad del monopolio de la violencia, necesita, por otro, negar que ejerza otras formas de violencia como la explotación laboral, la pobreza a la que condena a amplias capas de la población, el terrorismo empresarial que legaliza o el imperio del “derecho” al pago de la deuda bancaria por encima del que corresponde a una vivienda digna, por citar sólo algunos ejemplos.

En paralelo, la oposición a su dominación de clase, el Estado la considera violencia casi equiparable a la terrorista. Así un corte de vías férreas o de carreteras en una protesta sindical, la ocupación de locales de la patronal por trabajadores, un piquete informativo que, si no es en parte coactivo, no es piquete sino grupo informe de pusilánimes, la cobertura fotográfica de la violencia policial en una manifestación o una frase un poco más subida de tono de lo normal en redes sociales es violencia “ilegal” para quien detenta más que ostenta el pretendido Estado de derecho de una dictadura de clase.

Desde Alfon, encarcelado en régimen FIES, con periódicos castigos, hasta Andrés Bódalo, dirigente del SAT también encarcelado, pasando por Raúl Capín al que le ha caído una multa absolutamente brutal en su condición de persona con limitados recursos o Esther Quintana, que perdió un ojo por una pelota de goma de los mossos d´esquadra en la huelga general del 14 de noviembre 2012, toda la artillería legal, legislativa y policial del Estado, además de la de su Brunete mediática va destinada a destruir la capacidad y voluntad de rebeldía de la clase trabajadora.

Los sindicatos del régimen, CCOO y UGT, dan la cifra de 300 sindicalistas encausados para los que se llega a pedir hasta 125 años de cárcel. Previsiblemente son muchos más, dado que estos sindicatos no destacan por su solidaridad con el sindicalismo alternativo ni con los militantes comunistas, anarquistas y revolucionarios condenados o amenazados por peticiones de cárcel y otras sanciones por luchar en defensa de la clase trabajadora.

La situación del SAT refleja unos 700.000 euros en multas, unas 637 personas imputadas y unas peticiones de condenas de prisión que suman 437 años de cárcel.

Sobre los 8 de Airbús, finalmente no condenados por su participación en la huelga general de 2010, pendían penas de cárcel por alrededor de 70 años, penas que CCOO y UGT, sindicatos a los que estaban afiliados los encausados, pretendían negociar con el gobierno del PP bajo la mesa, llegando a acariciar incluso la idea de un indulto, lo que hubiera significado un reconocimiento de culpa por parte de los afectados, cosa que estos tuvieron la dignidad de no admitir.

Por fortuna, la presión desde las bases de estos sindicatos sobre sus cúpulas y la solidaridad internacional impidieron tal ignominia y lograron su sobreseimiento.

En este contexto de represión, no selectiva sino masiva que amenaza al movimiento obrero, sus organizaciones sindicales, políticas y sociales, se hace cada día más evidente la desproporción de fuerzas entre el Estado capitalista y la clase trabajadora. Los dos años largos de desmovilización social y el escuálido 1º de Mayo último dan prueba de ello.

En el aspecto concreto que nos ocupa en este texto, es llamativa también la diferencia entre los encausados por ejercer una faceta explícita de la lucha de clases y los finalmente absueltos de las acusaciones de delito que recaían/recaen sobre ellos

Más allá de la capacidad de presión resultante de las distintas solidaridades que afectan a cada uno de los amenazados con multas, prisión o denuncia por los daños físicos y morales ejercidos por los aparatos represores del Estado capitalista, lo cierto es que al producirse el apoyo a las víctimas de los atropellos del poder de clase de forma fragmentada, dividida en ocasiones en plataformas ajenas unas a otras y en campañas muy individualizadas, la posibilidad de derrota en la defensa de las libertades colectivas e individuales de quienes se rebelan contra el atropello del capital y sus instituciones está garantizada. Sólo la unidad de nuestra clase, la trabajadora, puede nivelar, la fuerza que se ejerce desde el otro lado y posibilitar el éxito.

Es cierto que cada procesado, cada represaliado, cada violentado policialmente en una manifestación, cada trabajador@ pres@ por luchar en defensa de sus derechos necesita el calor solidario, que su caso no sea olvidado dentro de una causa más general. Pero la respuesta a esa cuestión debiera ser una dinámica de defensa de toda la clase castigada, porque nos someten a todos en cada uno de los que son sancionados, golpeados, enmudecidos y penados y que, a su vez, haga de cada caso una denuncia, un ejemplo de dignidad, un abrazo de todos los que luchan junto a él.

Por otro lado, el sectarismo de quienes menosprecian o ignoran a otros combatientes de nuestra clase porque considerar que sus posiciones son “demasiado radicales”, la parcialidad de quienes se ocupan sólo de sus militantes obreros, ha producido un daño enorme en esa necesidad de unidad y coincidencia de objetivos en lo que se refiere al derecho a la disidencia de clase. Es un enorme error que están pagando no sólo cada uno de los represaliados sino l@s trabajador@s en su conjunto, que ven en cada reprimido un motivo disuasorio para su protesta. Sobre nuestra división en la defensa de nuestros derechos a la palabra y la batalla cabalgan las leyes represoras, los policías excitados en su violencia, los jueces y fiscales feroces en sus condenas, los medios de desinformación del capital, la indiferencia de much@s trabajador@s ante el dolor que experimentan los de su mismo estado de explotación y de opresión, aún cuando no sean conscientes de sus cadenas.

Por otro lado, habrá quienes quieran difuminar el carácter de clase del Estado burgués y su vejación contra la clase que le es antagónica bajo la idea genérica de una denuncia del recorte de las libertades y de opresión, como si en los últimos años de la crisis capitalista la represión no hubiera aumentado exponencialmente y como si el carácter del Estado policía se debiera sólo o principalmente a su condición de moderno “Leviatán” burocrático.

Esta tesis, que hunde sus raíces en la vieja desconfianza liberal hacia el Estado (teoría del Estado mínimo), y que hoy ha sido recogida por el minarquismo (libertarianos), precisamente porque comprende muy bien la naturaleza de clase del Estado y prefiere que no interfiera en sus negocios (sociedad civil), ha mutado en ambientes libertarios no sindicalistas, en sectores del nuevo reformismo indignado y, por supuesto, desde hace muchos años en el viejo reformismo de matriz socialdemócrata, hoy social-liberal.

Al desconectar estos enfoques políticos de la naturaleza de clase del Estado se cae en un concepto meramente ciudadanista de defensa de las libertades, lo que no es otra cosa que una visión “idealista” de las mismas, olvidando su carácter instrumental (para difundir ideas, expresar la disidencia, luchar por derechos concretos, defenderse de la explotación y la opresión,...).

La realidad es que en las etapas de crisis capitalista es cuando su Estado refuerza especialmente cárceles, leyes represoras, aparatos policiales,...independientemente de que pueda mantenerlos activos en etapas de expansión económica. Pero lo decisivo en estas últimas no es tanto lo opresivo como el fomento del consentimiento y del consenso (a través de los aparatos ideológicos) y el contrato social (mediante políticas, en el pasado, de cierta redistribución social que impulsaban al mercado).

Por tanto, sea de modo intencionado (casi siempre, y desde un discurso de clase media, negador de los antagonismos de clase, que no necesariamente ha producido dicha clase pero que sí ha comprado a los think-tanks de la oligarquía mundial), sea de un modo irreflexivo, mantener la tesis de una defensa de las libertades ajena a la cuestión de clase y a las prácticas de las políticas antiobreras es lisa y llanamente complicidad con él capital.

No se trata de negar que los recortes a las libertades y la represión se estén expandiendo a ámbitos no directamente ligados a la lucha de clases pero escamotear que la clave se encuentra aquí y en la naturaleza clasista del Estado es sencillamente mentir. Las reivindicaciones puramente democráticas tienen su razón de ser pero si se emplean como arma luz de gas pequeñoburguesa para tapar la cualidad clasista de la violencia del Estado estamos ante realidades que no deben solaparse.

De ahí que, centrada la cuestión, en la condición de clase del Estado, en su papel de policía, juez, consejo de administración de la burguesía y propagandista de sus valores, sea necesario vincular el incremento brutal de la represión con la agudización de la lucha de clases y con las políticas contra la clase trabajadora de aquél.

Diluir estas cuestiones en plataformas contra la Ley Mordaza en genérico, es sencillamente claudicar desde un oportunismo zafio, echarse en brazos del reformismo procapitalista más abyecto, derrotarse el movimiento obrero y sus organizaciones sindicales, políticas y de todo tipo a sí mismos y caer en una especie de pseudoradicalismo estéril de origen burgués de corto éxito y recorrido. Su fracaso se deberá no sólo a la menor capacidad organizativa de este tipo de entes sino sobre todo a que, al ocultar las razones reales -la desigualdad que genera el capitalismo y sus leyes- de la protesta que es aherrojada, se autoexcluye de la solidaridad y compromiso necesarios a todos los que sufren en sus propias carnes dicha desigualdad y que no se sentirían representados por proclamas “prodemocráticas” más o menos justas pero que no conectan con las necesidades más tangibles que afectan a sus vidas.

En resumen, es necesario reorientar la lucha antirrepresiva en varios sentidos:
  • Hacia una posición de clase, que proclame que la represión expresa un nivel concreto de la lucha de clases y que el Estado en sus dimensiones policial, legislativa y jurídica responde a los intereses de la clase dominante.
  • Hacia una superación de la división en la lucha de las organizaciones del movimiento obrero por la defensa de todos y cada uno de sus militantes sindicales y políticos a las puertas de ser procesados o ya condenados. La consigna de marchar separados es justificable en términos de estrategia y de niveles de enfrentamiento/acuerdo con el capital pero jamás en la defensa de cada uno y todos los militantes obreros perseguidos y encausados.
  • Hacia la consideración de “represaliados y presos políticos” de los militantes obreros que sufren las consecuencias de la violencia del Estado capitalista porque éste es un órgano político que ejerce su monopolio de la misma a partir de criterios puramente políticos.
Ello no supone en absoluto negar la utilidad y la necesidad de las plataformas concretas de apoyo a militantes obreros específicos pero sí superar la cultura de la división y el sectarismo, especialmente por parte de quienes, desde una pretendida posición de “mayoritarios”, desprecian la lucha de otras organizaciones, trabajar en red, compartir objetivos comunes, realizar campañas globales en defensa de todos los que sufren la represión por defender a la clase trabajadora y, muy importante, dedicar personas y militantes concretos a la creación de ese clima de cooperación y al logro de dichos objetivos. Eso o acabar como los dos conejos de la fábula de Tomás de Iriarte, que discutían si los que les perseguían eran galgos o podencos.

En esta disputa,
llegando los perros
pillan descuidados
a mis dos conejos.

Los que por cuestiones
de poco momento
dejan lo que importa,
llévense este ejemplo.”