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30 de enero de 2018

56 AÑOS. A DISTINGUIR ME PARO LAS VOCES DE LOS ECOS (4):

Ni siquiera la que fue mi casa se parece ya a mi casa
Por Marat

Este martes 30 de enero me caen encima 56 años. Soy un viejo. Me jode pero lo asumo. No temo a la muerte porque no creo en nada después de ella pero admito que temo al dolor, a la pérdida de la memoria y a dejar de ser quien soy. Ya noto cómo va fallando mi cabeza y soporto una próstata poco compasiva Cada día soy un poco menos yo. A veces me pasan cosas que desconozco cómo suceden. Me asusta.

Según se hacen vacías mis mañanas, con mayor fuerza acuden a mi mente los recuerdos de aquellas tardes de invierno en las calles. Cuando el ábrego me regalaba el sirimiri en la cara antes de volver a clase.

Nací en un lugar al que llamaron barrio Venecia porque era un sitio de marismas y terrenos robados al mar (al desgraciado siempre le puede caer encima un sarcasmo), reconvertidos en casas para pobres. Ese tipo de edificios que los arquitectos de cuarta categoría diseñan con el fin de que no olvides que durante toda tu puta vida vas a ser un pobre hombre. Cualquiera que pasee por las zonas obreras captará la intención de ese diseño estético en el que lo de menos es la calidad de los materiales, siendo lo relevante el mensaje de la fealdad estética que uno nunca debería olvidar, salvo que sea un transfuga de su clase y de su barrio.

Vengo de un sitio en el que se gritaba ¡que viene la basura! para avisar de que se escapaba el momento de pillar algo en ella antes de que llegara el camión.

Las tetas de la Elo, que más tarde murió de cáncer, eran el motivo de nuestras mejores tempranas pajas.

Su madre despachaba el pan, después de darse la crema contra las erupciones de su enorme barriga.

En clase, mi compañero de pupitre, Eugenio el gitano, me daba collejas porque, según él, yo no debía dormirme. Aún lo hago en las situaciones menos oportunas. No he aprendido mucho pero todavía me acuerdo de Eugenio, el Gabarre, y de sus manotazos.

Al barrio Venecia nunca le llamamos así. Era, y aún es, Candina, el nombre de la fábrica en la que trabajaba mi padre. Enfrente, al otro lado de la carretera, la molturadora, que era la parte más industrial de la empresa. Por cada estuche de margarina una cucharilla de café que hubiera hecho las delicias de Uri Geler.

Recuerdo a pechoduro y a cabezabuque (mi padre era un peligro poniendo motes: te caían, como una maldición, para siempre), que vivían en mi escalera. Mi hermano mayor vivía con su mujer justo debajo de nosotros y en la entrada del portal había una vieja mancha que me asustaba porque parecía un gato muerto.

En el patio entre los dos edificios los chavales jugábamos a descalabrarnos. Cuando no estaba ocupado en esos menesteres le tocaba el culo a la niña que más me gustaba. Era la hija de un amigo de mi padre. Estaba enamorado de sus coletas. Ella me cogía furtivamente la mano cuando creía que no nos veían. No la he olvidado.

La antigua escuela unitaria, de primera cartilla hasta octavo (¿qué fue de señorita Piedad?), acabó convertida en asociación de vecinos y creo que también en albergue para pobres callejeros. Sospecho que ahora será un centro de acogida en el que harán estupideces tipo huertos urbanos para gente con pobreza habitacional porque los hijos de puta de los progres hablan raro y para académicos de tercera.

Desaparecieron la bolera y los cañaverales, los bares y la barbería en la que Gildo, empleado de la fábrica, me esquilaba por una pela. El cierre de la fabrica fue el primer paso

Ahora todo es vacío, calles muy anchas y polígonos en los que no sé quien soy al visitarlos. Se fue mi infancia y murió un barrio, también los obreros que habitaron el lugar. La memoria de un tiempo del que nadie quiere hacer historia.

Hace 10 años volví al barrio con mi hijo para explicarle de dónde vengo. Todo me pareció un sueño extraño. En él yo era un fantasma más de mi pasado. En las casas de la desaparecida fábrica, donde podías vivir hasta jubilarte, ahora vivían latinos, negros y otras etnias inmigrantes que, seguramente, ignoraban todo del pasado pero no dejan de ser personas que marcan con sus vidas el sitio en el que habitan.

Éste será otro buen sitio para hacer gentrificación, expulsar a la clase obrera de él, acabar con la memoria y dar unas buenas oportunidades de estúpida felicidad para una asquerosa clase media, real o ideológica

En algún lugar de mi memoria hay un chaval que cuenta aventis como los que contaba el Java de Juan Marsé.