28 de abril de 2017

AFGANISTÁN: LA VUELTA DEL PERRO RABIOSO

El general James Mattis, el "Perro Rabioso"
Foto:theepochtimes.com
Guadi Calvo. alainet,net

Apenas 12 días después de lanzar la madre de todas las bombas, la GBU-43/B, o para sus íntimos MOAB (massive ordnance air blast), el jefe del Pentágono, el general James Mattis, mejor conocido por sus hombres como el “Perro Rabioso”, viajó sorpresivamente a Afganistán, lo que significa la primera llegada de un alto representante de la administración Trump.

Junto a la llegada de Mattis, se conocieron las renuncias del ministro de Defensa Abdulah Habibi, y el jefe de estado mayor afgano, Qadam Shah Shahim, tras la incursión del Talibán a la base Balj, sede del 209º Cuerpo del ejército, en las proximidades de ciudad de Mazar-i-Sharif en la norteña provincia de Balkh, el viernes 21 que dejó un total de 135 muertos, aunque el vocero de los talibanes Zabihullah Mujahid, habló de 500 militares muertos, además de informar que el ataque fue en venganza por el asesinato de varios líderes talibanes en el norte del país, entre ellos los comandantes, el Mullah Basir en la provincia de Uruzgan, y los Mullah Toryali y Ahmad en la provincia de Helmand.

El cuerpo 209°, es responsable de la seguridad de gran parte del norte de afgano, incluyendo la estratégica provincia de Khunduz, donde el accionar talibán ha desbordado las fuerza gubernamentales, alcanzando a tomar la ciudad capital, Khunduz, a 250 de kilómetros de Kabul, en octubre de 2016 y septiembre de 2015.

En su mayoría, los muertos eran jóvenes reclutas sin entrenamiento, provenientes de diferentes lugares del nordeste afgano como Badakhshan y Takhar.

La visita del general Mattis, un veterano de Afganistán, abre la expectativa de que los Estados Unidos, reforzarán, una vez más, su presencia en el país centro asiático.

En la actualidad, en el marco de la operación Resolute Support (Apoyo Decidido) de la OTAN intervienen Estados Unidos, que cuenta con unos 9800 efectivos, Europa, con 5 mil efectivos, y un número desconocido de “consejeros”, léase “mercenarios”, de distintas empresas de seguridad occidentales.

Mientras el avión de Mattis aterrizaba, “como si alguien lo hubiera sabido” y quisiera alentar la intervención de Washington, dándole material a la prensa y a los senadores que deberán votar la nueva intervención, un coche bomba estalló en la entrada de la base norteamericana Camp Chapman, donde además se encuentran un gran número de mercenarios estadounidenses en la provincia de Jost, en el este del país. El portavoz militar Willian Salvin informó que solo hubo diez muertos de nacionalidad afgana, sin que ningún norteamericano se viera afectado.

En plena campaña de primavera, como era previsible, el Talibán, se presenta más virulento, el ataque del viernes pasado fue una demostración de su preparación.
La semana anterior a la incursión a la base de Balj, en dos atentados suicidas coordinados, contra edificios de los servicios de seguridad en Kabul, había asesinado a 16 personas.
Los insurgentes iniciaron el ataque el viernes, el día sagrado del Islam, cuando un comando compuesto de 10 hombres, además varios insurgentes que se encontraban infiltrados en las filas del ejército, ingresó a la base conduciendo vehículos militares y vistiendo uniformes del ejército afgano; sorprendieron a la dotación de la base en la mezquita durante la oración y atacaron con granadas propulsadas por cohetes, rifles, ametralladoras y chalecos explosivos.

El último ataque de envergadura por parte del Talibán, que podríamos considerar como el inicio de la Campaña de Primavera, se había ejecutado el 8 de marzo pasado contra el hospital militar más grande del país, el Sardar Daud Khan, en pleno centro de Kabul que duró más de siete horas y dejó 42 muertos y más de 120 heridos.

Las operaciones cada vez más virulentas y espectaculares por parte del Talibán, podrían apuntar bien a fortalecer sus posiciones en una mesa de negociaciones, a las que llamó el gobierno del presidente Ashraf Ghani en enero de 2016, junto a diversos líderes políticos y señores de la guerra, pero que hasta ahora los hombres del Mullah Haibatullah Akhundzada no han logrado un punto de entendimiento. O bien a forzar un intervención norteamericana, obligando a Washington al juego del gato y el rato, con el desgaste político que eso significa, tras más de 16 años de intervención en el país, sin ningún logro realmente destacable, más allá del formalismo de una democracia tan endeble como absurda para un país milenariamente tribal como Afganistán.

Desde finales de 2014, en que la administración Obama retiró la mayoría de las fuerzas de Estados Unidos, seguida rápidamente por el resto de la OTAN, el Talibán ha vuelto a posicionarse, atacando con un sinfín de operaciones al ejército local, que se ha replegado de innumerables posiciones, a pesar de la asistencia tanto de “asesores” como de ataques aéreos occidentales.

Prácticamente la mitad del territorio afgano, 15 de las 34 provincias, está bajo control del Talibán o mínimamente en disputa con Kabul.

El ensayo norteamericano con la MOAB no le ha puesto mejor las cosas al endeble presidente Ghani, que ha debido soportar una andanada de críticas del establishment afgano, encabezadas por su competidor más inmediata en el ejecutivo, algo así como un vicepresidente con más atribuciones, el pashtu Abdullah-Abdullah, y por el ex presidente Hamid Karzai, por permitir que el país sea usado como campo de pruebas norteamericano.

Guerra sin cuartel entre el Daesh y el Talibán
La sorpresiva visita del secretario de Defensa, un hombre conocedor del territorio, pues fue jefe de las tropas especiales tras la invasión norteamericano de 2001, estaría enmarcada en las nuevas políticas internacionales de la administración Trump.
El nuevo presidente estadounidense estaría obligado a desplegar no solo en Afganistán sino, como ya lo hemos visto, en Medio Oriente, Somalia y en el mar de la China, un rol más “intenso” presionado por los personeros del aparato militar-industrial dentro de las fuerzas armadas norteamericanas.

Por otra parte, el comandante de las fuerzas estadounidenses en Afganistán, general John Nicholson, declaró en febrero ante el Comité de Servicios Armados del Senado de Estados Unidos en Washington que necesita “unos cuantos miles más de soldados para apoyar al ejército afgano”, al tiempo que el Consejero Nacional de Seguridad, el general H.R. McMaster, quien estuvo en Afganistán dos semanas atrás, se informó in situ, del importante crecimiento del Talibán.

También el jefe de las fuerzas especiales alemanas, las Kommando Spezialkräfte, general de brigada Dag Baehr en Afganistán, que han tenido la responsabilidad de vigilar el norte del país, informó a Berlín que “la situación demuestra que no podemos dejar de apoyar, entrenar y asesorar a nuestros socios afganos”.

Las referencias de los jefes de las distintas fuerzas que operan en el país coinciden que la situación es cada vez más compleja ya no solo por el resurgimiento del Talibán, sino también la cada vez más fuerte presencia del Daesh o Wilayat Khorasan, como se conoce la fuerza del Abu-Bark al-Bagdadí, que opera en Asía Central.

La guerra con el Talibán ya ha dejado de ser esporádica: se producen operaciones casi a diario; pocos días después del ataque a la base Balj, se supo que fuerzas de seguridad afgana lograron aniquilar a sesenta militantes del Daesh, que opera junto a la frontera con Pakistán, en las localidades de Deh Bala y Achin en la provincia de Nangarhar, en las cercanías de donde el Pentágono lanzó la MOAB.

También se intensifican los enfrentamientos entra ambas fuerzas wahabitas (Talibán y Daesh) que desde hace dos años vienen protagonizado una guerra cada vez más cruenta, fundamentalmente por el control del tráfico de opio, clave para la sustentación de su guerra, que se articula con varios carteles de los países del mar Caspio y especialmente Turquía de donde sigue camino a Europa. Tanto el opio, como su subproducto: la heroína, son, junto a la miel, los únicos productos de exportación afganos, siendo, en el caso de opio, el mayor productor mundial. Los sembradíos de la adormidera (variante de la amapola) de donde se extrae la goma para la fabricación del opio, particularmente en la provincia de Helmand, son el centro de la disputa.

Según fuentes rusas, en el norte de Afganistán un enfrentamiento entre ambas organizaciones fundamentalistas dejó casi cien muertos, el último martes en el distrito de Darzab, combates que continuaban hasta la noche del miércoles.

La inestabilidad política y la guerra declarada entre el ejército afgano, el Talibán, Daesh y algunas otras organizaciones armadas, vinculadas al tráfico de drogas y el contrabando, convierte al país en una caldera inmanejable, por lo que muchos líderes tribales esperan que Mattis y Ghani lleguen a un acuerdo sobre el envío y aumento de tropas norteamericanas y que el “Perro Rabioso” vuelva otra vez al ataque.

24 de abril de 2017

CRÍTICA MARXISTA: KEYNES, LA CIVILIZACIÓN Y EL LARGO PLAZO

Michael Roberts. Resumen Latinoamericano

La teoría económica keynesiana es dominante en la izquierda del movimiento obrero. Keynes es el héroe económico de los que quieren cambiar el mundo; para poner fin a la pobreza, la desigualdad y las continuas pérdidas de ingresos y puestos de trabajo en las crisis recurrentes. Y sin embargo, cualquiera que haya leído las notas de mi blog sabe que el análisis económico keynesiano es erróneo, empíricamente dudoso y sus prescripciones políticas para corregir los errores del capitalismo han demostrado ser un fracaso.

En los EEUU, los grandes gurús de la oposición a las teorías neoliberales de la escuela de economía de Chicago y a las políticas de los republicanos son keynesianos. Paul Krugman , Larry Summers y Joseph Stiglitz o, ligeramente más radicales, Dean Baker o James Galbraith. En el Reino Unido, los líderes de la izquierda del Partido Laborista en torno a Jeremy Corbyn y John McDonnell, socialistas confesos, se inspiran en economistas keynesianos como Martin Wolf, Ann Pettifor o Simon Wren Lewis para sus propuestas políticas y análisis. Los invitan a sus consejos de asesores y seminarios. En Europa, los Thomas Piketty mandan.

Los estudiantes graduados y profesores que participan en Rethinking Economics , un movimiento internacional para cambiar la enseñanza y las ideas económicas en ruptura con la teoría neoclásica, son dirigidas por autores keynesianos como James Kwak o post-keynesianos como Steve Keen, o Victoria Chick o Frances Coppola. Kwak, por ejemplo, ha publicado un nuevo libro titulado Economism, que sostiene que la línea de falla económica en el capitalismo es el aumento de la desigualdad y que el fracaso de la economía convencional consiste en no reconocerlo. Una vez más la idea de que la desigualdad es el enemigo, no el capitalismo como tal, exuda de los keynesianos y post-keynesianos como Stiglitz, Kwak, Piketty o Stockhammer , y es dominante en los medios de comunicación y el movimiento obrero. Con ello no pretendo negar la horrible importancia del aumento de la desigualdad, sino demostrar que no se tiene en cuenta una visión marxista sobre este tema.

De hecho, cuando los medios de comunicación quieren ser audaces y radicales, se llenan de publicidad sobre los nuevos libros de autores keynesianos o post-keynesianas, pero no de los marxistas. Por ejemplo, Ann Pettifor, de Prime Economics, ha escrito un nuevo libro, The Production of Money, en el que nos dice que “el dinero no es más que una promesa de pago” y que “creamos dinero todo el tiempo haciendo esas promesas” , el dinero es infinito y no limitado en su producción, por lo que la sociedad puede imprimir tanto como quiera para invertir en sus opciones sociales sin ningún tipo de consecuencias económicas perjudiciales. Y a través del efecto multiplicador keynesiano, los ingresos y los puestos de trabajo pueden crecer. Y “no importa donde el gobierno invierta su dinero, si al hacerlo se crea empleo” . El único problema es mantener el costo del dinero, las tasas de interés, tan bajas como sea posible, para asegurar la expansión del dinero (¿o se trata de crédito?) para impulsar la economía capitalista. Por lo tanto, no hay necesidad de ningún cambio en el modo de producción con fines de lucro, simplemente basta con controlar la máquina de dinero para asegurar un flujo infinito de dinero y todo funcionará bien.

Irónicamente, al mismo tiempo, el destacado poskeynesiano Steve Keen se prepara para ofrecer un nuevo libro, abogando por el control de la deuda o del crédito como forma de evitar las crisis. Haga su elección: ¿más dinero-crédito o menos? De cualquier manera, los keynesianos difunden una narrativa económica con un análisis que considera que sólo el sector de las finanzas es la fuerza causal de los problemas del capitalismo.

Entonces, ¿por qué siguen siendo dominantes las ideas keynesianas? Geoff Mann nos proporciona una explicación atractiva. Mann es el director del Centro de Economía Política Global en la Universidad Simon Fraser, de Canadá. En un nuevo libro, titulado In the Long Run we are all Dead, Mann reconoce que no es que la economía keynesiana se considere correcta. Ha habido “poderosas críticas desde la izquierda de la economía keynesiana de la que extraer conclusiones; los ejemplos incluyen las obras de Paul Mattick, Geoff Pilling y Michael Roberts” ( ¡gracias! – MR ) (p218), pero las ideas keynesianas son dominantes en el movimiento obrero y entre los que se oponen a lo que Mann llama el ‘capitalismo liberal’ (lo que yo llamaría el capitalismo) por razones políticas.

Keynes reina porque ofrece una tercera vía entre la revolución socialista y la barbarie, es decir, el fin de la civilización tal y como (en realidad la burguesía como a la que pertenecía Keynes) la conocemos. En los años 1920 y 1930, Keynes temió que el ‘mundo civilizado’ se enfrentase a la revolución marxista o la dictadura fascista. Pero el socialismo como una alternativa al capitalismo de la Gran Depresión, podría acabar con la ‘civilización’, abriendo la puerta a la ‘barbarie’ – el final de un mundo mejor, el colapso de la tecnología y el estado de derecho, más guerras, etc-. Así que intentó ofrecer la esperanza de que, a través de alguna modesta reforma del ‘capitalismo liberal’, sería posible hacer que volviese a funcionar el capitalismo sin la necesidad de una revolución socialista. No habría ninguna necesidad de ir a donde los ángeles de la ‘civilización’ se negaban a ir. Esa fue la narrativa keynesiana.

Este llamamiento atrajo (y todavía atrae) a los líderes del movimiento sindical y a los ‘liberales’ que desean cambios. La revolución es algo arriesgado y puede arrastrarnos a todos al abismo. Mann: “La izquierda quiere democracia sin populismo, quiere políticas de cambio sin los riesgos del cambio; quiere revolución sin revolucionarios” . (p21).

Este miedo a la revolución, Mann reconoce, apareció por primera vez después de la Revolución francesa. Ese gran experimento de democracia burguesa desembocó en Robespierre y el terror; la democracia se convirtió en dictadura y barbarie – ese es más o menos el mito burgués. La economía keynesiana ofrecía una manera de salir de la depresión de 1930 o de la actual Larga Depresión sin socialismo. Es la tercera vía entre el statu quo de los mercados rapaces, la austeridad, la desigualdad, la pobreza y las crisis y la alternativa de una revolución social que conlleve a Stalin, Mao, Castro, Pol Pot y Kim Jong-un. Es una ‘tercera vía’ tan atractiva que Mann confiesa que incluso le seduce como una alternativa al riesgo de que la revolución se tuerza (ver el último capítulo, donde Marx es presentado como el Dr. Jekyll de la Esperanza y Keynes como el Mr. Hyde del miedo).

Como Mann escribe, Keynes creía que si expertos civilizados (como él mismo) abordaban los problemas a corto plazo de la crisis económica y las recesiones, se podría evitar el desastre a largo plazo del colapso de la civilización. La famosa cita que recoge el título del libro de Mann, ‘a largo plazo todos estaremos muertos’, se refiere a la necesidad de actuar frente a la Gran Depresión mediante la intervención del gobierno y no esperar a que el mercado se auto-corrija con el tiempo, como pensaban los economistas y políticos neoclásicos ( ‘clásicos’ según Keynes). Porque “ese largo plazo es una mala guía para los temas de actualidad. A largo plazo todos estaremos muertos. Los economistas se fijaron una tarea demasiado fácil, demasiado inútil, si en épocas turbulentas sólo nos puede decir que cuando la tormenta haya pasado, el océano volverá a estar como un plato” (Keynes). Es necesario actuar sobre los problemas a corto plazo o se convertirán en un desastre a largo plazo. Este es el significado adicional de la larga cita anterior: hay que lidiar con la depresión y las crisis económicas ahora o la misma civilización se verá amenazada por la revolución a largo plazo.

A Keynes le gustaba considerar que el papel de los economistas era similar al de los dentistas a la hora de resolver un problema técnico de la economía como si se tratase de un dolor de muelas (“Si los economistas pudieran llegar a pensar que son personas humildes y competentes como los dentistas, sería espléndido”). Y los keynesianos modernos han comparado su tarea a la de los fontaneros: reparar las fugas en la tubería de la acumulación y el crecimiento. Pero el método real de la economía política no es el de un fontanero o un dentista cuando soluciona problemas a corto plazo. Es el de un científico social revolucionario (Marx), transformándolos a largo plazo. Lo que el análisis marxista del modo de producción capitalista revela es que no hay una ‘tercera vía’ como Keynes y sus seguidores proponen. El capitalismo no puede ofrecer el fin de la desigualdad, la pobreza, la guerra a cambio de un mundo de abundancia y bien común a nivel mundial, y evitar así la catástrofe medioambiental, a largo plazo.

Al igual que todos los intelectuales burgueses, Keynes era un idealista. Sabía que las ideas sólo se llevan a cabo si se ajustan a los deseos de la élite gobernante. Como él mismo dijo, “El individualismo y el laissez-faire no podían, a pesar de sus profundas raíces en las filosofías políticas y morales de finales del siglo XVIII y principios del XIX, garantizar su influjo duradero en la dirección de los asuntos públicos, si no hubiera sido porque encajaban con las necesidades y deseos del mundo de los negocios de entonces … Todos esos elementos han contribuido al actual ambiente intelectual dominante, a la estructura mental, a la ortodoxia de la época”. Sin embargo, seguía creyendo que un hombre inteligente como él, con ideas contundentes, podría cambiar la sociedad aun en contra de los intereses de aquellos que la controlan.

Lo equivocado de esa idea fue evidente incluso para él cuando intentó conseguir que la administración Roosevelt adoptase sus ideas sobre cómo terminar con la Gran Depresión y que la clase política aplicase sus ideas para un nuevo orden mundial después de la guerra mundial. Keynes quería crear instituciones ‘civilizadas’ para garantizar la paz y la prosperidad a nivel mundial a través de la gestión internacional de las economías, las monedas y el dinero. Pero estas ideas de un orden mundial para controlar los excesos de un capitalismo desenfrenado se convirtieron en instituciones como el FMI, el Banco Mundial y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que acabaron promoviendo las políticas de un imperialismo encabezado por los Estados Unidos. En lugar de un mundo de líderes ‘civilizados’ que resolvían los problemas del mundo, lo que tenemos es una terrible águila que clava sus garras en el mundo, imponiendo su voluntad. Son los intereses materiales los que deciden las políticas, no los economistas inteligentes.

De hecho, Keynes, el gran idealista de la civilización se convirtió en un pragmático en las reuniones de Bretton Woods de la posguerra, en representación no de las masas del mundo, o incluso de un orden mundial democrático, sino de los estrechos intereses nacionales del imperialismo británico frente al dominio estadounidense. Keynes informó al parlamento británico que el acuerdo de Bretton Woods no era “una afirmación de poder estadounidense, sino un compromiso razonable entre dos grandes naciones con los mismos objetivos: restaurar una economía mundial liberal”. Otras naciones fueron ignoradas, por supuesto.

Para evitar la situación en la que a largo plazo todos estemos muertos, Keynes creía que había que resolver los problemas a corto plazo. Pero resolverlos a corto plazo no puede evitar el largo plazo. Si se logra el pleno empleo, todo irá bien, pensó. Sin embargo, en 2017 tenemos casi ‘pleno empleo’ en EEUU, el Reino Unido, Alemania y Japón, y no todo está bien. Los salarios reales se han estancado, la productividad no está aumentando y las desigualdades se agravan. Hay una Larga Depresión y no parece que vayamos a salir de un ‘estancamiento secular’. Por supuesto, los keynesianos dicen que la causa es que no se han aplicado las políticas keynesianas. Pero no se han aplicado (al menos no el aumento del gasto fiscal) porque las ideas no se imponen a los intereses materiales dominantes, al contrario de lo que creía Keynes. Keynes lo veía boca abajo; de la misma manera que Hegel. Hegel defendía que era el conflicto de ideas el que determinaba el conflicto histórico, cuando es lo contrario. La historia es la historia de la lucha de clases.

Y de todos modos, las recetas económicas de Keynes se basan en una falacia. La larga depresión continúa no porque haya demasiado capital que deprime los beneficios (‘eficiencia marginal’) del capital en relación con la tasa de interés sobre el dinero. No hay demasiada inversión (las tasas de inversión de las empresas son bajas) y las tasas de interés están cerca de cero o incluso son negativas. La larga depresión es el resultado de una muy baja rentabilidad y por lo tanto de insuficiente inversión, lo que ralentiza el crecimiento de la productividad. Los salarios reales bajos y la baja productividad son el costo del ‘pleno empleo’, en contra de todas las ideas de la teoría económica keynesiana. No ha sido el exceso de inversión lo que ha causado la baja rentabilidad, sino la baja rentabilidad la que ha causado la escasa inversión.

Lo que Mann sostiene es que la teoría económica keynesiana es dominante en la izquierda a pesar de sus falacias y fracasos porque expresa el temor de muchos de los líderes del movimiento obrero a las masas y la revolución. En su nuevo libro, James Kwak cita a Keynes: “En su mayor parte, creo que el capitalismo, gestionado con prudencia, puede probablemente ser más eficiente para alcanzar fines económicos que cualquier sistema alternativo conocido, pero que en sí mismo es en muchos maneras muy objetable. Nuestro problema es desarrollar una organización social que fuera lo más eficiente posible sin ofender nuestras nociones de una vida satisfactoria”. Comentarios de Kwak: “Ese sigue siendo nuestro reto hoy. Si no podemos resolverlo, las elecciones presidenciales de 2016 (Trump) pueden convertirse en un presagio de cosas peores por venir”. En otras palabras, si no podemos controlar el capitalismo, las cosas pueden ir a peor.

Detrás del miedo a la revolución está el prejuicio burgués de que dar poder a las “masas” implica el fin de la cultura, el progreso científico y el comportamiento civilizado. Sin embargo, fue la lucha de los trabajadores en los últimos 200 años (y antes) la que consiguió todos estos logros de la civilización de los que la burguesía está tan orgullosa. A pesar de Robespierre y de la revolución que ‘devora a sus propios hijos’ (un término introducido por el pro-aristócrata Mallet du Pan y adoptado por el burgués conservador británico, Edmund Burke), la revolución francesa permitió la expansión de la ciencia y la tecnología en Europa. Acabó con el feudalismo, la superstición religiosa y la inquisición e introdujo el código napoleónico. Si no hubiera tenido lugar, Francia habría sufrido más generaciones de despilfarro feudal y declive.

Como celebramos el centenario de la Revolución rusa, podemos considerar la situación hipotética contraria. Si la Revolución rusa no hubiera tenido lugar, el capitalismo ruso se hubiera industrializado quizás un poco, pero se habría convertido en un Estado cliente de los capitales británicos, franceses y alemanes y muchos millones más habrían muerto en una guerra mundial inútil y desastrosa en la que Rusia hubiera seguido envuelta. La educación de las masas y el desarrollo de la ciencia y la tecnología se habrían frenado; como ocurrió en China, que se mantuvo en las garras del imperialismo durante otra generación más. Si la revolución china no hubiera tenido lugar en 1949, China hubiera seguido siendo un ‘Estado fallido’ comprador, controlada por Japón y las potencias imperialistas y devastada por los señores de la guerra chinos, con una extrema pobreza y atraso.

Keynes era el burgués intelectual por excelencia. Su defensa de la ‘civilización’ significaba para él la defensa de la sociedad burguesa. Como él mismo dijo: “la guerra de clases me encontrará en el lado de la burguesía educada”. No había manera de que apoyase el socialismo, para no hablar de un cambio revolucionario porque “prefiriendo el barro a los peces, exalta al proletariado grosero por encima de burgués y los intelectuales que, cualesquiera que sean sus defectos, son la sal de vida y llevan en si las semillas de todo progreso humano”

De hecho, en sus últimos años, alabó desde el punto de vista económico ese capitalismo ‘liberal’ laissez faire que sus seguidores condenan ahora. En 1944, escribió a Friedrich Hayek, el principal ‘neoliberal’ de su tiempo y mentor ideológico del thatcherismo, alabando su libro, El Camino de servidumbre, que sostiene que la planificación económica conduce inevitablemente al totalitarismo: “moral y filosóficamente me encuentro de acuerdo con prácticamente la totalidad de él; y no sólo de acuerdo con él, sino en un acuerdo profundamente conmovido”.

Y Keynes escribió en su último artículo publicado , “me encuentro obligado, y no por primera vez, a recordar a los economistas contemporáneos que la enseñanza clásica encarna algunas verdades permanentes de gran importancia. . . . Hay en estos asuntos profundas influencias actuantes, fuerzas naturales si se quiere, o incluso la mano invisible, que operan hacia el equilibrio. Si no fuera así, no hubiéramos podido conseguir tantas cosas buenas como hemos hecho durante muchas décadas pasadas”.

Por lo tanto, vuelven la economía clásica y un mar como un plato. Una vez que la tormenta (o la recesión y la depresión) ha pasado y en el océano reina la calma, la sociedad burguesa puede respirar un suspiro de alivio. Keynes el radical se convirtió en Keynes el conservador después del fin de la Gran Depresión. ¿Los radicales keynesianos se convertirán en economistas ‘ortodoxos’ conservadores cuando termine la Larga Depresión?

Todos estaremos muertos si no acabamos con el modo de producción capitalista. Y ello requerirá una transformación revolucionaria. Las chapuzas reformistas de los supuestos fallos del capitalismo ‘liberal’ no ‘salvarán’ a la civilización, a menos a largo plazo.


23 de abril de 2017

¡NO ES LA DESIGUALDAD, ESTÚPIDO!

Alfredo Apilánez. Trampantojos y embelecos

La "nueva izquierda" y el trampantojo de la desigualdad
"Hay que preguntarse si la economía pura es una ciencia o si es “alguna otra cosa”, aunque trabaje con un método que, en cuanto método, tiene su rigor científico. La teología muestra que existen actividades de este género. También la teología parte de una serie de hipótesis y luego construye sobre ellas todo un macizo edificio doctrinal sólidamente coherente y rigurosamente deducido. Pero, ¿es con eso la teología una ciencia?”
Antonio Gramsci

Sería una gran tragedia detener los engranajes del progreso sólo por la incapacidad de ayudar a las víctimas de ese progreso”
Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal (1987-2006)

No existe tema que concite actualmente debates más vehementes sobre cuestiones económicas que el de las causas y posibles medidas correctoras de las crecientes desigualdades de renta y de riqueza agudizadas en estos tiempos de crisis y de recrudecimiento del embate neoliberal.

En los últimos cuarenta años, el peso de los salarios en la renta nacional ha sufrido un significativo descenso en paralelo a la extraordinaria acumulación de riqueza en el fastigio de la pirámide social (la moda de referirse al abismo entre el 1 y el 99% remite a esta extrema divergencia entre la cúspide y la base).

El éxito reciente del texto de Piketty (“El capital en el siglo XXI”) demuestra la enorme preocupación que la erosión acelerada de los colchones amortiguadores del Welfare State perpetrada por la apisonadora neoliberal suscita en las capas sociales ilustradas nostálgicas del capitalismo con “rostro humano”.

El arco de opiniones “respetables” abarca desde las posturas- llamémoslas “redistribuidoras”- de los restos de la socialdemocracia que ejemplifica Piketty (defensor de medidas correctoras, como un impuesto global sobre la riqueza que contrarreste las tendencias hacia una forma de capitalismo “patrimonial” marcado por lo que califica como desigualdades de riqueza y renta “aterradoras”) hasta el despiadado neoliberalismo privatizador y desregulador de los cachorros de Friedman y Hayek.

Los “redistribuidores” ponen el foco asimismo en la necesidad de poner coto (la Tasa Tobin y la lucha contra los paraísos fiscales serían ejemplos paradigmáticos) a la colosal extracción de rentas por parte del capital financiero y de los monopolios energéticos que agostan con su voracidad parasitaria las virtudes de las sanas actividades productivas que –en caso contrario- derramarían sus dones sobre el tejido social.

La contraposición entre rentismo financiarizado depredador versus capitalismo temperado creador de riqueza y empleo domina el discurso regenerador (la obra –en otros aspectos interesantísima- de Steve Keen o Michael Hudson ilustra bien esta posición) de la izquierda reformista. El Estado debe, por tanto, mediante regulaciones financieras estrictas y medidas fiscales deficitarias de incremento del gasto y la inversión públicos, posibilitar la corrección de las fuerzas desatadas por la brutalidad de la agresión neoliberal (detener el “austericidio”) orientándolas hacia cauces que reviertan los rasgos patológicos en pos de un capitalismo bonancible (recuperar la soberanía monetaria, controlar el casino financiero, cambio de modelo energético, etc.).

Tales planteamientos, hegemónicos en la “nueva izquierda” institucional y en extensos ámbitos de los movimientos sociales, están atrapados en un falso dilema y eluden afrontar el núcleo del problema que aparentemente desean mitigar. Dicho de una forma un poco brutal: “su impotencia deriva de su mojigatería”.

El acento puesto en la corrección de las iniquidades (“vivimos en un mundo donde el patrimonio neto de Bill Gates supera el PIB de Haití durante 30 años”) o en la utópica reforma financiera que embride la “fiera rentista” evita enfrentarse con las causas estructurales que las provocan. El agudo crecimiento de la fractura social que reflejan los terribles niveles de desigualdad y la hegemonía de la “máquina de succión” financiera son en realidad síntomas (epifenómenos) de un proceso más profundo: el agotamiento de la base de rentabilidad del capitalismo fordista-fosilista de los "treinta gloriosos" y de su función social legitimadora (combinando el “american way of life” de la sociedad de consumo con sistemas de protección social a la europea).

Poner el acento en las políticas paliativas y en el control de las finanzas desaforadas (como si fuera posible un sistema posneoliberal, con una distribución del ingreso más equitativa y un sector financiero “domesticado”, al servicio de las actividades productivas, dentro del marco capitalista), ejes neurálgicos de los discursos moderados de los fustigadores de los excesos de la Bestia, omite el análisis –nunca más imperioso que en la actualidad- del funcionamiento de la "sala de máquinas". Y, a su pesar, el discurso regenerador cae en la sutil trampa tendida por la economía ortodoxa que -con la pretensión de cientificidad que se arroga- trata los problemas distributivos como independientes de las instituciones de propiedad y de las relaciones sociales de producción. Se constituye así un campo de juego "neutral" que logra colar la ilusión de que, con el timonel adecuado, el control del Estado -como pretendido agente reequilibrador- será capaz de voltear las relaciones de poder social a favor de las clases subalternas.

Al no explicar los mecanismos reales –y su evolución histórica- a través de los cuales la acumulación de capital esquilma sus fuentes nutricias queda en la penumbra el auténtico foco infeccioso que causa los síntomas que se pretenden combatir: la creciente dificultad de exprimir el jugo del trabajo humano que lo alimenta como sustrato de la violencia creciente –de la cual la impúdica desigualdad y la financiarización rentista son las manifestaciones más visibles- que el orden vigente ejerce sobre el ser humano y su medio natural.

Una prueba indirecta de esa centralidad de los procesos de extracción de riqueza social que se desarrollan en la “sala de máquinas” del capitalismo sería la ocultación sistemática de los mecanismos reales del funcionamiento del reino de la mercancía llevada a cabo por la disciplina que tendría como finalidad primordial desvelarlos. La economía vulgar se contenta, en las fieramente sarcásticas palabras de Marx, con “sistematizar, pedantizar y proclamar como verdades eternas las ideas banales y engreídas que los agentes del régimen burgués de producción se forman acerca de su mundo, como el mejor de los mundos posibles”.

Los ejes sobre los que gira la agudización de la lucha por el producto social (la creciente explotación del trabajo y la exacerbación del imperialismo belicista; la expropiación financiera a través del monopolio de los medios de pago y del imperio de la deuda en manos de la banca privada y la destrucción de los mecanismos redistributivos que el Estado “benefactor” implementó para amortiguar los acerados efectos de los desbridados "mercados libres") están cuidadosamente ocultos bajo un marco conceptual permeado por la ideología dominante. Su principio axial, como decimos, es la consideración de las leyes que determinan la distribución del ingreso y del excedente social (que eran el objeto fundamental de la economía política para los clásicos: "la ciencia que se ocupa de la distribución del ingreso entre las clases sociales", en la definición de David Ricardo) como totalmente independientes de las instituciones de propiedad y de las relaciones sociales de producción.

Todos los datos relevantes (precios, salarios, beneficios y rentas) del reparto de la “tarta” se obtienen de los maravillosos modelos matemáticos construidos por los apóstoles de la teología económica a mayor gloria de la libertad de mercado y de la soberanía del consumidor. De este modo, los reformistas de nuevo cuño, al priorizar únicamente el eje redistribuidor-paliativo dejando intacta la “máquina de succión” de riqueza social que sigue operando en las calderas del modo de producción, coinciden involuntariamente con uno de los axiomas basales de la teoría ortodoxa: la exclusión de la redistribución de la renta, de las condiciones de producción y de las relaciones de propiedad del campo de la “ciencia” económica para dejarlos en manos de los bienintencionados legisladores y gestores de las políticas públicas (encargados de corregir externalidades y demás impurezas residuales generadas por el cuasi perfecto funcionamiento autónomo de las fuerzas del mercado libre y la iniciativa individual).

La crítica de las “verdades eternas” (“las verdades económicas son tan ciertas como la geometría” pontificaba solemnemente Alfred Marshall) proclamadas acerca del reino del capital por su discurso legitimador debería contribuir a descorrer el velo que camufla cuidadosamente el engranaje interno del régimen de producción de mercancías cuyos dos ejes claves son la agudización de la explotación del trabajo y de la expropiación financiera rentista que propulsa la financiación de colosales burbujas de bienes raíces por parte de la banca privada.

Así pues, al contrario de la opinión de Paul Sweezy (que en su texto clásico Teoría del desarrollo capitalista’ justificaba centrarse únicamente en la exposición constructiva del análisis marxista en lugar de dedicar ímprobos esfuerzos a la “ingrata tarea” de una crítica del discurso del capital), desvelar la condición profundamente ideológica de la teología económica debería servir, no sólo para revelar sus flagrantes inconsistencias al servicio de sus intereses de clase, sino sobre todo para evitar que la pusilanimidad y la falta de rigor de una visión superficial de la realidad y de las fuerzas sociales en pugna por parte de las fuerzas progresistas aumenten la sensación de impotencia que amplias capas populares sienten ante la aparente imposibilidad de lograr cotas reales de cambio social.


Continuará...

20 de abril de 2017

EL VIOLINISTA DEL GHETTO DE VARSOVIA

Higinio Polo. El Viejo Topo

No se puede recorrer Muranów, un barrio de Varsovia, sin que el corazón se encoja y un nudo nos atenace la garganta. Aquí estaba el ghetto, y, a cada paso, surgen los recuerdos del horror. Nos hablan de él, Antoni Szymanowski; y los diarios de Emmanuel Ringelblum –los Escritos del ghetto–; y las páginas de Hersch Berlinski, y de Aurelia Wylezynska, muerta durante el levantamiento de Varsovia. Y las de Cyvia Lubetkin, y Jan Karski, correo de los partisanos polacos. Emmanuel Ringelblum, que fue asesinado por la Gestapo en 1944, pudo enterrar en Muranów algunos documentos que reunió. También los nazis hablan de ese infierno: el general de las SS, Jürgen Stroop, conquistador del ghetto de Varsovia; y el propio Goebbels.

Antes de la guerra vivían en Polonia tres millones de judíos polacos, más de la décima parte de la población. En los combates de septiembre de 1939, murieron más de cincuenta mil personas, y, un año después, los nazis crearon los ghettos. En Varsovia, más de cuatrocientas mil personas fueron encerradas en él, entre el hacinamiento, el hambre, las enfermedades. Las condiciones de vida eran inhumanas: cada mes morían más de cinco mil personas; decenas de miles de obreros fueron obligados a trabajar para sus verdugos en condiciones de esclavitud, alimentados sólo con sopa. Otros eran conducidos a fábricas fuera del ghetto: eran un excelente negocio para los industriales alemanes. Miles de mendigos llenaban las calles, junto a centenares de niños abandonados, porque sus padres habían muerto. El tifus, la gripe, y otras enfermedades hicieron estragos, y los piojos se apoderaron de todo. Casi 85.000 personas murieron por efecto del hambre y de las enfermedades en el ghetto de Varsovia, antes de que el resto fueran enviados al campo de exterminio de Treblinka.

Muro del ghetto de Varsovia, con el Palacio
Lubomirski bombardeado
Al alba, los enterradores arrojaban a la fosa común los cadáveres recogidos cada día. Los nazis apenas entregaban alimentos, pero mentían al mundo sobre las condiciones del ghetto: llegaron a rodar noticieros donde forzaron a aparecer al jefe del Judenrat, Adam Czerniaków, y otras personas, en grandes banquetes. Arnold Mostowicz, superviviente de otro ghetto, el de Lodz, nunca pudo arrancarse de la memoria una escena atroz: tenía que atender a una joven enferma. Cuando llegó a la casa, ya había muerto, así como uno de sus hijos pequeños. No pudo hacer nada, sólo estremecerse viendo cómo se agitaba el cadáver en un mar de piojos.

Pese a todo, las organizaciones judías resistieron: en la calle Mila, 18, estaba el cuartel general de la Organización Judía de Combate, y un túnel secreto en la calle Muranowska comunicaba con el exterior del ghetto. Incluso organizaban la vida, atendían a la ciencia y la cultura, imprimían prensa clandestina, crearon una biblioteca infantil. Incluso investigaron, como el doctor Israel Milejkowski, que dirigió un trabajo científico en aquellas increíbles condiciones. En la víspera de su muerte en el ghetto, anotó: “con la pluma en los dedos, siento la muerte deslizarse en mi habitación…”

El 22 de julio de 1942 los nazis iniciaron la operación para liquidar el ghetto de Varsovia: engañaron a la población simulando un simple traslado, y concentraron a miles de personas cada día en la Umschlagplatz, para enviarlas a Treblinka, con los ucranianos y letones nazis disparando a matar para mantener el orden. En septiembre de 1942, los trenes de la muerte transportaban desde Varsovia hacia Treblinka entre cinco y siete mil personas diariamente. Allí, 265.000 prisioneros del ghetto fueron convertidos en humo.

En el verano de 1942, algunos judíos del ghetto entran en contacto con la resistencia polaca, para pedir armas. Crean la OJC, Organización Judía de Combate. Consiguen algunas pistolas y dinamita, que introducen en el ghetto por puntos secretos, como el agujero de la calle Bonifraterska, o a través de la fábrica situada en la calle Okopowa, al lado del cementerio judío; y por el túnel excavado en la calle Muranowska, y por la entrada al ghetto de la plaza Parysowski, donde la resistencia consiguió sobornar a los guardias polacos. Contaban además con las cloacas, utilizadas por el mercado negro y para intentar escapar al exterior. La OJC organiza incluso una pequeña prisión dentro del ghetto, ejecuta a judíos colaboracionistas con los nazis y distribuye octavillas explicando sus acciones.

El 18 de enero de 1943, los alemanes lanzan el ataque final. Siguen las deportaciones, y fusilan en el ghetto a los enfermos impedidos. Los grupos judíos responden, y los combates duran cuatro días. El 21 de enero, el mando alemán evita arriesgar a sus soldados en luchas callejeras y decide volar con explosivos los edificios donde se concentra la resistencia, que utiliza tácticas de guerrilla urbana y se mueve por los tejados, los sótanos, las cloacas. La OJC ha conseguido encuadrar a setecientos combatientes, y otro grupo, la AMJ, a cuatrocientas personas más. El 19 de abril de 1943 estalla la insurrección del ghetto. Mordechaj Anielewicz es el principal dirigente de la resistencia: sus integrantes saben que sólo les espera la muerte.

Civiles polacos en armas durante el
levantamiento de Varsovia
Comienzan los combates por diferentes calles, y decenas de alemanes mueren. Los nazis utilizan lanzallamas para incendiar todavía más el barrio, que arde desde los primeros días de luchas. Los informes del general Jürgen Stroop, que manda las tropas nazis, recogen que “familias enteras se arrojan por las ventanas de los edificios incendiados”. Los combatientes se ocultan en sótanos, en pasadizos, y atacan cuando pueden. Algunos grupos de la resistencia polaca intentan abrir brechas en el muro, desde el exterior, para ayudar a los judíos, mientras que otros atacan a los soldados, pero la diferencia de fuerzas es demasiado grande. El 8 de mayo, después de veinte días de combates, las calles del ghetto son una montaña de ruinas y de edificios destripados, donde los insurrectos mueren abrasados o tienen que refugiarse a veces en sótanos en los que se acumulan los cadáveres, que están siendo devorados por las ratas.

Soldados alemanes de las SS durante el levantamiento
Los alemanes se retiran, y deciden destruirlo todo. “Nunca olvidaré la noche que incendiaron el ghetto”, escribió después Cyvia Lubetkin. El día 7 de mayo, muere combatiendo Mordechaj Anielewicz. Algunas decenas de personas permanecen agazapadas en las alcantarillas y en los sótanos, sin alimento, sin agua, con los labios convertidos en esparto: unas pocas podrán salvarse todavía gracias a un camión de la resistencia que espera camuflado en una alcantarilla fuera del ghetto: entre ellos estaba Marek Edelman, uno de los dirigentes de la insurrección. Otros optan por el suicidio, para no caer en manos de los nazis, o se ven forzados a matarse unos a otros, entre lágrimas. El 16 de mayo Jürgen Stroop declara que la resistencia ha cesado: para celebrarlo vuelan con explosivos la sinagoga de la calle Tlomacka. Después, en agosto de 1944, estalla la insurrección general de Varsovia, y en enero de 1945 el Ejército Rojo libera la ciudad. Los combatientes del ghetto de Varsovia escribieron: “¡Vivir con dignidad y morir con dignidad!” Sabían que la resistencia no sólo era posible sino imprescindible para el futuro de la humanidad.

Nos queda su ejemplo, y las insoportables fotografías del horror: fosas comunes, niños muertos en las aceras del ghetto, el lento paso del niño judío, cubierto con su gorra, con los brazos en alto, con el miedo asomando en sus ojos, observado por los soldados nazis; y el rostro de otro niño, que arrastra un carro con cadáveres; y la del violinista con la piel en los huesos, que pide ayuda: va a arrancar unas notas del violín, mientras nos mira, para que no olvidemos nunca que ellos estaban allí, en el infierno.

14 de abril de 2017

EL FIN DE LA IZQUIERDA POSMODERNA

David de Ugarte. Las Indias.blog

La «identity politics» ha muerto. La mató el triunfo de Trump. Queda como cultura de grupo, como signo de pertenencia a un difuso «progresismo». Pero si la izquierda global quiere cambiar las cosas y darle forma a nuestra época, tiene que abandonarla definitivamente y volver a sus fundamentos.

Durante los años noventa la izquierda americana se transformó profundamente. No venía de la centralidad del trabajo y la producción como la europea sino del consumismo, o mejor dicho del «consumerismo» solapado a partir de los sesenta con las teorizaciones que surgieron a partir del movimiento de derechos civiles y que, siguiendo los textos de Fanon, equiparaban a las minorías raciales americanas y sus movimientos con los movimientos independentistas de las colonias inglesas y francesas.

Poco importaba que se levantaran voces, sobre todo en Europa y Africa, afirmando que ese discurso no era más que una nueva versión, hipócritamente aliñada con Marx, del esencialismo nacionalista anti-ilustrado, de Herder y de Meistre. Era funcional en una manera esencialmente nueva. Lo que el racismo de Fanon y Malcom X propone no deja de ser aplicar lo que hasta entonces el nacionalismo había aplicado al mundo (dividiéndolo en un puzzle de esencias nacionales) a la nación misma. Es decir crean un molde que permite la unificación en un solo marco de los principales movimientos que llaman la atención de los universitarios de los setenta: el feminismo y el nacionalismo negro. Una nueva generación de profesores se apoyará en los nuevos críticos europeos de los discursos de la Modernidad -en Foucault pero sobre todo en Derrida- para intentar darle un fondo intelectual más sólido, pero también para desbancar a la generación en el poder en los claustros.

Y esto fue fundamental, porque la nueva generación de intelectuales americanos entendió el conflicto social en el molde del conflicto por la hegemonía en los claustros. Los discursos sobre la producción, el trabajo, las clases, la organización de la economía… nada de eso estaba en el primer orden del debate. Eran las «identidades» las que lo estaban. La «diversidad», entendida como diversidad de sexo y raza, era la bandera de la nueva revolución universitaria.



El resultado fue una gran coalición que ofrecía hueco en el «asalto de los cielos» universitarios -y en general a todo lugar que permitiera una «acción afirmativa»- a todos los damnificados del sistema establecido a condición de que construyeran una identidad esencial propia, una ideología característica de grupo. Ser feminista dejó de significar batallar por la igualdad social de las mujeres respecto a los varones para implicar una concepción determinada de la mujer asociada a valores, a un «ser mujer» esencialmente diferente a «ser varón». Es decir, por debajo de la determinación cultural de roles, había algo irreductible, una «diferencia», que hacía a las mujeres diferentes en su «ser». Del mismo modo, un activista por los derechos de las minorías raciales dejó de significar alguien que batallaba por los derechos civiles y comenzó a implicar creer y ser parte de una comunidad imaginada de la raza que configuraba a cada individuo que hiciera parte de ella (un pensamiento «blindado» porque si el individuo lo negaba era por «auto-odio» impuesto por el sistema de identidades existente que negaba su «esencia»).

El espectro se abrió pronto pero no sin dificultades a las identidades basadas en la sexualidad y el ecologismo. Las operaciones necesarias fueron a veces difíciles e incluso, en el caso del ecologismo, ridículas. La teoría de género fractalizó el modelo una vez más, llevando la lógica de las identidades esencialistas a lo que no podía dejar de reconocer como un continuo difícil de acotar y por tanto casi imposible de reducir a átomos identitarios esenciales. Por su parte, el ecologismo tuvo que renunciar a la comunidad imaginada para tener un sujeto. En su lugar volvió al modelo últimos de los seres imaginados: la deidad. «Gaia», la personificación de la Naturaleza -la «madre» Naturaleza- se convirtió en un sujeto político más. En la era de la cultura de la adhesión ya no hacían falta siquiera miembros, bastaba con tener seguidores para tener una «identidad».


Curiosamente, no todas las «diversidades» quedaron incluidas en la definición de «diversidad» de la nueva ideología ascendente. Por ejemplo, la diversidad lingüística, que hubiera puesto en aprietos la estructura de departamentos de la universidad más allá de las cuotas étnicas, nunca entró siquiera en consideración a pesar de que eran lingüistas muchos de los pioneros del movimiento y de que la diversidad lingüística y la educación pública en otras lenguas distintas del inglés sea un campo de batalla social cotidiano desde siempre en EEUU (con las lenguas aborígenes, con el alemán hasta la guerra mundial, con el español al menos desde la conquista de Texas, etc.).

De ideología a cultura hegemónica en la izquierda
El conjunto de todo este fantástico, complejo y diverso movimiento intelectual es eso que se ha dado en llamar «identity politics». Su éxito fue indudable. La «identity politics» derivó de facto en un conjunto de prácticas y signos que redefinían la pertenencia a la izquierda.

Y es que la «identity politics» ha sido la ideología más atenta a las formas y al lenguaje desde las revoluciones puritanas protestantes -a las que recuerda tantas veces. Un elemento clave fue la definición de un nuevo «political correct»,un registro lingüístico diseñado para «no ofender ninguna identidad» y que derivó el espíritu evangélico de los conversos hacia eso que John Carlin definió como el «fascismo lite de los campus anglosajones». No es de extrañar que la generación de Carlin quedara en shock ante las consecuencias de la nueva ideología: podían compartirla pero no eran parte de su cultura. Y era precisamente como cultura que se estaba extendiendo. La vieja feminista era de repente sospechosa si no usaba el «los/las» continuamente. El militante obrero, otrora idealizado, se convertía ahora en un «varón blanco sin estudios», arquetipo de la categoría social más reaccionaria. La «diversidad», cual nuevo signo de la gracia, se convertía en el mandato de representar una realidad de «demographics» predefinidos más allá de lo razonable.



Esa dualidad de la «identity politics» como ideología y como cultura que quiere ser hegemónica en la izquierda, es lo que ha producido que sirva hoy con el mismo desparpajo para alimentar los guiones de las series americanas con arquetipos de conflicto que para planear estrategias electorales. Solo que mientras las series solo necesitan llegar a la verosimilitud, las elecciones, especialmente las presidenciales, solo tienen un criterio de verdad: ganar.

Y en esto llegó Trump
La noche del martes al miércoles pasado comenzó con una afirmación continua, en prácticamente cada canal de noticias norteamericano, de los presupuestos de la «identity politics». En CBS la tertulia de comentaristas era pura demografía, pura especulación de tendencias por identidades imaginadas: mujeres, latinos, negros, blancos sin estudios… Parecía una clase de Sociología en una universidad americana de los ochenta. El primer analista convocado, sentenció la hipótesis a falsar esa noche: «no se pueden ganar unas elecciones en la América diversa y multicultural faltando el respeto a las comunidades con más crecimiento». Michel Moore en su monólogo electoral en el condado de Clinton, un verdadero concentrado de «identity politics» y condescendencia universitaria, partía de otro hecho muy comentado a principios de la noche: «solo queda un 19% de varones blancos en EEUU».


Nada podía fallar. Pero falló. Esa noche la «identity politics» falló y quedó falsada en la práctica política real. Si Trump tuvo su 18 Brumario, la izquierda posmoderna tuvo, literalmente, su 9 de noviembre.

Resulta que esos varones blancos sin estudios a lo mejor no son esos «dinosaurios sollozantes» porque «después de un presidente negro viene una presidenta mujer» y «después vendrá un gay», «y después un transexual» que caricaturizaba Moore. A lo mejor ni siquiera, salvo unos cuantos tarados, se definen y votan como «blancos» o como «varones» aunque toda la dialéctica de la «identity politics» pretenda eso de ellos. A lo mejor son de todos los colores y lenguas maternas. A lo mejor no es la «identidad» sexual y étnica lo que les abruma. A lo mejor no es que «no comprendan» la globalización como nos dicen. A lo mejor la comprenden perfectamente y a lo mejor no aceptan ser divididos como si fueran especies de ganado en variantes genéticas y culturales. Tal vez, lo que están es hartos del neoliberalismo y de la desigualdad al punto de darse un tiro en el pie con tal de dárselo a una élite tramposa y «listilla» como apuntaba «The Idler».

Puede, simplemente que como comentaba Tyler Cowen la diversidad fuera otra cosa porque a fin de cuentas si un 29% de «latinos» votó por Trump:

muchos de esos votantes no ven «latino vs no latino» como la frontera de diversidad que les interesa con más intensidad.

En algunos lugares, como «Politico», el think tank de facto más potente de los demócratas, manifestaciones-antitrump hasta ahora un difusor acrítico de la política identitaria, empezó ya una cierta autocrítica:

Cuando empiezas a pensar en términos de gestión por un lado de las élites globales al nivel supranacional y por otro en entidades desterritorializadas en nivel subestatal [los sujetos de la «identity politics»] que buscan pero nunca encuentran acomodo en sus «identidades», las consecuencias son significativas: tasas bajas de crecimiento (alimentadas por el endeudamiento) y ciudadanos aislados que pierden su interés en construir un mundo juntos. En consecuencia por supuesto aparece un capitalismo de amigotes rampante cuando, en nombre de la eliminación de los «riesgos globales» y proveyendo distintas formas de «seguridad», la colusión entre las siempre crecientes burocracias estatales y los mastodontes corporativos globales crea una clase cerrada de ganadores y otra de perdedores. Esta es la alta disparidad de riqueza que vemos en el mundo de hoy.

Conclusiones
Puede que a pesar de nuestras críticas de hace unos días, Zizek llevara razón y el triunfo de Trump sirva de disparo de salida para cambiar la cultura y la ideología de la izquierda en los países centrales. El primer paso ha de ser una crítica en profundidad, una «deconstrucción» si se quiere llamar así, de la ideología identitarista que le alimentó hasta ahora en el mundo anglosajón y de su matriz, el nacionalismo. Porque la igualdad social no se construye convirtiendo en sujeto político -con sus consecuentes burocracias y «representantes» con cuotas de poder fijadas legalmente- a todas esas «identidades» o categorías sociológicas sobre las que históricamente se discriminó o ejerció el poder, sino eliminando la relevancia legal, cultural, social y sobre todo, económica de esas divisiones artificiales.

Y en todo caso, lo que parece indudable es que será imposible recomponer la izquierda sin pasar la página de la «identity politics» y tomarse en serio, como núcleo central del orden social que son, a la producción y al trabajo.

NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG
Comparto el análisis esencial del autor sobre la necesidad de desmontar el discurso de las identidades, fundamentalmente porque el relato de los comeflores neopijos postmodernos es de un liberalismo reaccionario que tira para atrás y porque divide la a la clase trabajadora en 100.000 identidades incomunicadas entre sí, salvo por las plataformas del capitalismo pseudoprogre que las pastorean.

Comparto, por tanto, la necesidad de recuperar una perspectiva de clase en la lucha por la emancipación del ser humano.

Sin embargo, no comparto en absoluto dos cuestiones que se desprenden del texto, sea directa o indirectamente.

La primera de ellas es la de la necesidad de recuperar la izquierda o recomponer la izquierda. Aunque esto se haga en términos de “la producción y el trabajo”, como propone el autor ¿Qué duda cabe que si no se pone el énfasis en el antagonismo de clase, que se encuentra precisamente en el enfrentamiento de intereses explotador-explotado o capital y trabajo, si se prefiere -y no en esa tontuna de ricos y pobres o de arriba y abajo, que se usan con la intención de esconder el origen de la desigualdad real-, seguiremos uncidos a la dominación de los seres humanos por otros seres humanos.

La izquierda es irrecuperable y es bueno que así sea. Y no por las teorizaciones de la New Left o post68, que la han degenerado irreversiblemente, sino porque dentro de la fracción mayoritaria de la misma que se asentaba en una posición de clase estaba ya el mal en sí mismo.

Me explicaré porque quiero aclarar que lo que cuestiono no es en absoluto la posición de clase sino la consecuencia de lo que es la "izquierda" antes de los "cumbayá". Los límites políticos en los que esa izquierda mayoritaria encarceló a dicha posición de clase: el reformismo.

Desde Bernstein y Kautsky la izquierda mayoritaria era ya socialdemócrata en el sentido de evolucionista hacia una mejora de la situación de la clase trabajadora sin intención alguna de romper el capitalismo. La fórmula oportunista bersteiniana “el movimiento lo es todo; la meta final no es nada” señalaba ya lo que podía esperarse de “la izquierda”. Mucho más tarde pero siguiendo ese mismo trazado llegarían el eurocomunismo -socialdemocracia vergonzante- y el social-liberalismo, ambos cara amable de la acumulación capitalista; títeres domesticados del capital y domesticadores de la clase capitalista. Así pues, es desde entonces cuando comenzó a joderse todo. Pijoflauta o reformista con origen de clase, “la izquierda” está degenerada irreversiblemente. Es incapaz, porque no lo considera deseable, defender la lucha por una sociedad socialista. Cuando habla de “anticapitalismo” vende keynesianismo. Cuando denuncia al capital, le pone sordina al hecho de que la Unión Europea es uno de sus centros y que no hay que reformarla sino destruirla. Cuando habla de revolución se refiere a la “revolución ciudadana” de los Correa o los Lenin Moreno, gestores humanistas del capitalismo y, cuando se pone “hiperrevolucionaria” se conforma con apoyar al histrión de “el pajarito”, gestor inútil y creador de corrupción a su alrededor que, cuando ha tenido el aparato del Estado capitalista, porque lo sigue siendo, se ha limitado a redistribuir las rentas del petróleo en lugar de destruir dicho aparato y sustituirlo por uno de la clase trabajadora , en el que ella sea la dueña de los medios de producción, cosa que no ha tocado apenas. Esa izquierda que cuando se pone levantisca en España se limita a envolverse en la bandera de una república que fue burguesa hasta su final, a pedir procesos constituyentes de no se sabe qué -o si se sabe: se limita a cambios cosméticos en el aparato institucional, nunca en la base social de la propiedad- y a sumarse a todo lo que dé la puntilla a una perspectiva de clase, como en el pasado el 15M o en el presente la Renta Básica o el empleo garantizado.

A algunos de ellos ya se les va viendo el plumaje antiobrero con ese discurso de que la clase trabajadora vota a la ultraderecha o el fascismo, como si fueran lo mismo, aunque ambos enemigos de una clase a la que hablan porque los “progres”, la “izmierda” han dejado de lado la radicalidad necesaria en un mundo en el que la acumulación capitalista pasa por expropiar a nuestra clase de todo lo que conquistó en su día a costa de cárcel, represión, torturas y muerte en tantos y tantos casos.

No, no hay que recuperar a “la izquierda”. Quede ésta en su tumba, que ahí es donde debe estar. Lo que hay que recuperar es la lucha por una sociedad socialista y comunista pero sin museos, ni mausoleos, ni nostalgias, ni naftalina, sino desde una vuelta a Marx , a un Marx al que los degenerados han intentado prostituir con sus infectadas babas de elogios, mientras afirman que la dictadura del proletariado es que gobiernen “¡los pobres!” y que eso hoy es la democracia. 


Que les den.