15 de agosto de 2016

EL TREN PRECINTADO

Stefan Zweig. “Momentos estelares de la Humanidad”

EL HOMBRE QUE SE ALOJABA EN CASA DEL ZAPATERO REMENDÓN
Suiza, la pequeña isla de paz cuyas costas eran azotadas de todos lados por las rompientes de la Guerra Mundial, fue durante los años 1915, 1916, 1917 y 1918, la escena ininterrumpida de una novela policíaca excitante. En los hoteles a la moda, los enviados de las potencias beligerantes, que un año antes habían jugado juntos al bridge en los términos más amistosos y habían cambiado invitaciones para banquetes, pasaban ahora unos al lado de los otros sin un leve saludo, como si fueran desconocidos. De sus departamentos salía un tren de figuras sin mayor relieve -delegados, secretarios, hombres de negocios, damas con velillo o descubiertas-, pero comprometidos, uno y todos, en comisiones secretas. Abajo se movían hermosos automóviles decorados con insignias extranjeras y, cuando se detenían, desembuchaban industriales, periodistas, virtuosos, o personas que pretendían que sólo viajaban por entretenimiento. Pero en casi todos los casos tenían la misma comisión: reunir informaciones, espiar el terreno. Los mismos porteadores que servían a tales personas, las criadas que limpiaban las habitaciones, estaban igualmente sobornados para observar y oír. En todas partes rivalizaban una con otra las organizaciones: en las tabernas, en las casas de huéspedes, en las oficinas de correo, en los cafés. Lo que pasaba como propaganda era más de la mitad espionaje; la traición se cubría con la máscara del amor; y detrás de la ocupación declarada de la mayoría de estos apresurados visitantes se escondían una segunda o una tercera que era desconocida. Todo se informaba, todo era inspeccionado, Apenas un alemán de cualquier posición podía poner el pie en Zurich sin que se enviara instantáneamente a Berna, y una hora más tarde a París, un informe sobre su llegada. Volúmenes completos de informaciones verdaderas o no eran enviados diariamente por agentes grandes y pequeños a los agregados, y eran pasados por éstos a sus jefes. Las paredes eran tan transparentes como el cristal, los teléfonos estaban conectados; con los residuos de las cestas papeleras y de las hojas de papel secante se reconstruía cuidadosamente la correspondencia; y tan loca llegó a ser la baraúnda, que muchos de los comprendidos en ella no podían ya saber si eran cazadores o cazados, espías o espiados, traidores o traicionados.

Sólo respecto a un extranjero en Suiza se informó escasamente en aquellos días, acaso porque se destacaba tan poco, nunca entró en un hotel elegante, jamás se sentó en un café ni asistió a una reunión propagandista, sino que vivía retirado con su esposa en la casa de un zapatero de viejo en que se alojaba. Sus habitaciones estaban en la Spíegelgasse, cercana al Limmat, en el segundo piso de una de las casas de vecinos sólidamente construidas de la Ciudad Vieja, de fachada embarrada, parte por la edad y parte por los humos de la pequeña fábrica de salchichas que trabajaba debajo de las ventanas. Sus vecinos eran la esposa de un panadero, un italiano, y un actor austríaco; y sólo sabían de él (por ser muy poco comunicativo) que era un ruso con un nombre casi impronunciable.

Tal vez la mujer del zapatero, la huéspeda, sabía algo más que los otros: que había sido durante años un refugiado, y que se hallaba en circunstancias difíciles por no tener un trabajo lucrativo. Todo esto fue deducido en parte de las exiguas comidas y las raídas ropas de los dos rusos, cuyas pertenencias totales apenas llenaban el maltratado baúl con que habían llegado allí.

El hombre, bajo y fuerte, tenía un aspecto nada llamativo y era visible que deseaba pasar inadvertido. Esquivaba la sociedad; sus vecinos rara vez podían captar una mirada de sus ojos oscuros, pero agudos y estrechos; y muy pocos visitantes llegaban a verlo. Regularmente, día tras día, iba a la biblioteca pública a las nueve y estaba allí hasta mediodía, hora en que se cerraba. A las doce y diez estaba de regreso en su casa, para salir a las trece y diez y ser de los primeros en llegar de nuevo a la biblioteca en donde se quedaba hasta las dieciocho. Pero como los agentes de los varios beligerantes que se encontraban en la Confederación seguían los pasos únicamente a los locuaces, y no sabían que, invariablemente, el solitario, el que lee mucho y aprende mucho es más peligroso y el que muy probablemente revoluciona al mundo, no escribieron informaciones acerca de este hombre que pasaba inadvertido y se alojaba en la casa del zapatero remendón. No se conocía mucho de él en los círculos socialistas, salvo que en Londres había sido editor de un periodiquito sin importancia de tendencia revolucionaria y de escasa circulación entre los refugiados rusos; que antes de salir de San Petersburgo había sido líder de una fracción cuyo nombre, como el propio, era impronunciable; que hablaba dura y desdeñosamente de los miembros más respetados del partido socialista, declarando que sus métodos eran absolutamente equivocados; que él era inasequible, pendenciero e intransigente. Por lo tanto, era natural que se preocuparan por él muy poco. A las reuniones a que él concurría, una que otra vez, en un pequeño café de obreros, asistían sólo contadas personas, quince o veinte cuando más y, como regla general, jóvenes. El salvaje camarada estaba encasillado como uno de los numerosos refugiados rusos que aguzan su ingenio con mucho té y discusiones interminables. ¿Cómo podría el obstinado hombrecito ser importante? En todo caso no llegaban a tres docenas las personas que en Zurich conocían el nombre de Vladimir Ilich Ulianov, el inquilino del zapatero remendón. Si uno de aquellos hermosos automóviles que, en tales días, corrían de embajada en embajada le hubiera atropellado en la calle y cortado prematuramente su vida, el mundo en general, también, no habría oído hablar jamás de él bajo el nombre de Ulianov o de Lenin.

REALIZACIÓN...
Un día -fue el 15 de marzo de 1917- el empleado de la biblioteca de Zurich quedó un poco sorprendido. Habían sonado las nueve y el lugar del más puntual de los lectores estaba vacío. Pasó media hora, dieron las diez, pero el infatigable lector no había llegado y no llegaría más. Porque cuando se dirigía aquella mañana a la biblioteca se le acercó un amigo, más aún, le cerró el paso, dándole la noticia de que había estallado en Rusia la revolución. Lenin, al principio, no podía creer tales nuevas. Las recibió como si hubiera sido un trueno. Después, con cortas y rápidas zancadas se dirigió al quiosco situado frente al lago, donde, afuera de la agencia de diarios, esperó hora tras hora, día tras día. Sí, era verdad, se fue haciendo más gloriosamente verdad a medida que transcurría el tiempo. Primeramente pareció que no sería más que una revolución palaciega o un simple cambio de ministerio.

No, el Zar había abdicado; se había nombrado un gobierno provisional; se crearía una Duma; la libertad había llegado a Rusia; se decretó la amnistía para todos los prisioneros políticos. Esto es lo que él había estado soñando durante años. Tenía realización al fin todo aquello por lo que él había estado trabajando por espacio de dos décadas: en sociedades secretas, en las cárceles, en Siberia y en el destierro. Como si, por arte de magia, pareciera que los millones de muertos caídos en esta guerra, después de todo, no habían muerto en vano. No fueron hombres sacrificados sin fruto. Eran mártires en nombre del nuevo reino de libertad, justicia y paz perpetua; el nuevo reino que sería instalado. Estaba como intoxicado el hombre que hasta ahora había sido un visionario calculador, frío y sereno. Como él, también vociferaban expresando . su júbilo los cientos de rusos que ocupaban estrechas viviendas en Zurich y Ginebra, en Lausana y Berna. Estas nuevas placenteras significaban que podrían volver a sus hogares. Sin pasaportes forjados, sin nombres supuestos, sin arriesgar sus vidas, podrían volver a entrar en lo que había sido el reino del Zar. Retornarían como ciudadanos libres de un país libre.

Prontamente empezaron a empaquetar sus escasos efectos, porque los diarios habían publicado el lacónico telegrama de Gorki: "Vengan todos al hogar". Se cambiaban cartas y telegramas en toda dirección: venga a casa, voy a casa, reunámonos, estemos unidos. Una vez más podían consagrarse abiertamente a la causa que les había fascinado desde la primera hora consciente de sus vidas, la causa de la revolución rusa.

...Y DESILUSIÓN
Pero pocos días después llegaron noticias consternadoras. La revolución rusa, cuyo advenimiento había elevado sus corazones como llevados en alas de águilas, no era la revolución con que habían soñado, no era la revolución por completo. Había sido nada más que un alzamiento palaciego contra el Zar, un alzamiento fomentado por los diplomáticos británicos y franceses, cuyo propósito era impedir que Nicolás firmara por separado la paz con Alemania. No era la revolución de pueblo -que quería, en realidad, la paz, pero también establecer sus propios derechos. No era la revolución por la que los refugiados rusos habían vivido y estaban dispuestos a morir; era una intriga de los partidarios de la guerra, de los imperialistas y los generales que deseaban proseguir sin estorbo sus planes. Lenin y sus amigos se dieron cuenta prontamente de que la invitación a regresar no comprendía a aquellos refugiados que querían una revolución genuina, radical, marxiana. Miliukov y otros líderes liberales habían ya dado las órdenes para que no fueran readmitidos. Mientras que los moderados, socialistas tales como Plekhanov en cuyos servicios podía confiarse para la prolongación de la guerra, fueron enviados muy amablemente en torpederos británicos a San Petersburgo, con guardias de honor, Trotsky era detenido en Halifax y los otrosrevolucionarios en las fronteras. En todos los países de la "entente" habían sido enviadas listas negras a las fronteras conteniendo los nombres de los que habían tomado parte en el Congreso de Zimmerwald. En vano envió Lenin telegrama tras telegrama a San Petersburgo.

Fueron interceptados o dejados sin contestación. Lo que se desconocía en Zurich o en otras partes de la Europa Occidental, era muy bien sabido en Rusia: que Vladimir Ilich Lenin era fuerte, enérgico, de larga visión y peligroso para sus adversarios.

No tuvo limites la desilusión de los refugiados impotentes. Por espacio de muchos años, en reuniones en Londres, París y Viena, habían estado considerando con todo detalle la estrategia de la revolución rusa. Por décadas habían discutido en sus periódicos sobre los planes teóricos y prácticos, las dificultades, los peligros, las posibilidades de sus proyectos. El mismo Lenin, durante toda su vida, consagró la mayor parte de su tiempo a este tema, revisando los planes de la revolución una y otra vez hasta haber alcanzado una formulación definitiva. Ahora, mientras estaba acorralado en Suiza, su revolución iba a ser diluida y desmenuzada por otros; la santificada noción de hacer de los rusos un pueblo libre iba a ser envilecida para servir a naciones extranjeras. Por una singular analogía, Lenin tuvo que sufrir en esta época lo que había sido la triste suerte de Hindenburg durante las fases de apertura de la guerra. Por cuarenta años Hindenburg había maniobrado y hecho el juego de guerra con un ojo puesto en la campaña de Rusia, y luego, cuando estalló el conflicto, fue obligado a estarse en su casa, en traje civil, y mover banderitas sobre el mapa, registrando las ganancias y marcando los desatinos de los generales en servicio activo. Sometido a un esfuerzo similar, Lenin, usualmente un realista de sólidas convicciones, resolvió en su mente el más loco y más fantástico de los sueños. ¿No podría alquilar un aeroplano y cruzar así por Alemania o Austria? La idea era enloquecedora. ¿No podría atravesar un país u otro con la ayuda de un pasaporte falsificado? El primer hombre que se ofreció a ayudarle en esta idea resultó ser un espía. Su fantasía se extravió más y se hizo más absurda. Escribió a Suecia pidiendo un pasaporte sueco, intentando fingirse sordomudo para evitar que su lengua lo denunciara. Por supuesto, después de revolver tales proyectos descabellados en las noches de insomnio, cuando apuntaba el día los reconocía impracticables y desatinados. Pero tanto de día como de noche permanecía convencido de que, de una forma o de otra, debía volver a Rusia. Debía transformar la revolución rusa en su propia revolución, en vez de permitir que fuera la de algún otro; debía hacer de ella una revolución genuina, en vez de una semblanza puramente política. Debía regresar a Rusia, más pronto o más tarde, costara lo que costara.

¿A TRAVÉS DE ALEMANIA? ¿SÍ O NO?
Suiza está cercada por Italia, Francia, Alemania y Austria. El camino a través de los países aliados estaba cerrado para Lenin porque era un revolucionario, y a través de Alemania y Austria porque era ruso, uno de los súbditos de una potencia enemiga. No obstante, por lo absurdo de la situación, tenía más razón para esperar amistad de la Alemania del Emperador Guillermo que de la Rusia de Miliukov o la Francia de Poincaré.

Cuando los Estados Unidos estaban a punto de tomar las armas contra ella, Alemania necesitaba paz con Rusia de cualquier modo y, por consiguiente, un revolucionario capaz de embarazar las gestiones de los embajadores británico y francés en San Petersburgo era una persona que podía ser considerada con favor.

Pero para Lenín envolvería graves responsabilidades la apertura de negociaciones con la Alemania imperial, un país al que había amenazado e injuriado cientos de veces en sus escritos. De acuerdo con todos los "standards" morales aceptados, sería claramente una traición entrar y viajar cruzando un país enemigo con permiso y con la aprobación de su estado mayor general. Lenin debía saber perfectamente que con semejante curso de acción comprometería a su partido y su causa; que él mismo se haría sospechoso de haber sido enviado a Rusia como un mercenario del gobierno alemán, y que si conseguía éxito en asegurar la paz inmediata para Rusia su nombre quedaría escrito en la historia como el del hombre que roba a su país el fruto de la victoria. Era natural, por consiguiente, que no sólo los revolucionarios fríos de entre los refugiados rusos, sino aun la mayor parte de los que eran de su misma manera de pensar, se sintieran ultrajados cuando anunció su determinación de adoptar, en caso necesario, este método peligroso y comprometedor.

Airadamente indicaron que mediante los buenos oficios de demócratas sociales de Suiza se estaban llevando a cabo negociaciones para el retorno de los revolucionarios rusos por la vía legítima y neutral de un cambio de prisioneros. Lenin sabía que este plan era insufriblemente tedioso, que las autoridades rusas adoptarían todas las astucias posibles para diferirlo indefinidamente - en un momento en que cada día, cada hora, era de vital importancia -. El mantuvo fijos sus ojos en el fin que debía ser alcanzado, mientras que los demás, menos realistas y menos audaces, rechazaron un plan que, según los "standards" prevalecientes, era traicionero. Lenin acalló sus escrúpulos y, desconociendo los argumentos en contrario, se hizo justicia por sí mismo para abrir negociaciones con el gobierno alemán.

EL PACTO
Precisamente porque Lenin sabía que su propuesta sería considerada como un desafío y atraería mucha atención, se puso a trabajar tan abiertamente como era posible. Siguiendo sus instrucciones, el secretario de la unión obrera de Suiza, Fritz Platten, se presentó al embajador alemán, quien ya había tenido previamente tratos con los refugiados suizos, y le expuso las condiciones de Lenin. Este oscuro refugiado, como si previese la autoridad que ejercería pronto, no se dirigió al gobierno alemán con una petición sino que anunció, lisa y llanamente, las condiciones en que él y sus asociados estarían dispuestos a aceptar la autorización alemana para cruzar el país enemigo. El coche de ferrocarril en que viajarían gozaría de derechos extraterritoriales. No habría inspección de pasaportes ni de personas al entrar o salir de Alemania. Los viajeros pagarían sus pasajes a la tarifa ordinaria acostumbrada. Ninguno de ellos abandonaría el coche por órdenes de los alemanes ni por propia iniciativa. El embajador, Romberg, envió en seguida la petición al cuartel general. Sin el menor titubeo Ludendorff dio su conformidad, aunque sus Memorias le la Guerra no contienen una sola palabra respecto a una decisión que habría de resultar de mayor importancia histórica que toda otra de su vida. El embajador había tratado en vano, hasta ahora, de conseguir modificaciones en el texto del pacto, que Lenin había redactado a propósito tan ambiguamente que hasta Radek (un austríaco) podría unirse a los viajeros rusos que no serían fiscalizados. El hecho es que el gobierno alemán estaba no menos apresurado que Lenin, ya que los Estados Unidos habían declarado la guerra el 5 de abril.

En consecuencia, al mediodía del 6 de abril, Fritz Platten recibió la memorable misiva:"Asuntos arreglados como se deseaba". El 9 de abril de 1917, a las catorce y media, un pequeño grupo de personas mal vestidas, llevando sus propios equipajes, salieron del restaurante Zahringer Hof para la estación de Zurich. Eran treinta y dos en total, incluso mujeres y niños. De los hombres, sólo Lenin, Zinoviev y Radek se hicieron famosos. Después de haber comido un modesto lunch, firmaron conjuntamente un documento declarando que habían tenido conocimiento por el Petit Parisien de la determinación del gobierno provisional ruso de tratar como traidores a todo el que regresara a Rusia por vía de Alemania. El manuscrito declaraba además que los firmantes aceptaban la completa responsabilidad del viaje y aprobaban las condiciones en que se realizaba. Habiendo firmado, tranquila y resueltamente iniciaron un viaje que la historia habría de considerar transcendental.

Su llegada a la estación no despertó interés. No estuvieron presentes cronistas de diarios ni fotógrafos. Nadie en Suiza sabía nada acerca de Herr Ulianov, quien, con un chambergo de fieltro, un traje raído y botas con clavos (que usó hasta que el grupo llegó a Suecia), como miembro de una banda de hombres, mujeres y niños cargados de equipajes, silenciosamente y sin llamar la atención buscaba un lugar en el tren. No había nada que los distinguiera de los innumerables refugiados -servios, rutenos y rumanos- a los que se veía con frecuencia en la estación de Zurich sentados sobre sus cajas de madera tomándose un descanso en su viaje a Ginebra y más allá. El partido laborista suizo, que desaprobó el viaje, no envió representante. Sólo concurrieron unos cuantos rusos, algunos para decirles adiós; otros para llevarles algo de lo poco de que podían disponer, y algún alimento para los viajeros; algunos para enviar saludos a los amigos en Rusia; y otros que todavía esperaban disuadir a Lenin de "su empresa descabellada y criminal". Pero su decisión era irrevocable. A las 15.10 sonó el silbato del guarda, y las ruedas comenzaron a girar mientras que el tren partía para Gottmandingen, la estación de la frontera alemana. Eran las 15.10 y, desde entonces, el reloj del mundo ha marcado tiempo diferente.

EL TREN PRECINTADO
En la Guerra Mundial fueron disparados millones de tiros destructivos -los proyectiles más poderosos diseñados hasta entonces y del mayor alcance conocido-. Pero ninguno de ellos fue tan fatal y de tan largo alcance como el tren que estaba por iniciar el cruce de Alemania desde la frontera suiza, cargado con los revolucionarios más peligrosos y resueltos del siglo, y con destino a San Petersburgo, donde harían pedazos el orden existente.

Sobre los rieles de la estación de Gottmadingen se encontraba este proyectil único, compuesto de un coche de segunda y tercera clase, en el que las mujeres y los niños ocupaban la segunda y los hombres la tercera. Trazos de tiza sobre el terreno marcaban una zona neutral, el territorio de los rusos, como separación del departamento de los dos oficiales alemanes que acompañaron este transporte de alto explosivo viviente. El tren se movió sin incidentes durante la noche, y sólo en Frankfurt se acercaron algunos soldados alemanes que habían oído que unos revolucionarios rusos estaban en camino a través de Alemania; y una vez los social-demócratas alemanes trataron de comunicarse con los viajeros, pero se les impidió el acceso. Lenin no ignoraba con cuánta sospecha se le vería si cambiaba una sola palabra con un alemán en suelo alemán. En Suecia fueron recibidos con alegría. Los hambrientos rusos participaron de las golosinas suecas que se les ofrecieron para almorzar; luego Lenin se quitó las botas claveteadas, cambiándolas por unos zapatos nuevos que había comprado, así como un traje. Al fin llegaron a la frontera rusa.

EL PROYECTIL PEGA EN EL BLANCO
La primera acción de Lenin en suelo ruso fue característica. No prestó atención a los seres humanos, se lanzó sobre los diarios. Habían transcurrido catorce años desde su salida de Rusia, desde la última vez que vio tierra rusa, una bandera rusa o un uniforme ruso.

Pero este idealista férreo no derramó lágrimas como hicieron los otros, no abrazó a los soldados como hicieron las mujeres del grupo. Lo que él necesitaba eran diarios. Pravda, sobre todos, para ver si el periódico, su periódico, sostenía firmemente el punto de vista internacional. Coléricamente arrugó el papel y lo tiró al suelo. No era bastante adicto. Todavía dislates patrióticos; no lo que él consideraba revolución verdaderamente roja. "Era tiempo de que yo regresara -pensó-. Tiempo para poner mis manos en el timón, y guiar el barco a la victoria o a la destrucción... ¿Podré hacerlo?" Estaba ansioso, intranquilo. Si Miliukov le hubiera puesto en prisión tan pronto como llegó a San Petersburgo ¿habría cambiado el nombre tanto tiempo llevado por la ciudad? Los amigos que habían llegado a recibirle, Kamenev y Stalin, sonrieron misteriosamente en el compartimiento de tercera clase, malamente iluminado; pero no contestaron, o no quisieron contestar.

La respuesta dada por los hechos fue sin precedentes. Tan pronto como el tren se detuvo en la plataforma de la estación finlandesa, la enorme plaza exterior estaba colmada por obreros en número de decenas de miles y por tropas de todas las armas, que habían acudido a dar la bienvenida al desterrado que regresaba. Como una sola voz, la multitud empezó a cantar "La Internacional". Cuando Vladimir Ilich Ulianov descendió del tren, el hombre que dos o tres días antes había sido inquilino del zapatero remendón fue levantado por cientos de manos y subido a un automóvil blindado. Los focos desde las casas y los fuertes se concentraban sobre él, y desde el automóvil pronunció su primer discurso al pueblo. Las calles se estremecían con las aclamaciones, y no tardó mucho en que tuvieran comienzo los "Diez días que hicieron estremecer al mundo". El tiro había pegado en el blanco para hacer pedazos un reino, un mundo.