3 de mayo de 2016

LAS LESIONES NO TAN OCULTAS DE CLASE

Max Castro. Cubadebate

Los norteamericanos hoy en día están viviendo su vida a un ritmo no visto en tres décadas. Hay una epidemia de suicidios en curso en Estados Unidos y la gran pregunta es porqué.

La noticia proviene de un nuevo estudio del gobierno realizado por el Centro Nacional de Estadísticas de Salud. Los datos cubren el período de 1999 a 2014.

El New York Times publicó un extenso informe acerca de la investigación, en su edición del 22 de abril de 2016, que informa acerca de los aspectos más destacados del estudio y cita las hipótesis de varios expertos que han profundizado en las causas del aumento en las cifras de suicidios.

Antes de hablar de esas teorías, permítanme señalar algunas de las conclusiones más destacadas del estudio:

Las tasas de suicidio en Estados Unidos aumentaron 24 por ciento entre 1999 y 2014.

El incremento se produjo en casi todos los grupos demográficos con dos excepciones, hombres negros y personas de 75 años de edad y mayores.

Se observó un fuerte aumento en las tasas de suicidio entre los grupos que históricamente han tenido tasas muy bajas. Esto incluye a mujeres de mediana edad (45-64), cuyas tasas de suicidio aumentaron en 63 por ciento. En el otro rango del espectro de edad, el suicidio de las niñas entre 10 y14 años aumentó tres veces durante el período del estudio.

Los grupos que históricamente han tenido altos índices de suicidio también experimentaron un aumento, aunque algo menor que en los grupos con tasas tradicionalmente bajas. Por ejemplo, el incremento de suicidios entre hombres de 45 a 64 fue del 43 por ciento, un veinte por ciento más bajo que entre las mujeres de la misma edad. Aún así, hoy en día la tasa de suicidio masculino en esa categoría de edad es 3,6 veces mayor que entre las mujeres.

El aumento en el suicidio no puede ser explicado por el crecimiento de la población, ya que las tasas son de suicidio por cada 100 000 habitantes. Sin embargo, los números en bruto sí transmiten una idea de la magnitud del problema. En 1999, en Estados Unidos 29 199 personas se quitaron la vida. En 2014, la cifra fue de 42, 773.

Antes de que yo los insensibilice a ustedes con cifras, vamos a centrarnos en las explicaciones ofrecidas por los expertos consultados por el New York Times, seguidas de mi propio análisis.

Kathleen Hempstead, asesora principal de la Fundación Robert Wood Johnson, “ha identificado una relación entre el aumento de las tasas de suicidio y el aumento de la angustia acerca del empleo y las finanzas entre las personas de mediana edad”. Investigadores anónimos citados por el Times, “que revisaron el estudio… presentaron un cuadro de desesperación para muchos en la sociedad norteamericana”. Y Robert Putnam, profesor de política pública en la Universidad de Harvard, dijo: “Esto es parte del patrón emergente mayor de la evidencia de los vínculos entre pobreza, desesperanza y salud”.

Existe evidencia empírica para la elaboración de esta conexión. El Times cita el trabajo de Alex Crosby, epidemiólogo de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades, que ha estado estudiando la correlación entre la economía y el suicidio durante casi cien años. Crosby señala que la tasa más alta de suicidio fue registrada en 1932, el punto más bajo en el peor colapso económico de la historia norteamericana. La tasa de 1932 fue un 70 por ciento más alto de lo que es hoy en día. Eso no es sorprendente, ya que la Gran Depresión fue mucho peor y prolongada que la crisis económica de 2008. Por otra parte, Crosby encontró “un patrón coherente…; cuando la economía empeoró aumentaron los suicidios, y cuando mejoró descendieron”.

Este análisis es bueno hasta cierto punto, pero hay una pieza que falta; la forma en que la ganancia de la recuperación económica se distribuye entre la población. La ola de prosperidad que siguió a la Gran Depresión y a la Segunda Guerra Mundial fue ampliamente compartida relativamente. La clase media se expandió de manera enorme y los trabajadores manuales fueron capaces de tener cosas tales como una casa y un auto, privilegios antes disfrutados sólo por las clases media y alta.

Los beneficios económicos de las décadas más recientes no han sido ampliamente distribuidos. De hecho, el ingreso promedio de los norteamericanos hoy en día, en términos reales, es más bajo que en 1999. La mayor parte del crecimiento económico ha sido capturado por los ricos. Este fue el caso antes de la Gran Recesión de 2008 y después del inicio de la débil recuperación que siguió. No es de extrañar, por tanto, que las tasas de suicidio no hayan disminuido en los últimos años. De hecho, el aumento se aceleró entre 2010 y 2014.

Por supuesto, la economía no es el único determinante de las tasas de suicidio. Uno de los primeros trabajos de la sociología empírica, “Suicidio”, por el sociólogo francés del siglo 19 Emile Durkheim, arrojó que en los países con fuerte solidaridad social el suicidio era menor que en los lugares que tenían una cultura más individualista.

La explicación es sencilla. Las personas que pueden contar con fuertes lazos sociales que brindan apoyo emocional y económico son menos propensas a experimentar las más bajas profundidades de la desesperación que los individuos aislados. Tales personas son también menos propensas a enmarcar sus problemas en términos de fracaso individual y más en relación con las fuerzas sociales y económicas más generales, una interpretación que no afecta a una parte de su autoestima.

Nada en el análisis clásico del suicidio por parte de Durkheim contradice el enfoque de analistas contemporáneos acerca del factor económico. La solidaridad puede amortiguar los peores efectos de la miseria económica en el cuerpo y la psiquis. Pero aún así las privaciones cobran su cuota. Y la solidaridad es un bien escaso en la sociedad norteamericana –la palabra está prácticamente ausente del vocabulario común– como dan fe libros tan innovadores de la década de 1950 –de La muchedumbre solitaria (Riesman) – al pasado reciente –Jugando bolos solo (Putnam).

Por otra parte, la economía neoliberal de “perro come perro”, de las últimas décadas, ha significado que el estado ha optado por no hacer nada –o hacer cosas que lo empeoran todo– frente a los brutales choques económicos y la alucinante desigualdad económica característica del capitalismo norteamericano y mundial en el presente siglo. La creciente ola de muerte autoinfligida es sólo un daño colateral de la política económica que hemos estado siguiendo.

El suicidio no es la única cuestión de vida o muerte en torno a la cual las lesiones de clase se ven tan en claro como el cristal. Para dar sólo un ejemplo revelador. El hombre norteamericano promedio en el uno por ciento superior de los ingresos puede tener una esperanza de vida de 87 años. Un hombre con un ingreso de $30 000 al año muere con nueve años menos como promedio. El dinero afecta la posibilidad de vida, desde la cuna hasta la tumba. La ironía es que esta diferencia de mortalidad significa que el hombre rico puede acogerse a la seguridad social, un programa diseñado para ayudar en la vejez, durante nueve años adicionales, a personas de escasos recursos.

Allá por 1972, Richard Sennett y Robet Cobb pudieron escribir un libro titulado Las lesiones ocultas de clase. Hoy en día, como muestran las tendencias suicidas, las lesiones de clase apenas se ocultan. Son heridas abiertas que desmienten todas las pretensiones de un Sueño Norteamericano o de una Gran Sociedad.

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