5 de septiembre de 2011

REFORMA CONSTITUCIONAL Y REFERÉNDUM

Por Marat

1.-ÉSTA NO ES NUESTRA CONSTITUCIÓN:
La Constitución del Reino de España fue aprobada en Referéndum el 6 de Diciembre de 1978 y entró en vigor 23 días después, el 29 de Diciembre del mismo año.

Dicho ordenamiento es consecuencia del pacto político alcanzado entre los sectores posibilistas del régimen franquista -UCD, AP (luego PP)- , las izquierdas reformistas –PSOE y PCE y una parte del nacionalismo no españolista (Pacte Democràtic per Catalunya, luego reconvertido gran parte del mismo en CiU).

La Constitución española de 1978 refleja fielmente la apuesta por un modelo de transición, la “reforma política”, destinada a evitar a los herederos del franquismo los “riesgos” de una ruptura política que hubiera podido realizar un juicio al pasado en el que muchos de ellos hubieran salido mal parados.

Su objetivo era asegurar la estabilidad de los puntales ideológicos en los que se asentaba:
· La propiedad privada, la herencia y el modelo de economía capitalista o economía de mercado: artículos 33 y 38
· La monarquía como forma de jefatura del Estado, en virtud de la Ley de Sucesión franquista de 1947, que llevaría a su proclamación como Rey a Juan Carlos de Borbón el 22 de Noviembre de 1975, sólo dos días después de la muerte del dictador.
En ningún momento, la forma de Jefatura del Estado fue consultada a los ciudadanos, por lo que la “constitucionalidad” de dicha Jefatura es más que dudosa. La inclusión del Título II (De la Corona), con su lista de artículos desde el 56 al 65, ambos incluidos, obligaba a ratificar la Monarquía dentro de la propia Constitución, si se aprobaba ésta.

Algo tan importante como la figura del Jefe del Estado se convertía en ilegítima de origen al ser la instauración de la monarquía una mera transposición de la voluntad política de Francisco Franco a la nueva institucionalidad política.

El intento de “bendecir” popularmente su restauración, incluyendo la figura de la Corona dentro de una Constitución que no podía ser refrendada por partes sino en bloque, fue una más de las píldoras que la izquierda reformista se tragó no sin su dosis de entusiasmo cortesano.
· La “indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” (artículo 2).
De este modo, los herederos del franquismo conjuraban los “sempiternos peligros separatistas” de la Nación española. La vía para hacerlo fue la de negar el derecho de autodeterminación de los pueblos en el Estado español.

Con mayor o menor voluntad creció por entonces entre los constituyentes el “espíritu del consenso”, auténtica beatería política que hizo bascular un giro a la derecha hacia el centro gravitacional de un escenario político respecto al que cualquier postura disidente se ha considerado desde entonces anatema.

Ese “espíritu de consenso” ha sido la coartada que ha permitido durante todos estos años que la izquierda reformista haya renunciado a la acción transformadora, que el derecho soberano de los pueblos que no se sienten parte del Estado español haya sido criminalizado, que la familia real haya vivido parasitariamente de los Presupuestos Generales del Estado y de sus múltiples chanchullos o negocietes, que los sindicatos mayoritarios hayan cedido en los sucesivos retrocesos de los derechos de los trabajadores, que la Iglesia Católica haya sido tratada con el privilegio de religión oficial del Estado, que el capitalismo haya ido arrancando parcela a parcela los derechos sociales a las amplias mayorías de esta sociedad, las clases trabajadoras.


2.-Y AHORA ES MENOS AÚN NUESTRA CONSTITUCIÓN:
Pero esta Constitución que acaba de ser reformada por el “consenso” de los dos grandes partidos del arco parlamentario tenía un único punto progresista: una parte –no todo él- del articulado del Capítulo Tercero (De los Principios Rectores de la Política Social y Económica) del Título Primero (De los Derechos y Deberes Fundamentales) de la misma.

Esa dimensión “progresista” de una parte del ordenamiento jurídico del Estado nace de un diseño mimético respecto a las Constituciones continentales posteriores a la Segunda Guerra Mundial, destinadas en aquella época a conjurar el “peligro” comunista en Europa y a facilitar un rápido crecimiento económico mediante la incorporación de las clases trabajadoras al consumo de masas.

En el caso específico español, la Constitución de 1978 venía también a plasmar el pacto social entre las derechas postfranquistas y las izquierdas reformistas, garantizando paz social a cambio de cierta redistribución de la riqueza económica del país.

En concreto, los artículos referidos a la obligatoriedad y gratuidad de la enseñanza básica (27), al derecho al trabajo (35), las políticas fiscales redistributivas, el fomento del pleno empleo y unas condiciones de trabajo dignas (40), la protección mediante el sistema de Seguridad Social (41), el derecho a la protección sanitaria y la salud pública (43), el acceso general a la cultura y la promoción de la ciencia y la investigación técnica (44), el derecho a una vivienda digna (47), el acceso a pensiones adecuadas y a los servicios sociales (50), son los principales aspectos “reequilibradores” de una constitución que consagra al capital y a la propiedad privada como medios sustentadores del modelo económico “nacional”.

Pero nadie se equivoque sobre la fuerza de ley de estos derechos sociales constitucionales. Tanto los padres constituyentes como los expertos en derecho constitucional han insistido con frecuencia en relativizar la obligatoriedad del cumplimiento de los derechos sociales en la Constitución de 1978, situándolos más bien en un valor enunciativo pero no taxativo, y ajustando su cumplimiento a las circunstancias sociales y económicas por las que el país atraviesa en cada momento. Dicho de otro modo: estos derechos orientan la acción de los gobiernos hasta donde estos mismos estén dispuestos a aceptar o, en el más voluntarioso de los casos, puedan cumplir.

Durante estos años de crisis capitalista inducida, los recortes sociales y la voladura del Estado del Bienestar (elevación de la edad de jubilación, reforma del mercado laboral, clausura de facto de leyes de protección social destinadas a las familias, privatización de la sanidad pública y cierres de unidades hospitalarias y ambulatorias, eliminación de partidas presupuestarias en las CCAA destinadas a protección social de los preceptores de rentas bajas, reducción de los salarios de los funcionarios, amenazas del candidato Rubalcaba con nuevas leyes de contratos basura para eternos becarios,...) hemos visto como esos derechos sociales constitucionales han sido sistemática y calculadamente violados sin que a los miembros del ejecutivo del PSOE o a los dirigentes autonómicos del PP o de CiU se les haya movido una ceja.

Lo que la reforma del artículo 135 de la Constitución ha venido a consagrar es la sanción legal de la depredación que los especuladores capitalistas han venido realizando sobre los derechos de los trabajadores desde que la crisis sistémica se instaló en la sociedad española.

Y es que esa agresión se produce sobre todo contra las clases trabajadoras y un sector de los trabajadores autónomos. Al hablar de víctimas de la crisis cabe hablar de clases y no de ciudadanos, esa palabra que tanto gusta a los “indignados” desideologizados y desideologizadores, tan inspirados por una “revolución islandesa” que nunca ha existido (http://www.elsentidodelavida.com/2011/03/desmontando-el-bulo-de-la-revolucion.html). Las razones más evidentes para que hablemos en términos de clase y no de ciudadanía se plasman en las draconianas relaciones laborales que se han venido instaurando desde los años 80 del pasado siglo y que se han visto ahora más aceleradamente deterioradas, en una expulsión del mercado de trabajo de millones de personas pertenecientes a la población activa, en la pérdida de protección social de los sectores más débiles de la sociedad y en una brutal transferencia de las rentas del trabajo a las del capital. Va siendo hora de que ciertos entornos dejen de echarnos encima sus inmundicia ideológica derechista camuflada de “revolución ciudadana”, por otra parte expresión tan del gusto de los liberales y la extrema derecha, como claman cotidianamente en sus foros.

Como el protagonista del cuento de Hans Christian Andersen, el "El traje nuevo del emperador", tras la Reforma de la Constitución, ésta ha quedado desnuda, evidenciando su carácter de ahora en adelante puramente liberal.

Un efecto colateral de esa reforma ha sido el de hacer saltar hecho añicos el tan cacareado consenso. El patético llamamiento de Josep Sánchez Llibre el pasado viernes 2 de Septiembre, desde la tribuna de oradores del Congreso, a su recuperación, tras denunciar que CiU había sido “expulsado” del mismo, era doblemente ridículo y mendaz cuando reconocía, a renglón seguido, que su grupo parlamentario era partidario del equilibrio presupuestario y de seguir los dictados marcados por la UE (léase Alemania) en materia de control del gasto público. Más allá de la vulneración de la autonomía financiera de las CCAA, resultaba evidente que la teatralización de CiU sangraba por la herida de unos acuerdos PSOE-PP que, por primera vez, despreciaban la compañía del partido de la burguesía catalana.

Su correlato simétrico fueron las declaraciones de Soraya Sáenz de Santamaría (PP) y de José Antonio Alonso (PSOE) destacando la importancia del consenso entre los dos grandes partidos de la Cámara Alta. Olvidó Alonso decir que dicho acuerdo era la confirmación definitiva de la total homologación entre ambos partidos.

Mucho más coherente fue el portavoz del PNV, cuyo partido se abstuvo en su día en el referéndum para la aprobación de la Constitución. Josu Erkoreka aprovechó la ocasión para presentar una propuesta de reconocimiento del derecho de autodeterminación para el pueblo vasco.

El veto de Llamazares a las enmiendas con las que los dos grandes grupos parlamentarios intentaban convencer a los nacionalistas catalanes de que, al menos, se abstuvieran al votar la reforma constitucional, fue la puntilla definitiva al ya muerto consenso.

Ridículo, como siempre, la hipócrita beatería Bono volvería a últimas horas del día sobre la “genialidad” del acuerdo PSOE-PP, tratando de escamotear lo ya indiscutible: que ambos partidos son sólo dos marcas con las que presentar un mismo producto de “beneficios” absolutamente iguales: el regreso a las Constituciones liberales del siglo XIX.


3.-EL REFERÉNDUM ES UNA TRAMPA:
La pretensión de realizar un Referéndum destinado a dar opinión a la ciudadanía y a oponerse a la reforma del artículo constitucional 135 es una trampa. Hay que decirlo alto y claro.

Y lo es por todas por todas las razones imaginables:
· Supone legitimar el resto del articulado constitucional (monarquía, economía de libre mercado, derecho a la propiedad privada y a la herencia, negación del derecho de autodeterminación), al dejarlo intacto y despreciar la importancia que dichos contenidos tienen para rechazar esta Constitución.
· Llega tarde, al haber sido ya aprobado en el Congreso y faltar simplemente su tramite y votación en el Senado. La inmensa mayoría de los referendos tiene un carácter propositivo, pocas veces derogatorio. Además frente a algo ya aprobado parece que lo oportuno es ir un paso por delante, no por detrás. Esto es algo que se plasmaría notablemente en la ausencia de entusiasmo con el que será recibido cualquier intento de seguir sosteniendo dicho objetivo.
· Es un camino cerrado al requerir, según el artículo 168 de la Constitución, de un 10% del total de cualquiera de las dos cámaras. Ese número de diputados no existe.
· Si se intentase la vía del artículo 92 de la Constitución o su variante, el artículo 161, para asuntos de especial trascendencia política, además de seguir llegando tarde, debería ser convocado por el Rey, a propuesta del Presidente del Gobierno y previamente autorizada por el Congreso de los Diputados. Una idea excelente....para reforzar el papel de la Monarquía. No dudo de que saldrán partidarios “indignados”, de camuflada vocación monárquica (los mismos que argumentan que plantear el tema monarquía o república divide a su “movimiento”... “nacional”) proponiendo esta vía.
· Cualquiera de esos caminos cerrados hacia un referéndum contra una modificación ya aprobada significará desviar los esfuerzos de las luchas que deben centrarse en recuperar una movilización con contenido de clase y claramente opuesta al capitalismo que nos agrede y a su régimen constitucional que santifica la agresión, y realizar un gasto de energías inútil.
· El referéndum podría servir para revitalizar el alicaído y ya casi olvidado referéndum 15-O planteado por sectores liberales partidarios de meras reformas cosméticas y que recogían aquellos famosos puntos del “consenso de mínimos” del que ahora nadie habla. Otra vía para desviar el objetivo de las luchas políticas y sociales.
· En la delirante hipótesis de que dicho referéndum fuese aceptado, a toro pasado, por las instituciones políticas –cuesta imaginarlo, incluso pasado de grifa- quienes ya peinamos canas aún recordamos el modo en que el gobierno de Felipe González planteó el de la OTAN, con una pregunta tramposa, de cierta complejidad interpretativa y que ponía a los ciudadanos ante el reto de votar NO a la permanencia de España en la Alianza Atlántica desautorizando, a su vez, al gobierno de la nación.

Es comprensible que quienes aceptan el resto del articulado constitucional se planteen el citado referéndum. No van más allá. No lo pretenden y seguramente su propia ignorancia política tampoco les permita ver las consecuencias de sus posiciones políticas. No lo es que la izquierda sostenga esta petición, menos aún si es el segmento revolucionario, real o radical (como prefiera llamarse a sí misma), que rechazó en su día esta Constitución el que propone ahora dicho referéndum. Sólo se entiende dicha demanda por parte de la izquierda desde el más impresentable de los oportunismos y desde la fijación de continuar rindiendo pleitesía a cierta “indignación” cuya deriva ataca cada día más a la propia izquierda y al movimiento sindical.


4.-CUÁLES SON ENTONCES LAS TAREAS DE LA IZQUIERDA ANTE LA NUEVA SITUACIÓN:
La prioridad absoluta del equilibrio presupuestario, para que el Estado garantice los pagos de su deuda a sus acreedores, por encima de cualquier consideración de justicia social, redistribución, o siquiera humanitarismo hacia los más débiles de la sociedad, sitúa la cuestión en sus justos términos. Evita cualquier edulcoramiento de la realidad y muestra ésta con toda la nitidez de su crudeza.

El Estado capitalista que en el pasado compensaba sus excesos con cierta dosis de reequilibrio social se ha quitado la máscara y se ha hecho simplemente liberal, sin ningún prefijo neo- que suavice o atempere el concepto. Las políticas de austeridad, recortes sociales y creciente desigualdad que se nos venían presentando como medidas coyunturales para “calmar a los mercados” se han transformado ahora en ley de leyes sancionada definitivamente para desposeernos de los derechos que un día conquistó el viejo movimiento obrero de nuestros padres y abuelos.

Ahora, frente a las crecientes dosis de descontento, rabia y pobreza que la desaparición del Estado Social traerán, el nuevo orden deberá recurrir a crecientes dosis de “legítima” represión. Ante ésta las ridículas invocaciones a un pacifismo y no violencia gandhianos se tornan reaccionarios discursos conservadores que tratan de hacernos olvidar quiénes ejercen el monopolio de la violencia y a qué intereses responden.

Cualquier “ingenua” alusión al carácter transitorio de las medidas, a la necesidad de las mismas para que el Estado ofrezca garantías de cumplimiento de sus compromisos, al estímulo a los “creadores” de empleo o a lo pasajero de la crisis debe ser visto en toda la falsedad de su planteamiento y en el efecto criminal que tales postulados y políticas tienen sobre los sectores asalariados.

Deséchese toda falsa esperanza. Ya no hay territorio socialdemócrata al que retroceder de nuevo para protegerse. Keynes ha sido asesinado por los capitalistas y enterrado por sus servidores políticos.

Frente a ello sólo cabe una estrategia de resistencias sociales y políticas que rearticulen respuestas de clase, forjando una unidad de acción desde la base, del conjunto de las izquierdas y del movimiento sindical, por encima de inútiles y estériles etiquetas. Nadie dentro del la izquierda y el sindicalismo tiene la exclusiva de la verdad ni la razón de la crítica hacia las prácticas del resto de las izquierdas y el movimiento sindical porque todos, sin excepción han fallado.

Los reformistas de la izquierda (aclaro que se excluye el PSOE porque las lecturas malintencionadas tienden a buscar intenciones donde no las hay) y el sindicalismo han fallado, al negarse a extraer las consecuencias correctas de lo que esta crisis representa y a abandonar sus prácticas pactistas y limitadas a defender las cuotas de poder de sus estructuras dirigentes.

Las izquierdas revolucionarias y los sindicatos combativos han fallado también. Su discurso como organizaciones cínicamente opuesto a la renuncia que han hecho a su identidad política, mezclándose con quienes niegan la lucha de clases, rechazan a los partidos y el sindicalismo y obligan a la izquierda a ocultar su ser si quiere continuar dentro de un movimiento ideológicamente todoterreno, cada vez más manifiestamente reaccionario.

Unas y otras izquierdas, uno y otro sindicalismo, deben abandonar sus prácticas deleznables, derechistas en unos casos, cínicas, claudicantes y oportunistas en otros, volver sobre la que nunca debió dejar de ser su identidad y apostar por un proceso de reconstrucción de una izquierda que lleva demasiado tiempo negándose a sí misma y que necesita una unidad de acción desde la base capaz de forjar una dinámica de acumulación de fuerzas y de recuperación de las luchas.

Que la izquierda recupere su propia esencia pasa también por distinguir entre lo urgente y lo imprescindible. Demasiadas urgencias le han llevado a una confusión ideológica lamentable, a apoyarse en bases y dirigentes absolutamente penetrados de ideologías liberales y, en muchos casos, abiertamente reaccionarias.

Sin un debate de clarificación ideológica, dentro del absoluto respeto y pluralidad, que deben ser impuestos a toda costa, rechazando la agresión a dichos principios, y sin una formación política de cuadros y bases de la izquierda sociológica y política no habrá futuro para ella misma y, en consecuencia, las “alternativas” continuarán llegándonos desde fuera de nosotros mismos y desde quienes se limitan a pedir un maquillaje del sistema capitalista o, peor aún, sólo de las instituciones políticas y no precisamente con una orientación progresista.

Todo esto no es más que un paso insoslayablemente necesario y obligado pero absolutamente insuficiente. La debacle y degeneración política, teórica e ideológica –y me siento tentado a decir que también moral- de la izquierda en su conjunto y de muchos de sus “santones actuales”, exige estos preámbulos, indispensables para iniciar el primer capítulo de una lucha de clases, a la que desde hace demasiados años sólo acude la parte enemiga de los trabajadores.

Mientras temamos aceptar que lo que somos debe proclamar sin tapujos la destrucción del sistema capitalista, el NO sin matices tanto a la Constitución del 78 como a su reforma y la forma republicana de Estado como plasmación coherente de nuestra razón de ser; mientras no actuemos en consecuencia a dicha declaración de principios, seguiremos dando vueltas a la búsqueda de nuestra propia identidad, asiéndonos a sucedáneos devaluados de la misma y temiendo siempre que quienes nada tienen de amigos nuestros nos tilden de viejos, dogmáticos y superados por la Historia, con su falsa presunción de que ellos son lo “nuevo”, cuando lo que representan hace bastantes decenios que tuvimos que combatirlo en Europa.